Sol Gómez Arteaga
Viernes, 27 de Septiembre de 2024

Escuelinas

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La tarde del día 21 de septiembre me acerqué con mi familia a Villafer, localidad del sur de León situada en la Vega del Esla de menos de doscientos habitantes, afectada, como tantos lugares, por ese mal endémico que es la despoblación rural. En el patio de las escuelinas que este año cumplen su centenario, tenía lugar un entrañable evento de esos que se hacen con grandes dosis de voluntad e ilusión: la entrega de premios del I Certamen de Poesía “Entre adobes y tapiales”, organizado por la Asociación Cultural “Con V de Villafer”.

 

No sale mucho mi madre, pero esa tarde accedió a hacerlo, llamada sin duda por el imperativo de la memoria, pues ella, con trece años de edad, corría el año cuarenta y siete, había sido alumna de las escuelinas.

 

Antes de llegar a Villafer, que está a doce kilómetros de mi pueblo, nos detuvimos en la casilla de camineros ya derruida en la que mi madre, hija de caminero, pasó su infancia y parte de su adolescencia. De ella solo quedaba un montículo formado por cascotes de hormigón y ladrillo. Cuenta mi madre que cuando la construyeron todas las piedras de su fachada habían sido cuidadosamente numeradas, pero pasados los años, ya deshabitada, vino alguien y se fue llevando las piedras, también las rejas de hierro que protegían sus ventanas. Se llevaron todo lo que tenía algún valor. Algún día plantaré un árbol o pondré una piedra con una inscripción que diga “En este lugar vivió una familia” o “En este lugar hubo vida”. De momento, y hasta que eso ocurra, me traje conmigo un trozo de ladrillo rojo que sirve de pisapapeles y compaña a mis tardes de escritura, unas hojas de acacia y una rama poblada de botones de agavanzas con los que elaboré un humilde adorno floral.

 

Mi madre recuerda con memoria prodigiosa que todos los días ella y sus hermanos más pequeños cruzaban campo a través los cuatro kilómetros que distaban hasta llegar al pueblo. También recuerda que la maestra se llamaba doña María y que las aulas estaban separadas por sexos, las niñas en un aula, los niños, a cargo de un maestro que cree que se llamaba don Victorio, en otra. También el recreo lo hacían por separado. Una pizarra, un pizarrín, un trapo colgado de la pizarra por un hilo y un libro constituía todo su material escolar.

 

Si los días de invierno eran muy crudos -no como ahora que se han atemperado- mi madre y sus hermanos quedaban en casa.

 

En un fardel llevaban las viandas que comían en casa de la señora Gertrudis, una mujer de Villafer que en una ocasión había parado en la casilla y probado, por vez primera, sardinas que entonces no se estilaban en esas tierras de espacios infinitos pero carentes de mar. Las sardinas le parecieron a la señora Gertrudis, hacia la que mi madre profesa enorme gratitud, un manjar. Con el tiempo esta mujer se había hecho amiga de la familia, y en virtud de esa amistad, permitía a los niños comer bajo techo a mediodía antes de volver de nuevo a la clase que se prolongaba hasta las cinco, hora en la que iniciaban, por el camino trazado, el regreso a casa.

 

Mi madre dejaría de ir a las escuelinas al año siguiente pues a los catorce años, supieras o no leer, la enseñanza ya no era obligatoria. Solo los hijos de las personas más pudientes podían permitirse el lujo, entonces era un lujo, estudiar fuera. Fuera y lejos.

 

Setenta y siete años después, vestida de domingo, eterna niña grande, mi madre escuchaba en el patio de las que habían sido sus escuelas, a niños y a poetas, algunos venidos de lugares lejanos como Madrid o Salamanca, amenizados por el sonido siempre nostálgico de la gaita de Miguel Ángel. Y por unos momentos, especialmente cuando tuvieron el detalle de nombrarla, lo mismo que nombraron a otros alumnos allí presentes no tan veteranos, se volvió a sentir en el sitio de su recreo. En la patria de su infancia, como dijo Rilke. La hospitalidad, eso tan importante, y el cuidado, ese poner plena atención en lo que se hace, fueron las notas que predominaron esa última tarde de un verano que llegaba a su fin. Lástima que por decisión de los que dirigen los pueblos -de una forma no siempre afortunada- no pudiéramos visitar las escuelinas por dentro. Quizá otro año pueda ser. Mientras tanto, felicidades a los organizadores de pequeñas iniciativas que, como los sueños, se hacen a mano. Y por hacer pueblo. Y fomentar el cultivo de la cultura en el lugar donde un día fue sembrada. Porque pese a las durísimas condiciones que se vivieron antaño, como dijo un poeta esa tarde, si hay un cielo, ese cielo es la escuela. Nada más cierto.  

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