La ciencias y sus momentos
“Somos como enanos sentados sobre los hombros de gigantes para ver más cosas que ellos y ver más lejos, no porque nuestra visión sea más aguda o nuestra estatura mayor, sino porque podemos elevarnos más alto gracias a su estatura de gigantes.”
(Juan de Salisbury. Metalogicon)
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En la ciencia, hay momentos estelares, y yo tengo para mí que esos momentos son también momentos cumbre de la humanidad. Porque la ciencia es uno de los muchos éxitos del hombre. El mayor de todos, posiblemente. A este éxito condujeron, sin duda, esos momentos.
De todos los momentos del conocimiento científico, los más conocidos, los que los divulgadores de la ciencia nunca dejan de mencionar, son el ¡Eureka! de Arquímedes y la manzana de Newton. El momento del ¡Eureka! lo refiere, con abundancia de detalles, Vitrubio, un arquitecto romano del siglo I a. C. En cambio, la historia de la manzana la cuenta el propio Newton, ya cuando era anciano. De esta historia se conservan hasta cuatro versiones. Una de ellas se encuentra en Vida de Newton, que en 1752 escribió William Stukeley, paisano y biógrafo de Newton. Al parecer se la contó Newton poco antes de morir.
Ambos momentos probablemente no hayan existido, pero se han contado, y han servido para popularizar una imagen simplista de estos científicos, donde se resalta su genialidad, como si el trabajo duro, esforzado e incansable y las aportaciones de otros científicos apenas contaran en ese proceso del descubrimiento de la verdad.
Sin embargo, hay otros momentos, menos espectaculares, más discretos, apenas conocidos, que sí fueron reales y resultaron, además, decisivos para el progreso de la ciencia. De entre estos, hay uno muy singular. No es el de un gran descubrimiento, pero sí es el de una decisión que condujo a un gran descubrimiento. Uno de los mayores: la ley de gravitación universal. Este hallazgo, aunque superado por la Teoría de la relatividad de Einstein, todavía está en uso, y gracias a él se pueden lanzar satélites al espacio y construir puentes colgantes. No hay nadie, o casi nadie, la verdad, que no se vea beneficiado hoy por estos dos productos tecnológicos.
De esta manera, al igual que se habla de annus mirabilis, refiriéndose, especialmente, al año 1666, cuando Newton desarrolla muchas de sus ideas fundamentales en el campo de las matemáticas, la óptica, la mecánica y la astronomía, también se puede hablar de este momento como momento mirabilis. Este momento tuvo lugar en el año 1684.
Era enero. Un día, seguramente, frío. De niebla. O de lluvia. De nieve, acaso. En fin, un día malo. En un café de Londres, comparten mesa tres personas: Robert Hooke, Edmund Halley y Christopher Wren. Esta ciudad se ha ido llenando de cafés desde que se abrió el primero en 1652. Estos cafés, que vinieron a sustituir a las tabernas, consideradas lugares de mala reputación, fueron desde un primer momento puntos de encuentro, sobre todo, de personas de la cultura. En ellos se reunían políticos, comerciantes, eclesiásticos, literatos, filósofos y científicos. Científicos como estos tres hombres. Los tres son miembros de la recientemente creada Royal Society de Londres. Conversaban, discutían. Lo hacían sobre un viejo problema científico: el movimiento de los planetas en el cielo.
Desde que Copérnico publicó en 1543 De revolutionibus, que puso patas arriba la cosmología y la astronomía que Europa había heredado de los griegos antiguos, los científicos, en su mayoría, venían aceptado que los planetas ya no se movían alrededor de la Tierra sino que lo hacían en torno al Sol. Además, con la aparición, posteriormente, en 1609, de la Astronomía nova de Kepler, se asumía también que ese movimiento ya no era circular, como se creía en la Antigüedad y en la Edad Media, sino elíptico. Con lo cual, estos tres científicos no tenían ninguna duda de que los planetas, y también la Tierra, como un planeta más, se movían alrededor del Sol y que la órbita que describían no era un círculo sino una elipse.
Entonces, ¿cuál era ese problema que los inquietaba? El problema era saber lo que hacía que los planetas se movieran de manera elíptica alrededor del Sol. En definitiva, la causa de ese movimiento. Desde luego, no creían, ni mucho menos, como sostenían los escolásticos medievales, que eran los ángeles y los arcángeles los que hacían moverse a los planetas, y que, en última instancia, era Dios, como Primum mobile, la causa de todo el movimiento del universo.
