Ángel Alonso Carracedo
Miércoles, 12 de Febrero de 2025

Banalizar el bien

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No ha llegado a un mes de ejercicio en el poder y ya se ha destapado como la pesadilla  que se esperaba en los terrenos más simples y básicos de la inteligencia. En la antinomia de la razón, su caldo de cultivo, cumple con creces las expectativas de sus paranoias para satisfacción de palmeros con la faltriquera a rebosar. No falta día en que muestre al mundo la supremacía de un ego descomunal cultivado en firmas de decretos al modo de los ucases zaristas, expresión de crucigrama  para la discrecionalidad de los tiranos. Y los televisa en directo como demostración máxima de abyección moral elevada a espectáculo de masas.

Hannah Arendt, intelectual destacada contra el nazismo, resumió en el término banalización del mal, las causas que empujaron al ascenso del execrable régimen de mando de la Alemania de entreguerras. Tres palabras que engloban un periodo histórico en que la condición humana no pudo caer más bajo por la acción ominosa de unos y la mirada a otro lado de casi todos. La crueldad intrínseca de aquellos líderes, prevista muy de antemano, fructificó por la ceguera ante elegías del odio.

 

Donald Trump es la representación de la deshumanización que contagian las fortunas sin otro valor que el dinero amasado en la avaricia de comprar no solo materia. Ya pujan por las mentes de las personas. Y no les ha ido mal con sus instrumentos tecnológicos, muy útiles para instalar la idiocia colectiva.

 

La campaña electoral estuvo salpicada de amenazas de represalia contra los que no siguieron, o simplemente cuestionaron, su estrambótica manera de hacer política,   prensa independiente a la cabeza. A la zaga no le fue el machacón “hagamos grande América otra vez”, cantinela asidua de una toponimia nacional extendida a continental. No hace falta ser experto en la historia para colegir cómo fue engrandecido el USA de las barras y estrellas. Ahí están la limpieza étnica, las cañoneras, los marines, la CIA, la extorsión económica, y listo para entrar en escena, el silo nuclear, posible capricho dactilar de una mirada que congela la sangre.

 

Volvamos a los decretos que compulsivamente ha firmado. Para su rúbrica escenifica una especie de mano de Dios, remedo del dedo divino que insufló vida al hombre, genialidad de Miguel Ángel Buonarroti,  que a toda la humanidad emociona en la capilla Sixtina. La de Trump, en este trampantojo de identidades, es la actitud de un endiosado dueño de vidas y haciendas.

 

No se puede concebir en mente humana, todavía virgen de la lobotomía de su avanzadilla de Silicon Valley, los planes que ha diseñado para la franja de Gaza,  junto a su alma gemela en este sindiós, el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Sobre más de cuarenta mil muertos de la parte más cobarde y miserable de un conflicto, los bombardeos, quiere alzar un complejo turístico que haga las delicias de una patulea de millonarios y sus ostentaciones. Sobre esta crueldad supina, siquiera en fase de pensamiento, emerge la grafía de alguna plaga del Antiguo Testamento, como la conversión en sangre de las aguas del Nilo.

 

Hay rostros que no pueden desdecirse de la malignidad. El de Trump es uno de ellos. De su gestualidad no sale otro mensaje que el de la máxima del sátrapa: el poder para abusar de él. Es el matón del patio de recreo. El que va a la caza y captura de los supuestamente débiles a burlar y despreciar la dignidad de otras fuerzas interiores e invisibles, incapacitado para asimilar. En el fondo es un cobarde, que pisa los callos de quien sabe que puede hacerlo sin riesgo para su mínima hombría. Pero se las tiene muy tiesas con quien detecta que le puede salir respondón. O les otorga amistad de conveniencia (Putin) o se achanta (China). Aún así, no tomarlo en serio es un ejercicio de banalidad.

 

Una alegoría muy estadounidense (es lo que son y, por ende, americanos) se visibiliza en la película de John Ford “El hombre que mató a Liberty Vallance”. Magnífico código para empezar a posicionarse en los entresijos de la administración Trump. El malvado se llama, traducido al español, Libertad, don que desconoce porque avasalla sin tregua personas y normas. Al mismo tiempo, se cuida muy mucho de molestar al hombre íntegro que le confronta, Tom Doniphon (John Wayne). Su respuesta ante él es el silencio, la bajada de ojos y la media vuelta.

 

No le faltan acólitos en sus sucursales. Europa, el tradicional aliado de los USA, presenta nómina de aliados. Acaban de reunirse el último fin de semana en Madrid con la distinción de patriotas. Un curioso patriotismo el de estos políticos que salivan de placer ante quien, si sus intereses económicos lo aconsejan, no dudará en cubrir de aranceles las exportaciones de sus países. Unos patriotas de ultraderecha agrupados en una organización internacional es tan oxímoron como una izquierda pactando con partidos nacionalistas de raíz inequívocamente burguesa. Una instrumentalización destinada, tarde o temprano, a reventar.

 

He titulado “Banalizar el bien”, y me he inspirado en la referencia a sentido contrario de Hannah Arendt. Lo que hoy acaece es una frivolización de las bondades del ser humano, existente y palpables en muchas manifestaciones. La maldad de Trump tiene pistas precisas en actos propios y en la historia. No banalicemos el bien. Es nuestra resistencia.           

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