A propósito de un regalo
“Leer es siempre un traslado, un viaje,
un irse para encontrarse. Leer,
aun siendo un acto comúnmente sedentario,
nos vuelve a nuestra condición de nómadas”.
(Antonio Basanta. Leer contra la nada)
![[Img #70833]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/01_2025/1417_7881_dgjgwv6waaand2q.jpg)
Ayer, un amigo me regaló media docena de libros. Todos buenos. Joyas de la literatura. Más aún, algunos son verdaderas cumbres literarias. Estaban en el piso que había comprado su hijo y los iban a tirar al contenedor. Pero se acordó de mí y me los trajo. Él no los quería. “Tienen la letra muy pequeña, y además ya los tengo en formato digital,” me dijo. Yo se lo agradecí en el alma y los subí para casa. Después, marché con él a dar un paseo, como hacemos muchas tardes, aunque haga algo de frío, o amenace lluvia. Y ya no hablamos más de los libros.
Por la noche, cuando llegué a casa, mientras esperaba la cena, no aguanté más y les eché un vistazo. Una vez que vi la portada de todos, tomé uno de ellos, el que me pareció, y, aunque ya lo había leído, me hizo ilusión tenerlo otra vez entre mis manos y desplegarlo. Se abrió como abre un pájaro las alas. La letra era diminuta. Tenía razón mi amigo. Pero no me importó, y releí unos párrafos, que me resultaron deliciosos, más todavía que cuando los leí por primera vez, hace ya de eso no sé cuánto tiempo, una eternidad. Cuando terminé con este, me fijé en otro con un título que ignoraba pero cuyo autor era de sobra conocido. Tenía las pastas duras y ajadas. Era un libro viejo. La primera edición se remontaba a 1970. ¡Ya ha llovido! Me recordó a aquellos libros de lectura que teníamos en la escuela y que el maestro nos obligaba a coger para leer en casa.
Pero esos libros yo apenas los leía, no pasaba de la segunda página, a veces incluso no terminaba ni la primera, y eso que me moría de ganas por conocer las historias que yo suponía que debían de contener en su interior, entre todas esas páginas, numerosísimas, abarrotadas de palabras, tan cerca las unas de las otras, casi tocándose. La razón es que yo era un niño muy activo, de jugar al aire libre, aventurero, idealista, soñador, de no parar un momento, y carecía, por lo tanto, de paciencia para seguir la carrera de aquellas palabras y remontar tanto renglón apretado. Para mí eso no era. Prefería ver las películas de la tele, donde todo ocurría rápido, y además resultaba mucho más cómodo, pues apenas había que esforzarse, ya que bastaba con mirar.
Sin embargo, pese al paso del tiempo, aquel deseo de niño no se ha extinguido, sigue aún conmigo, y al ver ese libro se me avivó, no pudiendo menos que abrirlo con delicadeza por la primera página. Otro pájaro a punto de echar a volar. También letra minúscula y apretada. Tal vez más que la del anterior. Le volví a dar la razón a mi amigo. A pesar de ello, no me dejé vencer por el desánimo y comencé a leer. Lo hice sin saber hasta dónde podría llegar. Leí la primera frase: me gustó. Leí la segunda: me gustó más. Leí la tercera: maravillosa. Acabé leyendo todo el párrafo: increíble. Solo por ese párrafo, o incluso por una sola de sus frases, pensé, valía la pena comprar ese libro, gastarse unos euros, los que fueran. Como tenía que ir a cenar, no leí más, cerré el libro y lo coloqué amorosamente en la balda de la estantería. Mientras cenaba, de cuando en cuando, me venía a la cabeza alguna de aquellas frases y no me dejaba seguir con normalidad la conversación con mi mujer. Cuando terminé de cenar, volví a coger el libro y continué leyendo. Leía despacio, sin prisa. Pacientemente, casi con ternura, iba saltando de palabra en palabra, de frase en frase, de párrafo en párrafo, de página en página, así hasta consumir el primer capítulo. Sin darme cuenta, había iniciado un viaje, una aventura. A lomos de las palabras no solo transitaba por largos y sinuosos caminos, o cruzaba ríos de aguas bravas, o penetraba bosques espesos, o atravesaba extensas praderas, o vagaba por áridos desiertos, o remontaba abruptas cordilleras, o navegaba por mares y océanos, o llegaba a lejanas ciudades, o conocía mujeres hermosas, bellísimas, sino que también recorría los senderos interiores de otras almas, de otros corazones, y me topaba con ideas y emociones nuevas. Con otros miedos, otras angustias, otros dolores, otros placeres. Con otras tristezas. Otras vidas. Otras vidas que me hablaban de mi vida. Porque leía como quien sueña, como quien siente, como quien ama, como quien goza, o se duele. Como quien vive de verdad, intensamente, arriesgándolo todo, todo a todas horas, siempre. Leía con las entrañas. Con toda el alma. En realidad, sin ser tampoco consciente de ello, estaba haciendo un viaje interior al fondo de mí mismo. A mi corazón. Un viaje hacia la belleza. Ya sin retorno. El mejor viaje que se puede hacer.