Para ser precisos, tampoco era este –conocer la causa del movimiento de los planetas– el verdadero problema que los traía locos. Pues Hooke había postulado que esta causa era una fuerza de atracción del Sol sobre los planetas inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, y esto mismo habían concluido también Wren y Halley, solo que el primero unos años antes que Hooke y el segundo recientemente.
Entonces, definitivamente, ¿dónde estaba el problema? El problema estaba en demostrar que esa fuerza de atracción que ejercía el Sol sobre los planetas inversamente proporcional al cuadrado de la distancia causaba que estos se movieran alrededor de aquel de manera elíptica. En resumen, se trataba de deducir el movimiento elíptico de los planetas alrededor del Sol del postulado de que este ejerce una fuerza motriz sobre aquellos que es inversamente proporcional al cuadrado de las distancias. Estaba en esto el problema porque ellos no sabían hacerlo, o al menos no lo sabían hacer satisfactoriamente. No sabían cómo demostrar esto. No sabían cómo deducir una cosa de la otra.
Aquel día, aquella tarde de invierno, declinando ya, al oscurecer, finalmente, a Halley se le ocurrió una idea brillante y decisiva para resolver este problema. Decisiva también para el inmenso progreso que experimentaría unos años después la ciencia. La idea consistía, tan solo, en pedirle ayuda a un científico, catedrático de Cambridge y autor de una teoría controvertida sobre la luz y los colores. Un individuo huraño, de quien se decía que era muy susceptible, y con quien el mismo Hooke había tenido ya sus diferencias. Pero que, por encima de todo, era un buen matemático. De los mejores, sin duda alguna. Pues había hecho algunos descubrimientos matemáticos importantes. Entre ellos, el más destacado era el cálculo infinitesimal, la herramienta más potente y eficaz que jamás haya desarrollado un matemático para resolver innumerables problemas de física y de ingeniería. Este científico era Isaac Newton. Por aquel entonces, Newton, aunque ya era conocido y valorado entre los científicos ingleses, sobre todo por los matemáticos, todavía no era el gran científico que acabaría siendo.
Así, en Agosto de 1684, Halley visitó a Newton en Cambridge y le hizo la siguiente pregunta: ¿qué tipo de órbita seguirá un planeta sobre el que actúa una fuerza atractiva de otro cuerpo inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa a aquel de este? “Una elipse”, respondió de inmediato Newton. De nuevo, Halley, sorprendido gratamente, volvió a preguntarle: ¿cómo lo sabe? “Porque lo he calculado”, fue la respuesta de Newton. Después, Halley, aún más extrañado, le pidió que le enseñara esos cálculos. Newton rebuscó entre sus papeles, pero no los encontró. No obstante, le hizo la promesa de rehacerlos y enviárselos. La verdad es que Newton no había perdido esos cálculos y sabía dónde los tenía. Había mentido, porque, como hacía mucho tiempo que los había hecho, quería revisarlos antes de mostrarlos a otros, no fuera a ser que se hubiera equivocado y su imagen de buen matemático se viera dañada. Nada le molestaba más que ser corregido.
Lo importante es que esta “pregunta (de Halley) se adueñó de él como nada lo había hecho antes”, según escribió Westfall, su principal biógrafo, y se puso, con todo su talento, a trabajar sin descanso sobre este asunto. No solo revisó sus cálculos, sino que también los completó, y en noviembre de este mismo año le envió a Halley un pequeño tratado de nueve páginas titulado De motu corporum, donde demostraba que la órbita que causa una fuerza de atracción inversamente proporcional al cuadrado de su distancia es una elipse.
¿Por qué Newton pudo hacer esta demostración y en cambio los otros científicos de su tiempo –Hooke, Wren y Halley– no eran capaces? Posiblemente porque Newton tenía más habilidad para las matemáticas y más capacidad de trabajo que ellos. Pero también, y sobre todo, porque contó con un recurso esencial para hacer esta deducción que ellos no tenían: el cálculo infinitesimal. Lo conocía él y ellos no porque lo descubrió él mismo, en aquellos años de 1665 y 1666, conocidos como anni mirabiles, cuando regresó Woolsthorpe, la aldea donde nació, debido a que la universidad de Cambridge se vio obligada a cerrar sus puertas por causa de una epidemia de peste, y porque la obra donde lo escribió, De analysi, no la publicó hasta 1711, si bien una copia de esta obra era conocida al menos por dos matemáticos de entonces: Barrow y Collins.
