Tarde de domingo
“A los hijos alienados, para que
siempre recuerden que no están solos
y que son queridos incondicionalmente
a través del silencio y la distancia.”
“A los padres excluidos y robados, para que
siempre recuerden que sus hijos
pueden haberlo perdido todo…
…menos la memoria…”
(Dedicatorias)
![[Img #71101]](https://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2025/5148_imagen-de-whatsapp-2025-02-10-a-las-102118_98f29d5b.jpg)
Entró y se acomodó en el primer asiento que vio libre. No reparó en más. El vagón venía casi vacío; solo estaban él y otras cuatro o cinco personas. Nadie hablaba, todos guardaban silencio. Cada uno iba en su mundo. En el regazo, pegado a su seno, reposaba el libro, asido por sus manos con firmeza y a la vez delicadamente, lo mismo que si llevara consigo un tesoro. Por el cristal de la ventanilla se veía al sol –el sol de principios de febrero, aún exánime, tímido, vacilante– recostándose sobre la línea del horizonte, donde se tocan el cielo y la tierra, allá lejos. El traqueteo metálico del Cercanías se percibía nítido. Era igual que un arrullo. Cerró los ojos, y fue como ir en barco. En uno de esos maravillosos galeones de las historias –todavía no olvidadas del todo– que le contaba su padre cuando era pequeño. Se las contaba todas las noches en la cama para que se durmiera. Lo hacía a media voz y con una de sus enormes manos entre sus manos pequeñas de niño. Y así, dulcemente, confiado, se dormía.
Su padre. Venía de verlo. No lo sabía nadie, y no quería que nadie se enterara, sobre todo no quería que le llegara a oídos de su madre o de alguno de sus hermanos. Lo reñirían. “Pero cómo se te ha ocurrido hacer esa barbaridad, no conoces de sobra que…”, le reprocharían, implacablemente, casi a gritos. Y él, avergonzado, no encontraría dónde meterse, dónde ocultarse. Sería terrible. Lo peor que le podría pasar.
La verdad es que no se explicaba qué le había llevado a tomar esa decisión tan loca, lo que le había conducido a desobedecer. La curiosidad. No, fue algo más, algo que le venía de dentro, de las mismas entrañas, tal vez del corazón; algo extraño que siempre lo ha acompañado y que no acierta a decir exactamente lo que es. Ese algo, inexplicable, y no otra cosa, no su rebeldía, ni sus ganas de llevar la contraria, de fastidiar, fue lo que le impidió bloquearle el número de su móvil; lo que le hizo también abrir un día aquel WhatsApp, y luego, no hace tanto, a atreverse a contestarle; a iniciar pequeñas conversaciones. Para, finalmente, acabar quedando con él esta tarde de domingo, tan buena, pero aún fría, y corta. Es posible, piensa, que lo haya embaucado y que su madre tenga razón. “Es malo, y además es un farsante, un mentiroso compulsivo, un animal, lo peor de lo peor”, escuchaba decir a menudo en casa, cuando por cualquier razón se aludía a él, que no eran pocas las veces a lo largo del día, si bien, con el paso del tiempo, cada vez se hacía menos. Pero lo cierto es que hoy no ha visto en su padre a nadie malo; al contrario, le ha parecido una buena persona; un hombre cariñoso, sensible, comprensivo, amable, incluso en algún momento simpático, como lo ha recordado siempre, aunque no se haya atrevido a decirlo nunca por miedo a que lo tildaran de tonto, de imbécil: “Tú eres tonto, no te enteras de nada, te la dan todos con queso.” Este temor no le ha dejado compartir con nadie, tampoco con sus amigos, ni siquiera con su chica, que de pequeño su padre lo llevaba sentado en sus hombros, como a caballo; que iban juntos los domingos por la mañana al rastro a intercambiar cromos de fútbol; que a veces venían también sus hermanos; o que por la noche siempre lo llevaba él en brazos a la cama, donde antes de dormirse le contaba las historias más fascinantes que jamás ha oído. Y ahora, justamente, le venía a la memoria esa historia que su padre una noche, cansado, sin ganas para recordar nada, para imaginar nada, tal vez por el trabajo, tal vez por las continuas discusiones con su madre, le leyó de un libro viejo, que conservaba de cuando él en su pueblo iba a la escuela. Pese a todo, le pareció una historia muy divertida y le hizo reír tanto que estuvo a punto de desvelarlo. Es la historia del rey que iba por la calle sin ropa, como Dios lo trajo al mundo, y nadie, por temor a contrariarlo, se atrevía a decir que el rey iba desnudo. A contar la verdad. La pura verdad.
