A favor de la verdad: la verdad sí importa
“Y sobre todo los que se dedican a los razonamientos contrapuestos, sabes que acaban por creerse sapientísimos y por sentenciar por sí solos que en las cosas no hay ninguna sana ni firme ni tampoco en los razonamientos, sino que todas las cosas sin más van y vienen arriba y abajo, como las aguas del Euripo, y ninguna permanece ningún tiempo en nada.”
(Platón. Fedón)
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Ay, vivimos tiempos de despedidas, de adioses, incluso de muerte. Primero fue la muerte de Dios, que la anunció Nietzsche, allá por el siglo XIX, nada menos; después, en el siglo pasado, vino el Adiós a la razón con Feyerabend, y ahora, recientemente, en el año 2020, ayer, como quien dice, llega Vattimo y nos trae este Adiós a la Verdad. La Verdad. ¿Y qué es la Verdad? Es la pregunta que le hizo Poncio Pilatos, prefecto romano de Judea, a Jesús, cuando este le dijo que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad. La pregunta que Nietzsche se volverá a hacer casi dos mil años después en Así habló Zaratustra. Desde Pilatos, incluso mucho antes, desde el nacimiento del pensamiento racional, de la filosofía, hasta el filósofo alemán, se había aceptado, al menos mayoritariamente, que la verdad era, como había establecido Aristóteles en la Metafísica, decir que lo que es, es, y lo que no es, no es. Era esa adequatio rei et intellectus de Tomás de Aquino. La Verdad como correspondencia. Existía la verdad, y esta era una entidad sustantiva, objetiva, esencial, intangible e invariable. Estaba ahí independientemente de nuestras voliciones.
Pero a partir de Nietzsche se va generalizando la idea de que no existe la Verdad y que, como mucho, más que de verdad, se ha de hablar de verdades. Unas verdades que son vistas como constructos sociales: como algo que varía según el criterio de las comunidades, los grupos o los individuos. Las verdades se convierten, entonces, en pactos entre individuos. En convenciones. En metáforas. En ilusiones de las que se ha olvidado que son ilusiones. En fin, no son más que invenciones. Pero este relativismo epistemológico, tan extremo, hasta el punto de alcanzar un subjetivismo exacerbado, afianzado posteriormente por Heidegger, por Foucault y, cómo no, por Vattimo, sobre todo, no es nuevo. Tampoco es nuevo. Sócrates ya se las tuvo que ver con el relativismo de Protágoras y con el de Gorgias, y también, posteriormente, Platón y Aristóteles combatieron el relativismo radical de Pirrón. Lo nuevo es la importancia que ahora adquiere. Su hegemonía. Con esta preponderancia del relativismo epistemológico entramos, sin darnos cuenta, de puntillas casi, en la era de la posverdad. En este tiempo nuevo, la Verdad ya no existe, o si existe ya no cuenta, la hemos despedido, y así nos liberamos de su violencia. Porque la verdad, según Foucault, aparece vinculada al poder y nos reprime, es opresora, y de ninguna manera resulta compatible con la democracia, con estas sociedades abiertas. Lo que son las cosas, ahora la verdad ya no nos hace libres, como antes, como siempre, sino que, al contrario, nos esclaviza, y defenderla nos convierte en dogmáticos. Me temo que han vuelto los reaccionarios, pero travestidos de progresistas.
Pero negar la Verdad, como hace el relativismo, nos está conduciendo a la irracionalidad, al absurdo, y esto es peligroso, porque amenaza no solo la convivencia entre los hombres sino también la propia existencia humana. Pues ¿cómo se puede vivir sin un puñado de verdades? ¿Es posible vivir sin la verdad, por ejemplo, de que por la autovía están rodando constantemente a toda velocidad vehículos y que si uno cruza probablemente acabe siendo atropellado? No se puede. Cómo tampoco se puede convivir sin un mínimo de veracidad. Si no confío en los demás, en que me dicen la verdad, ¿cómo puedo estar con ellos, hacer cosas con ellos, trabajar con ellos, jugar con ellos, vivir con ellos? Tampoco es posible. Además, la democracia es diálogo, discusión, debate, disputa, conversación, y precisamente por eso el parlamento, donde se habla, se debate, constituye su esencia. Pero si no hay verdad, si cada uno tiene la suya, si no hay algo, por poco que sea, en lo que estemos de acuerdo, algo que todos aceptemos como válido, como verdadero, algo incontrovertible, no relativo, que esté por encima de nuestros deseos, de nuestra voluntad, de nuestras preferencias, que se nos imponga, algo a lo que atenernos, no se dará el auténtico diálogo, donde es posible convencer y ser convencido. Sin esto, como, por ejemplo, la regla que dice que, si una afirmación se adecua a los hechos, hemos de aceptarla como verdadera, aunque nos venga mal, todo diálogo será un falso diálogo, un diálogo de besugos, y el debate resultará inútil, porque se hará imposible la persuasión y el acuerdo. Ante esta imposibilidad, para qué hablar, para qué argumentar, para qué decir nada. Entonces, sí que diremos, también, adiós a la democracia. A la verdadera convivencia.
