Mercedes Unzeta Gullón
Lunes, 21 de Octubre de 2024

Farinelli me abandonó

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Yo barruntaba que le quedaba poco tiempo para irse pero realmente no me hacía a la idea de su marcha. Llevábamos así como veinte años de convivencia, un tiempo importante para consolidar y fortalecer un gran cariño, y cimentar el apego y la costumbre de la compañía.

 

Cuando llegó ‘a mi vera’, es decir al molino, tenía ya unos diez años, que si los sumamos a los veinte vividos en el molino su cuota de vida había llegado al límite. Treinta años, dicen que eran muchos.

 

Farinelli pasó la noche dentro de casa en la compañía de Baloo. Por la mañana salió a la pradera como cada día y tomó su pan de desayuno sin ningún atisbo de malestar, y se quedó en la pradera rebuscando entre yerbas, como siempre. Pero, al mediodía se tumbó, se dejó caer, o se cayó, en un lugar alejado de la pradera, y ya no se levantó. Tres largos días su naturaleza destinó a aceptar con mucha tranquilidad y sosiego la llegada de la muerte. Estuvimos a su lado, día y noche, acompañándolo en sus suspiros, hasta que finalmente, un domingo de madrugada, en un momento de soledad, se fue, tranquilo.

 

Quiero pensar, y creo, que Farinelli vivió feliz en el molino. Tenía mucho campo para recorrer, entretenerse y comer. Y ha tenido una buena variedad de amigos a lo largo de su sosegada vida.

 

Farinelli nació en una finca de Extremadura, y allí se hizo fuerte, musculoso, con un bonito pelaje blanco, con mucha energía y potencia; y con esa presencia y brío llegó al molino. Me conquistó desde el primer momento y lo acogí con gran entusiasmo. Era mi mayor ilusión, tener mi propio caballo para montarlo diariamente y poder utilizarlo como medio de transporte. En mis veleidades rurales pensaba que iría a Astorga a caballo a hacer las compras y esas cosas. Pero Farinelli era temeroso, venía de campo y cualquier ruido o visión de motores le encabritaban, así que imposible pensar en llevarlo por la carretera hasta Astorga. Tuvimos que relacionarnos en nuestro entorno rural y yo seguir yendo en coche a la compra.

 

Su nombre de pila, con el que venía de aquellas tierras extremeñas, era ‘Indiano’ , pero le habían castrado, y esa particular condición me llevó a pensar rápidamente en otro castrado, el célebre histórico Farinelli. Así que no tuve ningún reparo en cambiarle el nombre de Indiano por el de Farinelli, haciendo ‘cierto honor’ al más famoso castrati de la historia.

 

El Farinelli histórico tenía una voz de soprano, dicen que luminosa, rica y penetrante, dicen también que su entonación era pura, su vibración maravillosa y que tenía un control de la respiración extraordinario, además de muchas más virtudes. El Farinelli napolitano, viajó con sus dotes de canto por Europa, siendo muy considerado. Finalmente llegó a España a la corte de Felipe V, nuestro primer Borbón, francés él de nacimiento (nieto del rey francés Luis XIV), hacia 1.738, y aquí se quedó 25 años alegrando el ánimo del depresivo monarca. Noche tras noche cantaba las mismas aria para el rey. Su canto resultó tan extraordinario para el melancólico Felipe que le acabó nombrando ‘Primer Ministro’.

 

Mi Farinelli evidentemente no cantaba, no, relinchaba armoniosamente pero no, su castración no hizo milagros. Pero igualmente llegó a mi casa para alegrarme la vida. Uno de mis mayores placeres es montar a caballo y pude disfrutar del galope de Farinelli tanto, creo, como Felipe V del canto de su Farinelli.

 

Llegó un poco ‘salvaje’, más bien prepotente, pero esa fuerza a mí me gustaba dominarla. Mis piernas todavía estaban fuertes de mi época de amazona y el reto de ser yo quien dominaba esa fuerza me producía siempre gran satisfacción. Todos los días salía a pasear con Farinelli, a hacerle trotar y galopar, a sentir la fuerza de mis piernas coordinando su fuerza (suena un poco erótico pero nada que ver) , bueno, no, en realidad no me he expresado bien, no son las piernas sino mis rodillas las que tienen que hacer, y hacen, la fuerza fundamental para que el caballo me sienta y me obedezca. Un entendimiento fantástico cuando se consigue.

 

Aprendí a montar cuando era joven, en el Estado Mayor de Madrid, y el profesor, sargento, no se andaba con chiquitas, era una enseñanza a lo militar, con firmeza y autoridad. Algunos años compagine el caballo con los libros, o los libros con el caballo. La hípica me encantaba y conseguí ganar algún concurso de salto. Y llegó un momento en que no me daba el tiempo para armonizar los estudios con los caballos y me decanté por lo primero. Pero siempre me quedó la necesidad de montar.

 

Farinelli hizo amistad con los distintos animales que fueron apareciendo por el molino. Hizo especial amistad con una oca, le cedía su comida, paseaban juntos, la oca le picoteaba a modo de cosquillas y él se dejaba hacer entregado. Se tumbaban en la pradera juntos, la oca recostada entre sus patas. Hacían una pareja muy curiosa por la diferencia de tamaño, pero se entendían muy bien y se les veía felices. Gatos y perros que han ido pasando por el molino han hecho migas con él. El último, Baloo, el mastín que vive ahora en el molino y que se erigió el protector de Farinelli, defendiéndole de los zorros, jabalís y corzos que aparecen por la finca al caer la tarde, porque eso sí, Farinelli tiene mucha planta pero es muy temeroso además de los motores de las apariciones desconocidas, y ahí está Baloo para ladrar y espantar a cualquier intruso. Les gustaba tumbarse a tomar el sol de la mañana juntos. A Baloo y Farinelli les entró últimamente la necesidad de explorar otros mundos y se escapaban de la finca y se iban de paseo los dos por los caminos del campo hasta el pueblo. Pero eran obedientes y venían en cuanto oían mi silbido o mi llamada.

 

A Farinelli le gustaba también estar dentro de casa. El pasillo de entrada desde el jardín, o desde el patio, era su lugar preferido. Ahí se podía pasar horas jugando con el interruptor de la luz, encendiendo y apagándolo con la boca, y dejándonos paso cada vez que lo necesitábamos. De vez en cuando se aventuraba a ir más adentro y llegaba hasta la cocina, o se metía en la despensa buscando su pienso. Alguna vez le dio por jugar y empezar a dar vueltas alrededor de la mesa de la cocina huyendo de que le cogiéramos.

 

Era familiar además de curioso, le gustaba estar cerca y en verano aprovechaba las ventanas abiertas para asomarse y pasarse largos ratos con la cabeza hacia dentro compartiendo la vida interior.

 

Farinelli también fue estrella de cine. Tuvo la oportunidad de tener su momento de gloria. Aparición rápida, pero importante, en la película que se rodó en el molino hace dos veranos “Las chicas están bien”. Su imagen era imprescindible como habitante ineludible del molino.

 

Se fue. Ya vivió lo suyo y se fue. Me cuesta no verle ramoneando la pradera, o en el pasillo encendiendo luces o su canto de relincho cuando me oía llegar con el coche, o a la hora de su comida que siempre la esperaba con mucha ansiedad. Se fue, le tocaba. Farinelli ha sido un miembro importante del molino y de mi vida, de nuestra vida. Nos hizo felices y creo que él fue también feliz. Le recordaremos siempre.

 

O témpora o mores

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