Ángel Alonso Carracedo
Martes, 25 de Marzo de 2025

Mentiras tecnológicas

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En poco tiempo han salido a la luz rastros indelebles de la nueva era tecnológica caracterizada por la rendición de un culto de latría a promesas utópicas para la humanidad. Si cuando cayó el muro de Berlín, y el neoliberalismo se proclamó vencedor de las maldades de la colectividad y las regulaciones, osamos clausurar la historia, con los resultados que han seguido, no costará imaginar dónde nos puede llevar la inteligencia artificial campando a sus anchas. Seguimos sin escarmentar de los falsos profetas, portavoces ya sin careta de promesas idílicas para todos, pero con ganancias materiales, y qué ganancias, para una élite de millonarios patanes en actitud y aptitud.

En lo que va de este año, y no llega al primer tercio, aquel fin de la historia de la última década del siglo XX ha servido para reescribirla en el lenguaje de la farsa. El liderazgo planetario de una nación se descompone al son de los ocasos imperiales. Eso llega cuando las fortalezas humanísticas y científicas son asaltadas por las miserias de un mercantilismo y su belicismo fraternal, matón e inhumano. En cabeza de esta dramaturgia se coloca el domino contemporáneo de esas tecnologías en identidades personales que sobrecogen y en el terror razonable de artilugios e invenciones que pueden llevar al ser humano a la irrelevancia absoluta. Prometen la inactividad total, el ocio perpetuo. Se eriza el cabello solo de pensar en un destino sin otro final que el tedio universal y la incapacidad para pensar y crear.

 

Me voy a permitir la osadía de remitirme a un libro, objeto funesto de una tecnología vista con los ojos de un progreso estúpido, conveniente y torticeramente manejado por los nuevos aprendices de brujos de la actual burbuja tecnológica. Un libro es el hijo de la imprenta, cuya invención revolucionó su época que, seguro, atrajo cábalas miedosas de sus coetáneos. El tiempo, y los frutos cosechados, colocaron la dulzura del progreso en su dimensión.

 

Lo de ahora es distinto, y retomo la alusión individual del libro, no otro que “Nexus”, el ejercicio de futuro que el ensayista de “best-sellers”, Yuval Noah Harari, practica sobre los riesgos ciertos de la inteligencia artificial. Habrá que golpear de nuevo con el tópico: toda tecnología es neutra en su concepción. La bondad o maldad de su desarrollo se medirá en el uso, hasta ahora de exclusividad humana. Lo que viene se escapa a esos parámetros, al entrar en escena un elemento desconocido con potenciales manipuladores y de conversación entre ellos fuera de cálculo. Se llaman algoritmos, regidores de las nuevas máquinas con capacidad sobrada para sustituir y aniquilar la inteligencia humana. Un reto desconocido para nosotros, pero la ambrosía de cualquier autócrata.

 

Ninguna tecnología ha eludido enseñar la patita. Necesita crecer y el proceso exige visibilidades difíciles de ser camufladas en mentalidades heréticas. Hubo un primer ensayo con el teléfono móvil, panacea de la comunicación rápida, el bienaventurado auxilio a una llamada de socorro. Ahí estaba la magia, innegable. Pero ha dejado los posos, en cuanto pasó a llamarse inteligente, de una sociedad en progresión hacia el ensimismamiento, de mirada fija y unidireccional, ignorante de su entorno. Primera semilla germinada, el individuo separado de su gregarismo. Sin esa sujeción, más manipulable.

 

Segundo escalón, las redes sociales. Presentadas como instrumento de la humanidad en permanente amistad. A los seguidores de este guateque, yo entre ellos, les conquistó la idea. Miles de millones de personas las poblamos, nos desnudamos en ellas, y éstas nos replican con una apropiación indecente de datos para hacer de esa cesión de intimidades el negocio más lucrativo del siglo. El reclamo constante al idilio se ha trastocado en una canalización del vómito biliar, de la descalificación individual y grupal, y de la riada arrasadora de las mentiras que elevan indeseables a las cúspides del poder.

 

Ejemplos generales éstos, pero no faltan los particulares. Uno de ellos, auténtica destilación de militancias primitivas llevadas a uno de sus más conocidos proscenios: el gran estadio de masas que es el deporte. Los gurús proclamaron el mesianismo de las nuevas tecnologías como mecanismo infalible en pro del reparto justiciero sin tacha.  Por llevarlo al orbe del fútbol, ahí están las siglas VAR, de imposible fin de las polémicas. Al revés, se han expandido con su uso y abuso.

 

El culto a la máquina y su cacareada infalibilidad ha caído por vía de los hechos. En la filosofía pasional de este deporte ha emergido la heterogeneidad entre herramienta y humanidad, imposibles, se está demostrando, de coordinar. La velocidad del ingenio no se acompasa a la del ojo humano, y se tiene que recurrir a interpretaciones dificilísimas de discernir. El debate sobre infracciones se dilucida en términos inmensurables como la intensidad del empujón, la accidentalidad de un pisotón o una uña por delante del último defensor. Todo ello favorecido por la cámara lenta, trucaje frecuente de situaciones reales, solo válido, y en foto fija, para pronunciarse con garantías sobre dilemas sin márgenes. El engendro ha logrado encender la acritud, a la postre, el saldo neto, por ahora, de esta adoración a las máquinas.

 

De la manipulación tecnológica debe liberarse de responsabilidad al artilugio. El disparate es responsabilidad humana. Confiar que no llegue hasta el extremo de hacer certera la artificiosidad de la inteligencia. De hacerlo, simplemente, no será inteligencia.

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