En aquel año de 1666 Newton se había ocupado ya del problema del movimiento de los planetas. Pero, entonces, influido por Huygens, consideró que la causa de este movimiento no era tanto la fuerza de atracción del Sol como esa tendencia de los planetas a separarse que denominó fuerza centrífuga. En ese año, si bien es cierto que comparó la fuerza centrífuga, que hace que en el cielo se mueva la luna, con la fuerza de la gravedad, que hace que en la Tierra una manzana caiga del árbol, no concibió la gravedad como una fuerza universal: causa del movimiento de todos los cuerpos. Además, perdió el interés por este tema. Pero en 1679, cuando volvió a cartearse con Hooke y este le refirió en una de las cartas su ley de que la fuerza de atracción entre los cuerpos es inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias, de nuevo volvió a ocuparse del movimiento de los planetas. Como consecuencia, llevó a cabo esos cálculos –la deducción de la fuerza de atracción inversamente proporcional al cuadrado de la distancia– de los que le habló a Halley cuando este lo visitó en agosto de 1684.
A partir de esta visita, Newton se volvió a ocupar del movimiento de los planetas, pero ahora con tal motivación que hasta la primavera de 1686 para él no existió otra cosa. Durante este tiempo, De motu corporum se convirtió en los Principia mathematica. Su gran obra. En el libro tercero de esta obra, El sistema del mundo, ya aparece la gravedad como una fuerza universal: la causa del movimiento de los planetas, así como el de las lunas y los cometas, la precesión de los equinoccios y las mareas, es una fuerza de gravitación que tiende hacia todos los cuerpos, directamente proporcional a la cantidad de materia que contiene cada uno de ellos e inversamente proporcional a sus distancias. Esta proposición, que es la más importante de la obra, la llamó Newton ley de gravitación universal, que, por lo tanto, se cumple tanto en el cielo como en la Tierra. En todo el universo. Por eso, esta fuerza no solo hace, que en el cielo el movimiento de los planetas sea elíptico, como nos lo había descrito Kepler, sino que también causa que en la Tierra el movimiento de caída de los graves sea uniformemente acelerado y el de los proyectiles sea una parábola, según nos había revelado ya Galileo. Así, la misma fuerza que causa la órbita de la Luna hace que caiga una manzana del árbol al suelo.
En fin, con esta ley, fruto en buena parte de ese momento milagroso, caía definitivamente la vieja física aristotélica, que separaba el cielo de la Tierra, y se abría camino la física moderna, donde sus leyes regían en todo el universo. Después vendría la confirmación empírica de esta física. Pero eso ya es otra historia.
(Juan de Salisbury. Metalogicon)
En la ciencia, hay momentos estelares, y yo tengo para mí que esos momentos son también momentos cumbre de la humanidad. Porque la ciencia es uno de los muchos éxitos del hombre. El mayor de todos, posiblemente. A este éxito condujeron, sin duda, esos momentos.
De todos los momentos del conocimiento científico, los más conocidos, los que los divulgadores de la ciencia nunca dejan de mencionar, son el ¡Eureka! de Arquímedes y la manzana de Newton. El momento del ¡Eureka! lo refiere, con abundancia de detalles, Vitrubio, un arquitecto romano del siglo I a. C. En cambio, la historia de la manzana la cuenta el propio Newton, ya cuando era anciano. De esta historia se conservan hasta cuatro versiones. Una de ellas se encuentra en Vida de Newton, que en 1752 escribió William Stukeley, paisano y biógrafo de Newton. Al parecer se la contó Newton poco antes de morir.
Ambos momentos probablemente no hayan existido, pero se han contado, y han servido para popularizar una imagen simplista de estos científicos, donde se resalta su genialidad, como si el trabajo duro, esforzado e incansable y las aportaciones de otros científicos apenas contaran en ese proceso del descubrimiento de la verdad.
Sin embargo, hay otros momentos, menos espectaculares, más discretos, apenas conocidos, que sí fueron reales y resultaron, además, decisivos para el progreso de la ciencia. De entre estos, hay uno muy singular. No es el de un gran descubrimiento, pero sí es el de una decisión que condujo a un gran descubrimiento. Uno de los mayores: la ley de gravitación universal. Este hallazgo, aunque superado por la Teoría de la relatividad de Einstein, todavía está en uso, y gracias a él se pueden lanzar satélites al espacio y construir puentes colgantes. No hay nadie, o casi nadie, la verdad, que no se vea beneficiado hoy por estos dos productos tecnológicos.
De esta manera, al igual que se habla de annus mirabilis, refiriéndose, especialmente, al año 1666, cuando Newton desarrolla muchas de sus ideas fundamentales en el campo de las matemáticas, la óptica, la mecánica y la astronomía, también se puede hablar de este momento como momento mirabilis. Este momento tuvo lugar en el año 1684.