Pero, más allá de todo esto, sin Dios, sin razón, sin verdad, sin estos anclajes, y otros más, también demolidos, ¿cómo nos sostendremos? ¿A qué nos agarraremos? El resultado es que no hay nada firme. El suelo que pisamos se ha resquebrajado, o se ha vuelto gelatinoso, incluso líquido, y nos hundimos. No encontramos nada a lo que asirnos. Se ha destruido todo. O, si se prefiere, todo se ha deconstruido. Caemos en el vacío. No existe el arriba ni el abajo, ni derecha ni izquierda, no hay puntos cardinales, ni tampoco horizonte. Estamos perdidos. Somos náufragos en el mar del vacío. No sabemos nada. Solo sentimos. Sentir y sentir y sentir. Y más sentir. Nada de pensar. Si acaso, pensamiento débil. Además, tampoco hay luz, solo sombras, lo que hace que las cosas se nos presenten sin contornos definidos, difuminadas, como borrosas. Nada es claro ni preciso. Los textos no pueden ser más abstrusos. Las contradicciones y las ambigüedades campan a sus anchas, sin freno alguno. Algo puede ser esto o cualquier otra cosa. Todo está permitido. Nada está bien, nada está mal. Estamos más allá del bien y del mal. Todo vale. Labilidad total. Lo voluble y lo arbitrario lo llenan todo. Sí, sentimos mucho, pero lo que sentimos es angustia. Angustia porque no avanzamos ni sabemos hacia dónde tirar. Roedores corriendo dentro de la rueda. Chapoteamos en la nada, en nuestro propio miedo. Puro nihilismo. Locura. Barbarie. En esto hemos terminado.
En Astorga, a 13 de noviembre de 2024
(Platón. Fedón)
Ay, vivimos tiempos de despedidas, de adioses, incluso de muerte. Primero fue la muerte de Dios, que la anunció Nietzsche, allá por el siglo XIX, nada menos; después, en el siglo pasado, vino el Adiós a la razón con Feyerabend, y ahora, recientemente, en el año 2020, ayer, como quien dice, llega Vattimo y nos trae este Adiós a la Verdad. La Verdad. ¿Y qué es la Verdad? Es la pregunta que le hizo Poncio Pilatos, prefecto romano de Judea, a Jesús, cuando este le dijo que había venido al mundo para dar testimonio de la verdad. La pregunta que Nietzsche se volverá a hacer casi dos mil años después en Así habló Zaratustra. Desde Pilatos, incluso mucho antes, desde el nacimiento del pensamiento racional, de la filosofía, hasta el filósofo alemán, se había aceptado, al menos mayoritariamente, que la verdad era, como había establecido Aristóteles en la Metafísica, decir que lo que es, es, y lo que no es, no es. Era esa adequatio rei et intellectus de Tomás de Aquino. La Verdad como correspondencia. Existía la verdad, y esta era una entidad sustantiva, objetiva, esencial, intangible e invariable. Estaba ahí independientemente de nuestras voliciones.
