A propósito del verano
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“Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pinta-
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!
(Juan Ramón Jiménez)
Temprano, tras el ventanal de una cafetería, sentado a una mesa, con el café delante, aún ardiendo, observo, y pienso. El verano se está acabando; quizás ya se haya acabado. Pues todo tiene un final. También el verano.
Lo veo en el tiempo, que, aunque todavía está bueno, luce el sol, ha cambiado: los días se van acortando, las noches se alargan, y por las mañanas, a primera hora, está bastante fresco, casi hace frío. No hiela, es cierto, pero falta poco. Sin duda, pronto helará, tal vez la semana que viene, o acaso a finales ya de esta misma semana. Cualquier día. En la avenida, algunas hojas se han desprendido de las ramas de los árboles y reposan, amarillas, pálidas, sin vida ya, sobre las baldosas de la acera. Son las primeras víctimas del final del verano. A veces, la brisa, que baja de las cumbres de la montaña, las arrastra, las voltea, las levanta, les hace volar, las sube y las baja, las lleva, las trae, las deja caer. Las rompe. Juega con ellas.
Lo noto también en los transeúntes, que caminan deprisa, pero cansados, indiferentes, escépticos, absortos de nuevo en sus cuidados cotidianos. ¿O es en los recuerdos de las vacaciones? Me detengo en uno de los transeúntes. Una mujer. Es joven, pero no tanto. Ya tiene sus años. Pelo negro; piel blanca, aunque levemente tostada. Vaqueros ajustados. Y botas con un poco de tacón. Parece guapa. No sé si una obra de arte. Es posible que no llegue a tanto. Sin embargo, es difícil que pueda pasar desapercibida para un hombre –incluso para algunas mujeres– con un mínimo de sensibilidad. Con todo, lo mejor es su manera de caminar, de moverse, de apartarse el pelo de la cara, de mirar. En fin, una mujer de buen ver.
Pasa y de pronto se gira hacia la puerta de la cafetería. Entra. Veo cómo se acerca a la barra. Por detrás aún llama más la atención. “Un café solo.” Lo coge y se lo lleva al fondo, a una mesa apartada. La tengo enfrente. Bebe un poco, y después, indolentemente, como si le costara, levanta la cabeza y se queda mirando la avenida. Es guapa de verdad. Mira, pero no sé si ve. Si pretende ver. Es una mirada vacía, desordenada, opaca. Una mirada ciega. Conozco esa mirada. Es la mirada del desencanto. La pompa de jabón que estalla y se queda en nada. ¿El desamor? Pudiera ser. Tal vez el verano no le haya ido bien; tal vez las vacaciones lo hayan estropeado todo. Tal vez… No sé. Pero lo cierto es que en sus ojos, ni grandes ni pequeños, pero claros, acuosos, verdes, como si llevaran dentro el mar, el agua de todos los mares, comienza a asomar la melancolía. Una melancolía que pudiera no ser por este verano sino por otros. Por todo. Por tanto. También van apareciendo otras emociones: la pena, la rabia, la culpa, la angustia, el miedo. Y al final, la peor de todas, la más temible, la tristeza.
Tiene dudas. Da la impresión de que en su interior está librando un combate. Es una batalla decisiva. Siente que su vida pende de un hilo. De pronto, da otro sorbo de café y saca el móvil del bolso. Creo que está consultando el WhatsApp. Nada. La tristeza aún se hace más densa. La percibo desmadejada, tirada, abatida, como una de esas hojas de la avenida. Sus dedos, desesperados, pugnan por escribir, están ansiosos por decir algo, por saltar al vacío, por arriesgarse, pero algo los sujeta. Ha de esperar. Mientras espera, se abrasa en el hielo de su cabeza. Se consume. Un sorbo más, el último. Todavía estaba el café resbalando por su garganta, cuando se ilumina el móvil. Un WhatsApp. El corazón late y late. Late con fuerza, casi hasta dolerle, hasta lacerarle el pecho. Ve de quién es. Aún el corazón bombea más deprisa, más desbocado, enloquecido totalmente. Le da miedo abrirlo, pero lo abre, y lee. Se le caen los párpados y sus ojos de mar desaparecen. Después, al poco, una lágrima se abre camino por entre esos párpados y resbala silenciosa por sus mejillas. No la limpia, ni hace amago siquiera, la deja caer. Le gusta sentirla. Es una gota de mar, del mar de otros veranos. Cuando abre los ojos, solo acierta a escribir, a penas, temblorosamente: “Y yo a ti.” Y, sin repasarlo siquiera, lo envía.
No tardo en verla salir de la cafetería. Cruza la calle por el paso de cebra. Lo hace despacio. Con lentitud también camina por la avenida. Poco a poco se va alejando. No voy a decir nada más de ella. Solo, acaso, que su melena, como una ola, se derrama sobre sus hombros. No le veo los ojos, pero me los imagino llenos de luz, de brillos, de colores. De todo eso que el día, que parecía tan bueno, va perdiendo, porque el cielo se ha ido llenando de nubes, y no sería extraño que hoy acabara lloviendo. Tal vez este sea el primer día del otoño. Tal vez para ella este otoño sea su mejor verano. Una primavera. Otra más. Ya no alcanzo a verla. Si quisiera hacerlo, tendría que cerrar los ojos. Mientras apuro el café, lo hago, y la veo, ya en el trabajo, soñando. Feliz.