Esta tarde de domingo, quizá la mejor tarde de su vida, de toda su vida, paseando con él por un parque de las afueras de la ciudad, por sus anchos senderos, a veces a la sombra, a veces al sol, siempre a su lado, despacio, con tranquilidad, advirtió también en su figura cierta fragilidad, y un algo de cansancio, de abatimiento quizá, como si ya no pudiera más y se estuviera rindiendo a la vida, pese a que todavía no es tan mayor, apenas pasa de los sesenta, que lo sabe bien, lo ha calculado. Sin embargo, su mirada, sin duda triste, y un poco desconfiada, poseía un brillo. Era un brillo que parecía nuevo, de días, como mucho de una semana, no más. Ese brillo se acentuó, casi hasta desvanecer la tristeza, cuando en la última parada, junto al estanque, le regaló un libro que sacó del bolso que llevaba en bandolera. En el agua serena, se reflejó el libro, la contraportada, su color sepia, y la mano tendida entregándoselo. Fue solo un segundo, porque uno de los patos, al lanzarse al estanque, rompió su espejo y todo se quebró en mil pedazos. Estalló. Cuando el agua volvió de nuevo a ser de cristal –entonces el pato nadaba lejos– ya no se vio nada, solo el azul pálido del cielo, y en ese azul la huella blanca de la luna. Ellos ya no estaban. Se habían ido cada uno por su lado. No pudo vencer la tentación de girar la cabeza. Lo vio alejarse, y sintió como un pinchazo, un desgarro, algo que se rompe, que duele, en su vientre, donde siempre se le meten los nervios cuando siente que algo no va bien. Para atenuar ese dolor sus manos se aferraron tenazmente al libro.
En este momento, está abriendo el libro. Lo hace por la primera página. La pasa. Llega a una página donde hay una dedicatoria. Se detiene en ella, y ve escrito su nombre y el de sus hermanos. “Nadie en su sano juicio dedica nada a quien no ama”, se le ocurre pensar. Es un pensamiento que se le impone, que lo domina, que no puede desprenderse de él, que lo come por dentro. Después, con la mirada empañada, casi ciega, busca el comienzo del libro, el primer capítulo. Lee: “Padre nos había regalado un aparato de radio alemán Telefunken, un lujo que apenas…” Y esas palabras, y todas las demás que le siguieron, que no salen de su boca, sordas, resuenan en el interior de su cabeza como el sonido de una campana nueva. Como un presagio. El presagio de un nuevo amanecer.
En Astorga, a 25 de enero de 2025
Catalina Tamayo
siempre recuerden que no están solos
y que son queridos incondicionalmente
a través del silencio y la distancia.”
“A los padres excluidos y robados, para que
siempre recuerden que sus hijos
pueden haberlo perdido todo…
…menos la memoria…”
(Dedicatorias)
Entró y se acomodó en el primer asiento que vio libre. No reparó en más. El vagón venía casi vacío; solo estaban él y otras cuatro o cinco personas. Nadie hablaba, todos guardaban silencio. Cada uno iba en su mundo. En el regazo, pegado a su seno, reposaba el libro, asido por sus manos con firmeza y a la vez delicadamente, lo mismo que si llevara consigo un tesoro. Por el cristal de la ventanilla se veía al sol –el sol de principios de febrero, aún exánime, tímido, vacilante– recostándose sobre la línea del horizonte, donde se tocan el cielo y la tierra, allá lejos. El traqueteo metálico del Cercanías se percibía nítido. Era igual que un arrullo. Cerró los ojos, y fue como ir en barco. En uno de esos maravillosos galeones de las historias –todavía no olvidadas del todo– que le contaba su padre cuando era pequeño. Se las contaba todas las noches en la cama para que se durmiera. Lo hacía a media voz y con una de sus enormes manos entre sus manos pequeñas de niño. Y así, dulcemente, confiado, se dormía.
Su padre. Venía de verlo. No lo sabía nadie, y no quería que nadie se enterara, sobre todo no quería que le llegara a oídos de su madre o de alguno de sus hermanos. Lo reñirían. “Pero cómo se te ha ocurrido hacer esa barbaridad, no conoces de sobra que…”, le reprocharían, implacablemente, casi a gritos. Y él, avergonzado, no encontraría dónde meterse, dónde ocultarse. Sería terrible. Lo peor que le podría pasar.
