Ángel Alonso Carracedo
Miércoles, 15 de Enero de 2025

El lobby de los ofendidos

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La ofensa acapara este presente. Los ofendidos son legión. Los púlpitos digitales se han reproducido como amebas. Se cuantifican en miles de millones. Muchos en el estado de alerta del bramido. No han derivado, que hubiera sido lo deseable, a tribunas de la inteligencia y el debate fructífero en nobleza de intenciones. Al contrario, se revelan como plataformas que vomitan sin descanso las afrentas de cualquiera en el círculo vicioso del insulto y del agravio. Este es el diálogo sin intervalos de las redes sociales, expuestas ya sin careta ética y estética.

Es innegable que la calidad dialéctica de la humanidad se ha venido abajo con estrépito. Comunicar fue a través de la historia un ejercicio de sabiduría; por lo tanto, confiada a una élite y profesión, que dimos en llamar intelectualidad y periodismo, como reconocimiento al poder del intelecto sobre las pasiones y las militancias. Natural que aquel estilo de hacer las cosas no podía impedir el afán polemista de las personas, pero solía estar encauzado en unas reglas de urbanidad y respeto, hoy perdidas en este marasmo de voceríos e histerias emocionales.

 

La calidad comunicativa siempre será el termómetro de los valores de la sociedad. El intercambio de información nunca fue perfecto, pero estaba embridado por el contrato social, no escrito, de la confianza en que los medios actuarían en su papel de entretener, formar, culturizar y controlar los excesos de poder. Aquel propósito ha saltado por los aires. La razón ha degenerado a instinto.

 

Todos y cada uno ya tenemos la tribuna desde la que ejercer como oradores en esas redes sociales. No se pierda la doble acepción del término red como sistema de transmisión y como utensilio para atrapar o enredar. Las palabras han abdicado de su condición pedagógica para involucionar al grito, el primer estadio de la ofensa. Todo insulto necesita del envoltorio del alarido. Miles de millones de personas chillando al unísono por la laberíntica red de comunicaciones que ha maniatado el criterio propio, han sobrepasado a velocidad supersónica la loable intención de hablar y contraponer con respeto, no reñido ni con ironía ni con convencimiento.

 

Así las cosas, la ofensa ya dispone de imparables ejércitos de ofendidos, dispuesto a ejercer de lobby o grupo de presión con el que invadir voluntades desde las ocurrencias más disparatadas y pasionales. A la racionalidad y el sosiego, enemigos declarados, ni agua. Atrás ha quedado la Navidad que, por ser tiempo de sensibilidades a flor de piel, ha enardecido sentimientos antaño nobles, ahora manipulados y empaquetados por las lacras de un feroz individualismo, aupado por nuevos profetas de estilos de vida que no complementan, solo profundizan en el odio al diferente y a lo diferente.

 

De estas factorías de miseria moral salió la aberración de las descalificaciones a la designación de una animadora de visible obesidad para copresentar las campanadas de Nochevieja en la televisión pública. Las redes ardieron en su naturalizado fuego inquisitorial con ofensas e insultos a una persona legitimada a adoptar la presencia física de su gusto o necesidad, sin sometimiento a los dictados de los influyentes. Y si una característica física viene impuesta por la naturaleza, conservemos por encima de todo nuestros rasgos de humanidad. Seguir en esta degradación abocará a tiempos en que los discapacitados sean objeto de befa, como prefacio del regreso de la brujería maléfica, traducida en el dominio teórico del hombre o raza superior, de cuyas consecuencias, probados testimonios ha dejado la historia clásica, moderna y contemporánea.

 

La ofensa programada, dirigida a sentimientos presentados bajo el tapiz de lo absoluto, cargada de subjetivismo, fruto de una mercadotecnia pulidora de conciencias y de abstracciones, ha sido la mecha que ha encendido la pólvora de todos los belicismos. Una paz mal cerrada en la I Guerra Mundial, y la conveniente explotación en el espantajo del patrioterismo, dio lugar dos décadas después a otro conflicto saldado con casi el cuádruple de víctimas mortales respecto al precedente, previo encaje de la masa creciente de ofendidos en el ideario de su aborrecible totalitarismo. Entonces bastó el mensaje oral de las sinrazones.

 

El poder difusor de la ofensa para reclutar ofendidos se ha multiplicado exponencialmente con el concurso de las redes sociales y el continuo germen de portavoces individuales de lo suyo. Las caretas van cayendo. En el núcleo de este planeta ya opera a cara descubierta un conmilitón del nuevo emperador electo. Se va sumando la cohorte exclusiva de supermillonarios tecnológicos. Al que la tiene más larga, se le rinde pleitesía por la pobreza moral de tener solo dinero, mucho, el que más en este mundo. Invirtió una milmillonada en dólares para hacerse con una firma dominante en este negocio de dominio de voluntades: los resultados en influencia política, social y económica, ésta última en forma de ir llenado todavía más su colosal hucha, no se han hecho esperar más que un par de años.

 

La magnitud impostada de la ofensa es el caldo de cultivo. De cuantos más agraviados se dispongan, la acción de lobby arrastrará mejor hasta cotas de poder que hasta ahora no se han imaginado a la luz del sol, aunque en la sombra se detectaran, desde siempre, más que indicios. Las redes sociales son el instrumento de una religión laica. Barruntamos los efectos que en un sistema o civilización puede tener una divinidad visible y palpable. Hacia ella vamos, si no estamos.

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