“Pintor que me has pintado
en este cuadro vago de la vida,
tan bien, que casi
parezco de verdad; ¡ay, pinta-
me nuevamente, y mal, de modo
que parezca mentira!
(Juan Ramón Jiménez)
Temprano, tras el ventanal de una cafetería, sentado a una mesa, con el café delante, aún ardiendo, observo, y pienso. El verano se está acabando; quizás ya se haya acabado. Pues todo tiene un final. También el verano.
Lo veo en el tiempo, que, aunque todavía está bueno, luce el sol, ha cambiado: los días se van acortando, las noches se alargan, y por las mañanas, a primera hora, está bastante fresco, casi hace frío. No hiela, es cierto, pero falta poco. Sin duda, pronto helará, tal vez la semana que viene, o acaso a finales ya de esta misma semana. Cualquier día. En la avenida, algunas hojas se han desprendido de las ramas de los árboles y reposan, amarillas, pálidas, sin vida ya, sobre las baldosas de la acera. Son las primeras víctimas del final del verano. A veces, la brisa, que baja de las cumbres de la montaña, las arrastra, las voltea, las levanta, les hace volar, las sube y las baja, las lleva, las trae, las deja caer. Las rompe. Juega con ellas.
Lo noto también en los transeúntes, que caminan deprisa, pero cansados, indiferentes, escépticos, absortos de nuevo en sus cuidados cotidianos. ¿O es en los recuerdos de las vacaciones? Me detengo en uno de los transeúntes. Una mujer. Es joven, pero no tanto. Ya tiene sus años. Pelo negro; piel blanca, aunque levemente tostada. Vaqueros ajustados. Y botas con un poco de tacón. Parece guapa. No sé si una obra de arte. Es posible que no llegue a tanto. Sin embargo, es difícil que pueda pasar desapercibida para un hombre –incluso para algunas mujeres– con un mínimo de sensibilidad. Con todo, lo mejor es su manera de caminar, de moverse, de apartarse el pelo de la cara, de mirar. En fin, una mujer de buen ver.
Pasa y de pronto se gira hacia la puerta de la cafetería. Entra. Veo cómo se acerca a la barra. Por detrás aún llama más la atención. “Un café solo.” Lo coge y se lo lleva al fondo, a una mesa apartada. La tengo enfrente. Bebe un poco, y después, indolentemente, como si le costara, levanta la cabeza y se queda mirando la avenida. Es guapa de verdad. Mira, pero no sé si ve. Si pretende ver. Es una mirada vacía, desordenada, opaca. Una mirada ciega. Conozco esa mirada. Es la mirada del desencanto. La pompa de jabón que estalla y se queda en nada. ¿El desamor? Pudiera ser. Tal vez el verano no le haya ido bien; tal vez las vacaciones lo hayan estropeado todo. Tal vez… No sé. Pero lo cierto es que en sus ojos, ni grandes ni pequeños, pero claros, acuosos, verdes, como si llevaran dentro el mar, el agua de todos los mares, comienza a asomar la melancolía. Una melancolía que pudiera no ser por este verano sino por otros. Por todo. Por tanto. También van apareciendo otras emociones: la pena, la rabia, la culpa, la angustia, el miedo. Y al final, la peor de todas, la más temible, la tristeza.
Tiene dudas. Da la impresión de que en su interior está librando un combate. Es una batalla decisiva. Siente que su vida pende de un hilo. De pronto, da otro sorbo de café y saca el móvil del bolso. Creo que está consultando el WhatsApp. Nada. La tristeza aún se hace más densa. La percibo desmadejada, tirada, abatida, como una de esas hojas de la avenida. Sus dedos, desesperados, pugnan por escribir, están ansiosos por decir algo, por saltar al vacío, por arriesgarse, pero algo los sujeta. Ha de esperar. Mientras espera, se abrasa en el hielo de su cabeza. Se consume. Un sorbo más, el último. Todavía estaba el café resbalando por su garganta, cuando se ilumina el móvil. Un WhatsApp. El corazón late y late. Late con fuerza, casi hasta dolerle, hasta lacerarle el pecho. Ve de quién es. Aún el corazón bombea más deprisa, más desbocado, enloquecido totalmente. Le da miedo abrirlo, pero lo abre, y lee. Se le caen los párpados y sus ojos de mar desaparecen. Después, al poco, una lágrima se abre camino por entre esos párpados y resbala silenciosa por sus mejillas. No la limpia, ni hace amago siquiera, la deja caer. Le gusta sentirla. Es una gota de mar, del mar de otros veranos. Cuando abre los ojos, solo acierta a escribir, a penas, temblorosamente: “Y yo a ti.” Y, sin repasarlo siquiera, lo envía.
No tardo en verla salir de la cafetería. Cruza la calle por el paso de cebra. Lo hace despacio. Con lentitud también camina por la avenida. Poco a poco se va alejando. No voy a decir nada más de ella. Solo, acaso, que su melena, como una ola, se derrama sobre sus hombros. No le veo los ojos, pero me los imagino llenos de luz, de brillos, de colores. De todo eso que el día, que parecía tan bueno, va perdiendo, porque el cielo se ha ido llenando de nubes, y no sería extraño que hoy acabara lloviendo. Tal vez este sea el primer día del otoño. Tal vez para ella este otoño sea su mejor verano. Una primavera. Otra más. Ya no alcanzo a verla. Si quisiera hacerlo, tendría que cerrar los ojos. Mientras apuro el café, lo hago, y la veo, ya en el trabajo, soñando. Feliz.