La verdad es que no se explicaba qué le había llevado a tomar esa decisión tan loca, lo que le había conducido a desobedecer. La curiosidad. No, fue algo más, algo que le venía de dentro, de las mismas entrañas, tal vez del corazón; algo extraño que siempre lo ha acompañado y que no acierta a decir exactamente lo que es. Ese algo, inexplicable, y no otra cosa, no su rebeldía, ni sus ganas de llevar la contraria, de fastidiar, fue lo que le impidió bloquearle el número de su móvil; lo que le hizo también abrir un día aquel WhatsApp, y luego, no hace tanto, a atreverse a contestarle; a iniciar pequeñas conversaciones. Para, finalmente, acabar quedando con él esta tarde de domingo, tan buena, pero aún fría, y corta. Es posible, piensa, que lo haya embaucado y que su madre tenga razón. “Es malo, y además es un farsante, un mentiroso compulsivo, un animal, lo peor de lo peor”, escuchaba decir a menudo en casa, cuando por cualquier razón se aludía a él, que no eran pocas las veces a lo largo del día, si bien, con el paso del tiempo, cada vez se hacía menos. Pero lo cierto es que hoy no ha visto en su padre a nadie malo; al contrario, le ha parecido una buena persona; un hombre cariñoso, sensible, comprensivo, amable, incluso en algún momento simpático, como lo ha recordado siempre, aunque no se haya atrevido a decirlo nunca por miedo a que lo tildaran de tonto, de imbécil: “Tú eres tonto, no te enteras de nada, te la dan todos con queso.” Este temor no le ha dejado compartir con nadie, tampoco con sus amigos, ni siquiera con su chica, que de pequeño su padre lo llevaba sentado en sus hombros, como a caballo; que iban juntos los domingos por la mañana al rastro a intercambiar cromos de fútbol; que a veces venían también sus hermanos; o que por la noche siempre lo llevaba él en brazos a la cama, donde antes de dormirse le contaba las historias más fascinantes que jamás ha oído. Y ahora, justamente, le venía a la memoria esa historia que su padre una noche, cansado, sin ganas para recordar nada, para imaginar nada, tal vez por el trabajo, tal vez por las continuas discusiones con su madre, le leyó de un libro viejo, que conservaba de cuando él en su pueblo iba a la escuela. Pese a todo, le pareció una historia muy divertida y le hizo reír tanto que estuvo a punto de desvelarlo. Es la historia del rey que iba por la calle sin ropa, como Dios lo trajo al mundo, y nadie, por temor a contrariarlo, se atrevía a decir que el rey iba desnudo. A contar la verdad. La pura verdad.
Esta tarde de domingo, quizá la mejor tarde de su vida, de toda su vida, paseando con él por un parque de las afueras de la ciudad, por sus anchos senderos, a veces a la sombra, a veces al sol, siempre a su lado, despacio, con tranquilidad, advirtió también en su figura cierta fragilidad, y un algo de cansancio, de abatimiento quizá, como si ya no pudiera más y se estuviera rindiendo a la vida, pese a que todavía no es tan mayor, apenas pasa de los sesenta, que lo sabe bien, lo ha calculado. Sin embargo, su mirada, sin duda triste, y un poco desconfiada, poseía un brillo. Era un brillo que parecía nuevo, de días, como mucho de una semana, no más. Ese brillo se acentuó, casi hasta desvanecer la tristeza, cuando en la última parada, junto al estanque, le regaló un libro que sacó del bolso que llevaba en bandolera. En el agua serena, se reflejó el libro, la contraportada, su color sepia, y la mano tendida entregándoselo. Fue solo un segundo, porque uno de los patos, al lanzarse al estanque, rompió su espejo y todo se quebró en mil pedazos. Estalló. Cuando el agua volvió de nuevo a ser de cristal –entonces el pato nadaba lejos– ya no se vio nada, solo el azul pálido del cielo, y en ese azul la huella blanca de la luna. Ellos ya no estaban. Se habían ido cada uno por su lado. No pudo vencer la tentación de girar la cabeza. Lo vio alejarse, y sintió como un pinchazo, un desgarro, algo que se rompe, que duele, en su vientre, donde siempre se le meten los nervios cuando siente que algo no va bien. Para atenuar ese dolor sus manos se aferraron tenazmente al libro.
En este momento, está abriendo el libro. Lo hace por la primera página. La pasa. Llega a una página donde hay una dedicatoria. Se detiene en ella, y ve escrito su nombre y el de sus hermanos. “Nadie en su sano juicio dedica nada a quien no ama”, se le ocurre pensar. Es un pensamiento que se le impone, que lo domina, que no puede desprenderse de él, que lo come por dentro. Después, con la mirada empañada, casi ciega, busca el comienzo del libro, el primer capítulo. Lee: “Padre nos había regalado un aparato de radio alemán Telefunken, un lujo que apenas…” Y esas palabras, y todas las demás que le siguieron, que no salen de su boca, sordas, resuenan en el interior de su cabeza como el sonido de una campana nueva. Como un presagio. El presagio de un nuevo amanecer.
En Astorga, a 25 de enero de 2025
Catalina Tamayo