Era enero. Un día, seguramente, frío. De niebla. O de lluvia. De nieve, acaso. En fin, un día malo. En un café de Londres, comparten mesa tres personas: Robert Hooke, Edmund Halley y Christopher Wren. Esta ciudad se ha ido llenando de cafés desde que se abrió el primero en 1652. Estos cafés, que vinieron a sustituir a las tabernas, consideradas lugares de mala reputación, fueron desde un primer momento puntos de encuentro, sobre todo, de personas de la cultura. En ellos se reunían políticos, comerciantes, eclesiásticos, literatos, filósofos y científicos. Científicos como estos tres hombres. Los tres son miembros de la recientemente creada Royal Society de Londres. Conversaban, discutían. Lo hacían sobre un viejo problema científico: el movimiento de los planetas en el cielo.
Desde que Copérnico publicó en 1543 De revolutionibus, que puso patas arriba la cosmología y la astronomía que Europa había heredado de los griegos antiguos, los científicos, en su mayoría, venían aceptado que los planetas ya no se movían alrededor de la Tierra sino que lo hacían en torno al Sol. Además, con la aparición, posteriormente, en 1609, de la Astronomía nova de Kepler, se asumía también que ese movimiento ya no era circular, como se creía en la Antigüedad y en la Edad Media, sino elíptico. Con lo cual, estos tres científicos no tenían ninguna duda de que los planetas, y también la Tierra, como un planeta más, se movían alrededor del Sol y que la órbita que describían no era un círculo sino una elipse.
Entonces, ¿cuál era ese problema que los inquietaba? El problema era saber lo que hacía que los planetas se movieran de manera elíptica alrededor del Sol. En definitiva, la causa de ese movimiento. Desde luego, no creían, ni mucho menos, como sostenían los escolásticos medievales, que eran los ángeles y los arcángeles los que hacían moverse a los planetas, y que, en última instancia, era Dios, como Primum mobile, la causa de todo el movimiento del universo.
Para ser precisos, tampoco era este –conocer la causa del movimiento de los planetas– el verdadero problema que los traía locos. Pues Hooke había postulado que esta causa era una fuerza de atracción del Sol sobre los planetas inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, y esto mismo habían concluido también Wren y Halley, solo que el primero unos años antes que Hooke y el segundo recientemente.
Entonces, definitivamente, ¿dónde estaba el problema? El problema estaba en demostrar que esa fuerza de atracción que ejercía el Sol sobre los planetas inversamente proporcional al cuadrado de la distancia causaba que estos se movieran alrededor de aquel de manera elíptica. En resumen, se trataba de deducir el movimiento elíptico de los planetas alrededor del Sol del postulado de que este ejerce una fuerza motriz sobre aquellos que es inversamente proporcional al cuadrado de las distancias. Estaba en esto el problema porque ellos no sabían hacerlo, o al menos no lo sabían hacer satisfactoriamente. No sabían cómo demostrar esto. No sabían cómo deducir una cosa de la otra.
Aquel día, aquella tarde de invierno, declinando ya, al oscurecer, finalmente, a Halley se le ocurrió una idea brillante y decisiva para resolver este problema. Decisiva también para el inmenso progreso que experimentaría unos años después la ciencia. La idea consistía, tan solo, en pedirle ayuda a un científico, catedrático de Cambridge y autor de una teoría controvertida sobre la luz y los colores. Un individuo huraño, de quien se decía que era muy susceptible, y con quien el mismo Hooke había tenido ya sus diferencias. Pero que, por encima de todo, era un buen matemático. De los mejores, sin duda alguna. Pues había hecho algunos descubrimientos matemáticos importantes. Entre ellos, el más destacado era el cálculo infinitesimal, la herramienta más potente y eficaz que jamás haya desarrollado un matemático para resolver innumerables problemas de física y de ingeniería. Este científico era Isaac Newton. Por aquel entonces, Newton, aunque ya era conocido y valorado entre los científicos ingleses, sobre todo por los matemáticos, todavía no era el gran científico que acabaría siendo.