Cuando lo acabe de leer, que aún me falta, lo pondré en la estantería donde tengo los mejores libros, los que no puedo olvidar. Lo dejaré como se deja a la paloma en el nido. Con sumo cuidado. Y algunos días lo iré a ver, tal vez lo abra, lea algo, por donde cuadre, y entonces, si eso ocurriera, me acordaré de la historia que contiene, de ese amor, y de nuevo veré aquellos labios tan frutales, sentiré aquellos besos profundos, oiré aquella voz, me tocará aquel corazón. Pero también, nuevamente, sufriré al ver cómo todo eso abandona al amante, lo deja solo, vacío, desolado, languideciendo, como ocurre siempre que el amor se va. Se pierde definitivamente. Se muere.
Nada de esto le he contado a mi amigo, ni a nadie, para no parecer ridículo o pretencioso. Me lo callo y lo llevo conmigo. Lo gozo, lo sufro. Lo padezco solo, y en silencio. Lo que se hace a menudo cuando se vive. Y eso es todo, nada más, pero también nada menos.
En Astorga, a 26 de diciembre de 2024
Catalina Tamayo
un irse para encontrarse. Leer,
aun siendo un acto comúnmente sedentario,
nos vuelve a nuestra condición de nómadas”.
(Antonio Basanta. Leer contra la nada)
Ayer, un amigo me regaló media docena de libros. Todos buenos. Joyas de la literatura. Más aún, algunos son verdaderas cumbres literarias. Estaban en el piso que había comprado su hijo y los iban a tirar al contenedor. Pero se acordó de mí y me los trajo. Él no los quería. “Tienen la letra muy pequeña, y además ya los tengo en formato digital,” me dijo. Yo se lo agradecí en el alma y los subí para casa. Después, marché con él a dar un paseo, como hacemos muchas tardes, aunque haga algo de frío, o amenace lluvia. Y ya no hablamos más de los libros.
Por la noche, cuando llegué a casa, mientras esperaba la cena, no aguanté más y les eché un vistazo. Una vez que vi la portada de todos, tomé uno de ellos, el que me pareció, y, aunque ya lo había leído, me hizo ilusión tenerlo otra vez entre mis manos y desplegarlo. Se abrió como abre un pájaro las alas. La letra era diminuta. Tenía razón mi amigo. Pero no me importó, y releí unos párrafos, que me resultaron deliciosos, más todavía que cuando los leí por primera vez, hace ya de eso no sé cuánto tiempo, una eternidad. Cuando terminé con este, me fijé en otro con un título que ignoraba pero cuyo autor era de sobra conocido. Tenía las pastas duras y ajadas. Era un libro viejo. La primera edición se remontaba a 1970. ¡Ya ha llovido! Me recordó a aquellos libros de lectura que teníamos en la escuela y que el maestro nos obligaba a coger para leer en casa.
