Espiar
“El corazón se ha dormido,
y hay que dejarlo si duerme.”
(Narciso Alonso Cortés)
![[Img #70470]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2024/3352_9689_2_dsc6039-copia.jpg)
Me acerco a la ventana y aparto sutilmente la cortina. Lo justo para poder ver. Miro. Espero. Quiero asegurarme de que ha cruzado bien la calle. ¡Pasan tantos coches incluso a estas horas! En mis oídos aún resuena el sonido de la puerta al cerrarse. Su adiós, tan desnudo, puro; así, sin más, quizá algo presuroso. Aún puedo sentir en la mejilla la humedad de sus besos. Esos besos verdaderos.
El día se ha ido nublando. Se ha vuelto gris. Es un día quieto, sin apenas ajetreo, como dormido, medio muerto. Además, ahora está entrando la niebla: ya vela la catedral. Una de las torres apenas se vislumbra. Pronto, no se verá nada de ella, se habrá difuminado. Esta niebla acabará borrándolo todo: el horizonte, las montañas, los campos, los chopos ya desnudos de la orilla del río, la muralla, la ciudad entera. Por la calle no anda gente; se ha quedado vacía, desolada. Abandonada.
Aún no la veo. Tarda. Me inquieto levemente. Ah, ya está ahí, por fin. Pero, ¡qué despacio camina! Los años. La vida. Los achaques. Tantas cosas. Va encorvada, como si llevara un gran peso, el peso de lo vivido. Me pregunto qué irá pensando. En él, estoy casi seguro. En esas flores que plantó en mayo, esperando que florecieran para los Santos, pero que, por culpa del tiempo, que en las últimas semanas vino frío, no florecieron. No llegaron siquiera a despuntar. Se quedaron en nada. Este año quería llevarle esas flores que ella misma había cultivado en el huerto. Que cuidaba cada día. Casi cada hora. Pero no ha podido ser. Sabe que ha de aceptarlo, como ha tenido que aceptar el que él se fuera. El quedarse sola. Sola ya para siempre. Eternamente.
A él también lo espié muchas veces desde esta ventana. Me gustaba verlo pasar. Cómo caminaba. También iba ya un poco agachado; él, que siempre anduvo tan derecho, y tan firme. En ocasiones, cuando me asomo a esta misma ventana, por lo que sea, aún me parece verlo, y siento deseos de llamarlo. De bajar y correr a abrazarlo. De decirle que esa noche había soñado que se había ido y que ya no podría verlo nunca más. De confesarle que qué tonterías sueña uno a veces, y que qué mal se pasa en esos sueños, y que, sin embargo, qué alivio tan grande se siente, después, al despertar y ver que nada ha sucedido de verdad. Que todo ha sido una mentira. Lo que daría yo por que ocurriera esto. Por pasar ese mal momento. Por tener ese desengaño. Por volver a verlo. Por tenerlo nuevamente.
La niebla la está envolviendo, y esta vez me parece que dejaré de verla antes de que doble la esquina. Ya no la veo. La niebla se la ha tragado del todo. Solo puedo imaginarla llegando a la puerta del edificio y tanteando con la llave en la cerradura. Abriendo a duras penas. Entrando. Cogiendo el ascensor. Y de pronto, ay, no sé por qué, siento miedo de no volver a verla. De que mañana no vuelva por mi casa. De que mañana en lugar de verla pasar como la he visto pasar hoy solo pueda imaginarla. Recordarla. Soñarla. Soñar su adiós, sus besos. Soñarla a ella toda.
Ya todo es niebla. Lo más parecido a la nada. Al vacío. Al abismo. Es inútil seguir mirando por la ventana. Pues ya no se ve, tan solo se sueña. Sí, es cierto, ya solo se sueña.
En Astorga, a 28 de octubre de 2024
Catalina Tamayo
y hay que dejarlo si duerme.”
(Narciso Alonso Cortés)
Me acerco a la ventana y aparto sutilmente la cortina. Lo justo para poder ver. Miro. Espero. Quiero asegurarme de que ha cruzado bien la calle. ¡Pasan tantos coches incluso a estas horas! En mis oídos aún resuena el sonido de la puerta al cerrarse. Su adiós, tan desnudo, puro; así, sin más, quizá algo presuroso. Aún puedo sentir en la mejilla la humedad de sus besos. Esos besos verdaderos.
El día se ha ido nublando. Se ha vuelto gris. Es un día quieto, sin apenas ajetreo, como dormido, medio muerto. Además, ahora está entrando la niebla: ya vela la catedral. Una de las torres apenas se vislumbra. Pronto, no se verá nada de ella, se habrá difuminado. Esta niebla acabará borrándolo todo: el horizonte, las montañas, los campos, los chopos ya desnudos de la orilla del río, la muralla, la ciudad entera. Por la calle no anda gente; se ha quedado vacía, desolada. Abandonada.
Aún no la veo. Tarda. Me inquieto levemente. Ah, ya está ahí, por fin. Pero, ¡qué despacio camina! Los años. La vida. Los achaques. Tantas cosas. Va encorvada, como si llevara un gran peso, el peso de lo vivido. Me pregunto qué irá pensando. En él, estoy casi seguro. En esas flores que plantó en mayo, esperando que florecieran para los Santos, pero que, por culpa del tiempo, que en las últimas semanas vino frío, no florecieron. No llegaron siquiera a despuntar. Se quedaron en nada. Este año quería llevarle esas flores que ella misma había cultivado en el huerto. Que cuidaba cada día. Casi cada hora. Pero no ha podido ser. Sabe que ha de aceptarlo, como ha tenido que aceptar el que él se fuera. El quedarse sola. Sola ya para siempre. Eternamente.
A él también lo espié muchas veces desde esta ventana. Me gustaba verlo pasar. Cómo caminaba. También iba ya un poco agachado; él, que siempre anduvo tan derecho, y tan firme. En ocasiones, cuando me asomo a esta misma ventana, por lo que sea, aún me parece verlo, y siento deseos de llamarlo. De bajar y correr a abrazarlo. De decirle que esa noche había soñado que se había ido y que ya no podría verlo nunca más. De confesarle que qué tonterías sueña uno a veces, y que qué mal se pasa en esos sueños, y que, sin embargo, qué alivio tan grande se siente, después, al despertar y ver que nada ha sucedido de verdad. Que todo ha sido una mentira. Lo que daría yo por que ocurriera esto. Por pasar ese mal momento. Por tener ese desengaño. Por volver a verlo. Por tenerlo nuevamente.
La niebla la está envolviendo, y esta vez me parece que dejaré de verla antes de que doble la esquina. Ya no la veo. La niebla se la ha tragado del todo. Solo puedo imaginarla llegando a la puerta del edificio y tanteando con la llave en la cerradura. Abriendo a duras penas. Entrando. Cogiendo el ascensor. Y de pronto, ay, no sé por qué, siento miedo de no volver a verla. De que mañana no vuelva por mi casa. De que mañana en lugar de verla pasar como la he visto pasar hoy solo pueda imaginarla. Recordarla. Soñarla. Soñar su adiós, sus besos. Soñarla a ella toda.
Ya todo es niebla. Lo más parecido a la nada. Al vacío. Al abismo. Es inútil seguir mirando por la ventana. Pues ya no se ve, tan solo se sueña. Sí, es cierto, ya solo se sueña.
En Astorga, a 28 de octubre de 2024
Catalina Tamayo