Así, en Agosto de 1684, Halley visitó a Newton en Cambridge y le hizo la siguiente pregunta: ¿qué tipo de órbita seguirá un planeta sobre el que actúa una fuerza atractiva de otro cuerpo inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que separa a aquel de este? “Una elipse”, respondió de inmediato Newton. De nuevo, Halley, sorprendido gratamente, volvió a preguntarle: ¿cómo lo sabe? “Porque lo he calculado”, fue la respuesta de Newton. Después, Halley, aún más extrañado, le pidió que le enseñara esos cálculos. Newton rebuscó entre sus papeles, pero no los encontró. No obstante, le hizo la promesa de rehacerlos y enviárselos. La verdad es que Newton no había perdido esos cálculos y sabía dónde los tenía. Había mentido, porque, como hacía mucho tiempo que los había hecho, quería revisarlos antes de mostrarlos a otros, no fuera a ser que se hubiera equivocado y su imagen de buen matemático se viera dañada. Nada le molestaba más que ser corregido.
Lo importante es que esta “pregunta (de Halley) se adueñó de él como nada lo había hecho antes”, según escribió Westfall, su principal biógrafo, y se puso, con todo su talento, a trabajar sin descanso sobre este asunto. No solo revisó sus cálculos, sino que también los completó, y en noviembre de este mismo año le envió a Halley un pequeño tratado de nueve páginas titulado De motu corporum, donde demostraba que la órbita que causa una fuerza de atracción inversamente proporcional al cuadrado de su distancia es una elipse.
¿Por qué Newton pudo hacer esta demostración y en cambio los otros científicos de su tiempo –Hooke, Wren y Halley– no eran capaces? Posiblemente porque Newton tenía más habilidad para las matemáticas y más capacidad de trabajo que ellos. Pero también, y sobre todo, porque contó con un recurso esencial para hacer esta deducción que ellos no tenían: el cálculo infinitesimal. Lo conocía él y ellos no porque lo descubrió él mismo, en aquellos años de 1665 y 1666, conocidos como anni mirabiles, cuando regresó Woolsthorpe, la aldea donde nació, debido a que la universidad de Cambridge se vio obligada a cerrar sus puertas por causa de una epidemia de peste, y porque la obra donde lo escribió, De analysi, no la publicó hasta 1711, si bien una copia de esta obra era conocida al menos por dos matemáticos de entonces: Barrow y Collins.
En aquel año de 1666 Newton se había ocupado ya del problema del movimiento de los planetas. Pero, entonces, influido por Huygens, consideró que la causa de este movimiento no era tanto la fuerza de atracción del Sol como esa tendencia de los planetas a separarse que denominó fuerza centrífuga. En ese año, si bien es cierto que comparó la fuerza centrífuga, que hace que en el cielo se mueva la luna, con la fuerza de la gravedad, que hace que en la Tierra una manzana caiga del árbol, no concibió la gravedad como una fuerza universal: causa del movimiento de todos los cuerpos. Además, perdió el interés por este tema. Pero en 1679, cuando volvió a cartearse con Hooke y este le refirió en una de las cartas su ley de que la fuerza de atracción entre los cuerpos es inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias, de nuevo volvió a ocuparse del movimiento de los planetas. Como consecuencia, llevó a cabo esos cálculos –la deducción de la fuerza de atracción inversamente proporcional al cuadrado de la distancia– de los que le habló a Halley cuando este lo visitó en agosto de 1684.
A partir de esta visita, Newton se volvió a ocupar del movimiento de los planetas, pero ahora con tal motivación que hasta la primavera de 1686 para él no existió otra cosa. Durante este tiempo, De motu corporum se convirtió en los Principia mathematica. Su gran obra. En el libro tercero de esta obra, El sistema del mundo, ya aparece la gravedad como una fuerza universal: la causa del movimiento de los planetas, así como el de las lunas y los cometas, la precesión de los equinoccios y las mareas, es una fuerza de gravitación que tiende hacia todos los cuerpos, directamente proporcional a la cantidad de materia que contiene cada uno de ellos e inversamente proporcional a sus distancias. Esta proposición, que es la más importante de la obra, la llamó Newton ley de gravitación universal, que, por lo tanto, se cumple tanto en el cielo como en la Tierra. En todo el universo. Por eso, esta fuerza no solo hace, que en el cielo el movimiento de los planetas sea elíptico, como nos lo había descrito Kepler, sino que también causa que en la Tierra el movimiento de caída de los graves sea uniformemente acelerado y el de los proyectiles sea una parábola, según nos había revelado ya Galileo. Así, la misma fuerza que causa la órbita de la Luna hace que caiga una manzana del árbol al suelo.
En fin, con esta ley, fruto en buena parte de ese momento milagroso, caía definitivamente la vieja física aristotélica, que separaba el cielo de la Tierra, y se abría camino la física moderna, donde sus leyes regían en todo el universo. Después vendría la confirmación empírica de esta física. Pero eso ya es otra historia.