Pero esos libros yo apenas los leía, no pasaba de la segunda página, a veces incluso no terminaba ni la primera, y eso que me moría de ganas por conocer las historias que yo suponía que debían de contener en su interior, entre todas esas páginas, numerosísimas, abarrotadas de palabras, tan cerca las unas de las otras, casi tocándose. La razón es que yo era un niño muy activo, de jugar al aire libre, aventurero, idealista, soñador, de no parar un momento, y carecía, por lo tanto, de paciencia para seguir la carrera de aquellas palabras y remontar tanto renglón apretado. Para mí eso no era. Prefería ver las películas de la tele, donde todo ocurría rápido, y además resultaba mucho más cómodo, pues apenas había que esforzarse, ya que bastaba con mirar.
Sin embargo, pese al paso del tiempo, aquel deseo de niño no se ha extinguido, sigue aún conmigo, y al ver ese libro se me avivó, no pudiendo menos que abrirlo con delicadeza por la primera página. Otro pájaro a punto de echar a volar. También letra minúscula y apretada. Tal vez más que la del anterior. Le volví a dar la razón a mi amigo. A pesar de ello, no me dejé vencer por el desánimo y comencé a leer. Lo hice sin saber hasta dónde podría llegar. Leí la primera frase: me gustó. Leí la segunda: me gustó más. Leí la tercera: maravillosa. Acabé leyendo todo el párrafo: increíble. Solo por ese párrafo, o incluso por una sola de sus frases, pensé, valía la pena comprar ese libro, gastarse unos euros, los que fueran. Como tenía que ir a cenar, no leí más, cerré el libro y lo coloqué amorosamente en la balda de la estantería. Mientras cenaba, de cuando en cuando, me venía a la cabeza alguna de aquellas frases y no me dejaba seguir con normalidad la conversación con mi mujer. Cuando terminé de cenar, volví a coger el libro y continué leyendo. Leía despacio, sin prisa. Pacientemente, casi con ternura, iba saltando de palabra en palabra, de frase en frase, de párrafo en párrafo, de página en página, así hasta consumir el primer capítulo. Sin darme cuenta, había iniciado un viaje, una aventura. A lomos de las palabras no solo transitaba por largos y sinuosos caminos, o cruzaba ríos de aguas bravas, o penetraba bosques espesos, o atravesaba extensas praderas, o vagaba por áridos desiertos, o remontaba abruptas cordilleras, o navegaba por mares y océanos, o llegaba a lejanas ciudades, o conocía mujeres hermosas, bellísimas, sino que también recorría los senderos interiores de otras almas, de otros corazones, y me topaba con ideas y emociones nuevas. Con otros miedos, otras angustias, otros dolores, otros placeres. Con otras tristezas. Otras vidas. Otras vidas que me hablaban de mi vida. Porque leía como quien sueña, como quien siente, como quien ama, como quien goza, o se duele. Como quien vive de verdad, intensamente, arriesgándolo todo, todo a todas horas, siempre. Leía con las entrañas. Con toda el alma. En realidad, sin ser tampoco consciente de ello, estaba haciendo un viaje interior al fondo de mí mismo. A mi corazón. Un viaje hacia la belleza. Ya sin retorno. El mejor viaje que se puede hacer.
Cuando lo acabe de leer, que aún me falta, lo pondré en la estantería donde tengo los mejores libros, los que no puedo olvidar. Lo dejaré como se deja a la paloma en el nido. Con sumo cuidado. Y algunos días lo iré a ver, tal vez lo abra, lea algo, por donde cuadre, y entonces, si eso ocurriera, me acordaré de la historia que contiene, de ese amor, y de nuevo veré aquellos labios tan frutales, sentiré aquellos besos profundos, oiré aquella voz, me tocará aquel corazón. Pero también, nuevamente, sufriré al ver cómo todo eso abandona al amante, lo deja solo, vacío, desolado, languideciendo, como ocurre siempre que el amor se va. Se pierde definitivamente. Se muere.
Nada de esto le he contado a mi amigo, ni a nadie, para no parecer ridículo o pretencioso. Me lo callo y lo llevo conmigo. Lo gozo, lo sufro. Lo padezco solo, y en silencio. Lo que se hace a menudo cuando se vive. Y eso es todo, nada más, pero también nada menos.
En Astorga, a 26 de diciembre de 2024
Catalina Tamayo