Pero a partir de Nietzsche se va generalizando la idea de que no existe la Verdad y que, como mucho, más que de verdad, se ha de hablar de verdades. Unas verdades que son vistas como constructos sociales: como algo que varía según el criterio de las comunidades, los grupos o los individuos. Las verdades se convierten, entonces, en pactos entre individuos. En convenciones. En metáforas. En ilusiones de las que se ha olvidado que son ilusiones. En fin, no son más que invenciones. Pero este relativismo epistemológico, tan extremo, hasta el punto de alcanzar un subjetivismo exacerbado, afianzado posteriormente por Heidegger, por Foucault y, cómo no, por Vattimo, sobre todo, no es nuevo. Tampoco es nuevo. Sócrates ya se las tuvo que ver con el relativismo de Protágoras y con el de Gorgias, y también, posteriormente, Platón y Aristóteles combatieron el relativismo radical de Pirrón. Lo nuevo es la importancia que ahora adquiere. Su hegemonía. Con esta preponderancia del relativismo epistemológico entramos, sin darnos cuenta, de puntillas casi, en la era de la posverdad. En este tiempo nuevo, la Verdad ya no existe, o si existe ya no cuenta, la hemos despedido, y así nos liberamos de su violencia. Porque la verdad, según Foucault, aparece vinculada al poder y nos reprime, es opresora, y de ninguna manera resulta compatible con la democracia, con estas sociedades abiertas. Lo que son las cosas, ahora la verdad ya no nos hace libres, como antes, como siempre, sino que, al contrario, nos esclaviza, y defenderla nos convierte en dogmáticos. Me temo que han vuelto los reaccionarios, pero travestidos de progresistas.
Pero negar la Verdad, como hace el relativismo, nos está conduciendo a la irracionalidad, al absurdo, y esto es peligroso, porque amenaza no solo la convivencia entre los hombres sino también la propia existencia humana. Pues ¿cómo se puede vivir sin un puñado de verdades? ¿Es posible vivir sin la verdad, por ejemplo, de que por la autovía están rodando constantemente a toda velocidad vehículos y que si uno cruza probablemente acabe siendo atropellado? No se puede. Cómo tampoco se puede convivir sin un mínimo de veracidad. Si no confío en los demás, en que me dicen la verdad, ¿cómo puedo estar con ellos, hacer cosas con ellos, trabajar con ellos, jugar con ellos, vivir con ellos? Tampoco es posible. Además, la democracia es diálogo, discusión, debate, disputa, conversación, y precisamente por eso el parlamento, donde se habla, se debate, constituye su esencia. Pero si no hay verdad, si cada uno tiene la suya, si no hay algo, por poco que sea, en lo que estemos de acuerdo, algo que todos aceptemos como válido, como verdadero, algo incontrovertible, no relativo, que esté por encima de nuestros deseos, de nuestra voluntad, de nuestras preferencias, que se nos imponga, algo a lo que atenernos, no se dará el auténtico diálogo, donde es posible convencer y ser convencido. Sin esto, como, por ejemplo, la regla que dice que, si una afirmación se adecua a los hechos, hemos de aceptarla como verdadera, aunque nos venga mal, todo diálogo será un falso diálogo, un diálogo de besugos, y el debate resultará inútil, porque se hará imposible la persuasión y el acuerdo. Ante esta imposibilidad, para qué hablar, para qué argumentar, para qué decir nada. Entonces, sí que diremos, también, adiós a la democracia. A la verdadera convivencia.
Pero, más allá de todo esto, sin Dios, sin razón, sin verdad, sin estos anclajes, y otros más, también demolidos, ¿cómo nos sostendremos? ¿A qué nos agarraremos? El resultado es que no hay nada firme. El suelo que pisamos se ha resquebrajado, o se ha vuelto gelatinoso, incluso líquido, y nos hundimos. No encontramos nada a lo que asirnos. Se ha destruido todo. O, si se prefiere, todo se ha deconstruido. Caemos en el vacío. No existe el arriba ni el abajo, ni derecha ni izquierda, no hay puntos cardinales, ni tampoco horizonte. Estamos perdidos. Somos náufragos en el mar del vacío. No sabemos nada. Solo sentimos. Sentir y sentir y sentir. Y más sentir. Nada de pensar. Si acaso, pensamiento débil. Además, tampoco hay luz, solo sombras, lo que hace que las cosas se nos presenten sin contornos definidos, difuminadas, como borrosas. Nada es claro ni preciso. Los textos no pueden ser más abstrusos. Las contradicciones y las ambigüedades campan a sus anchas, sin freno alguno. Algo puede ser esto o cualquier otra cosa. Todo está permitido. Nada está bien, nada está mal. Estamos más allá del bien y del mal. Todo vale. Labilidad total. Lo voluble y lo arbitrario lo llenan todo. Sí, sentimos mucho, pero lo que sentimos es angustia. Angustia porque no avanzamos ni sabemos hacia dónde tirar. Roedores corriendo dentro de la rueda. Chapoteamos en la nada, en nuestro propio miedo. Puro nihilismo. Locura. Barbarie. En esto hemos terminado.
En Astorga, a 13 de noviembre de 2024