Ángel Alonso Carracedo
Miércoles, 11 de Diciembre de 2024

Inversiones e impuestos

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La economía saca pecho en este país. Lo demuestra en que ha desaparecido del debate político. Esta ciencia da lo mejor de sí cuando pasa desapercibida como los buenos árbitros. Eso gustaría pensar, pero debajo de la telilla de nata bucean lacras como la corrupción, mosca cojonera  por doquier en pasado y en presente. A ello se une la insoportable acritud de la mensajería ideológica en los poderes institucionales y sociales, medios de comunicación incluidos, desnortados a cuenta del bulo y la desinformación como valores en alza y cebos de caza de poder.

El silencio es engañoso, y con señal conectada de asechanza. En el totum revolutum del gallinero excitado se agradece, no obstante, cercenar, por ahora,  esta vía de desagüe pasional que tanto juego maligno da de sí cuando vienen mal dadas. Las tensiones inflacionistas recientes corroboran que si los números no cuadran, la algarabía está servida desde parcelas corporativas y callejeras.

 

El Gobierno enseña musculatura en el apartado de los números. La oposición parece otorgar con su silencio, a lo mejor porque está encelada en vociferar la dimisión de todo lo que implique gestión de gobierno. Parece que callar, otorga. Las estadísticas que, según posición, unos leen en clave de ciencia exacta, y otros, asidos a la lírica o dramática de los dígitos, acompañan a la satisfacción de las élites y a la indignación de las capas bajas de la sociedad. La inversión especulativa canta; los servicios sociales, sollozan. 

 

La economía de este país se ha aupado en los últimos años, a la sombra de las teorías neoliberales, sobre el único impulso de la macroeconomía. Es realidad que  magnitudes como el PIB, el paro, la formación bruta de capital y los índices de confianza, visten  galas estadísticas de festejo. Pero la microeconomía, la pata social y ciudadana de la riqueza nacional, se ha dejado al albur del mercado, donde las abstracciones numéricas y porcentuales de las rúbricas grandilocuentes anestesian la indignación.

 

No es de recibo que una economía que presume de navegar a velocidad de crucero y es ejemplo para registros de los países del entorno, arrastre como lacra la atadura emancipadora de la generación del relevo, porque la vivienda es de acceso imposible para una juventud minusvalorada en cualificación y retribución, condenada al exilio.

 

No por ser tópico merece olvido el hecho de que servicios esenciales a la comunidad como la sanidad y la educación estén en caída libre de eficiencia y atención porque el prestigio, antaño, de la iniciativa pública se haya dejado en manos de los criterios de rentabilidad de los capitales privados.

 

Demostración insultante es la parcela de la enseñanza universitaria, modélica antaño en la gestión pública, y laberíntica y clasista hoy, siendo amables, en el crecimiento sin orden de las iniciativas del lucro. La enseñanza como negocio. Si los clásicos del saber y del pensamiento levantaran la cabeza...

 

El cosmopolitismo didáctico de los viajes se ha desmoronado con la grosería del turismo de plaga, sacado como conejo de la chistera, para representar una ficción de lluvia de riqueza con destino exclusivo al bolsillo de los inversores y especuladores. El ciudadano  ni tocará ni olerá los réditos de toda la infraestructura de tejemanejes, para que este año los epulones saquen pecho de un récord que se acercará a los cien millones de visitantes, con toda la huella de degradación de calidad de vida doméstica que este abuso conlleva.

 

La economía es una lente bifocal. Por arriba del cristal, la nave inversora marcha viento en popa. Por abajo, la imagen de esos bajos es la de la irritación latente que se empieza a desperezar con manifestaciones masivas en la calles de varias ciudades por los abusos de la llamada indiscriminada de capitales al panal de rica miel con que se dibuja este país en irresponsable demostración de pelotazo. Una economía nacional con estos desequilibrios está desenfocada o desequilibrada. Su termómetro es el contento de la población, y éste, está todavía lejos de muchas capas sociales. Menos lobos, Caperucita.

 

Mientras tanto, se abre en canal el debate sobre una fiscalidad justa y progresiva. Aquí están los caudales de la ciudadanía para sus servicios. Es su caja fuerte, puede que nutrida, pero a repartir entre muchos con criterios de equidad, no como los dividendos de especuladores, dinero para la avaricia, distraído de la inversión productiva, la genuinamente solidaria. En los impuestos no hay empacho en ponerlos en almoneda. Sectores que presentan beneficios netos de sonrojo, no cesan en cuestionar que es insoportable la presión fiscal, al tiempo que presentan ganancias récord en sucesión continua de varios ejercicios. Insultan con ese desprecio a la justicia del reparto colgado del principio distributivo de dar más el que más tiene.

 

La catástrofe de la dana de Valencia ha televisado en directo la necesidad de una fiscalidad equilibrada, la que ayuda a la colectividad a llegar donde no lo hace, o no puede, la individualidad. Las ayudas han salido de las arcas del Estado  y de la generosidad sin trueques de la población que, en su habitual todos a una, cuando vienen a malas, no racanea el esfuerzo de rascarse el bolsillo con las monedas que no le sobran. Los impuestos son el medio de llamar a las ayudas justicia y no caridad.

 

La economía de la riqueza acalla la boca de los políticos. La economía de la calle  empieza a soltar la lengua de los ciudadanos. Ya se han oído los primeros aldabonazos. Habrá que atenderla. Si se desboca, economía será sinónimo de tragedia.

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