Ángel Alonso Carracedo
Jueves, 10 de Abril de 2025

No solo Trump, desgraciadamente

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Ojipláticos parecemos. Donald Trump, el emperador con nombre de pato de la factoría Disney, remeda al dibujo animado de la verborrea ininteligible. Este mal señor del señorío que se supone a la alta política y a la no menos elevada diplomacia, ha impuesto aranceles a todo lo que se mueve en el planeta bajo código de nación o de entidad supranacional. Lo ha hecho ante todo el orbe con los impulsos de un semoviente que ocupa el despacho más icónico del poder. No repara en escenografías y se ayuda de una pizarra profesoral para impartir docencia de matonismo mafioso a la opinión pública.   

Nos caemos de nalgas ante tal osadía. Gente de toda laya  y condición está boquiabierta por la actitud de un fantoche  con antecedentes más que sobrados, para saber que no iba de farol. Enseñó durante cuatro años la pezuña de lobo en el gran ensayo como presidente de los Estados Unidos, que se resistió a abandonar con modos y maneras de generalito de república bananera, cuando las urnas lo mandaron a casa, no a reflexionar, sino a preparar la venganza y el nuevo giro de tuerca a sus insensateces de mal político y peor persona. Es la encarnación más perfecta, desde Hitler, de la miseria moral de la venganza y el resentimiento.  

 

Trump ya ha demostrado ser un repelente. Habría que escarbar hasta el centro de la tierra para encontrarle una cualidad como político y como persona. Pero desde bastante antes de encaramarse al trono imperial, el discurso ha sido, todo él, contrato en letra grande. En el fingimiento sorpresivo de ahora en los afectados, bajo formas de nación y de sus dirigentes, hay tanta irresponsabilidad como la que escenificaron los dos conejos de la fábula, paralizados en la escapada, discutiendo  si la jauría perseguidora eran galgos o podencos.

 

El mandato presidencial de Biden debió ser para Estados Unidos y el resto del mundo un infranqueable cordón sanitario contra lo que era fácil anticipar: que este personaje de guiñol, con la estaca en ristre, reforzada y blindada, retornaría a paranoias ya vislumbradas. En poco menos de un trimestre, no ha faltado día para el sobresalto. Es un récord que, sin llegar a cien días, nuestra rutina se haya contagiado de la angustiosa sensación de estar peor que antes. Y eso que la casilla de salida no era para echar cohetes. Al ramaje del primer Trump le han salido pimpollos de pesadillas.

 

Trump es un pecado de la acción, la mala acción. Pero en el revés de esta moneda se revelan otros yerros, cuya penitencia ya se paga con el auge de las extremas derechas ultranacionalistas en buena parte de Europa, junto al efecto contagio de una más que previsible reedición de la doctrina Monroe (América para los americanos, sin precisar qué América y qué americanos) en las tres áreas del continente: norte, central y sur.

 

La democracia que hoy se tambalea lo hace por haberse aletargado con el opio de su conformismo y prefabricada superioridad moral. Los patios traseros del menos malo de los sistemas de gobierno empezaron a contaminarse con los balbuceos del neoliberalismo y sus excesos anexos, con punto y final en unas desigualdades sociales, que elevaron hasta los topes la práctica política de los agravios que, con maestría maligna, han sabido explotar los liderazgos populistas.

 

Es cierto que la mentira organizada a través de redes sociales  ha encontrado cauces para esta avenida de disparates en el debate sociopolítico. El hueco en el muro se abrió por el exceso de egocentrismo de unas prácticas liberales que apuñalaron el genuino significado del término. Los conservadores, convencionalmente la derecha, abrazó el abuso de las riquezas del capital, repudió la necesaria convivencia con su cercano costado opuesto, y vaga seducida por las utilidades electorales del coqueteo con los extremos de su lado. Los progresistas, la izquierda en la casilla del tablero, dimitieron de su protectorado a las clases más desfavorecidas y se enrocaron en las reivindicaciones de lobistas de la victimaria corrección política.

 

Estábamos cansados de la división ideológica entre derechas e izquierdas. La hemos borrado para asentar a continuación una identidad por definir, con racionalidad y sosiego, en los formalismos entre adversarios. Hasta esa palabra se mimetiza en debilidad para el sistema naciente. El envite no puede ser más que entre enemigos. Ese juego malabar es la hipnosis hacia las masas.

 

Nuestra educación política renunció hace tiempo al saludable ejercicio de la autocrítica. Por ese vericueto se puede entender la inacción de las democracias tradicionales ante el advenimiento de Donald Trump. Un charlatán que desde el minuto uno de su irrupción como elefante en cacharrería, ha cumplido puntual todas las amenazas: aranceles, deportaciones, abandono a su suerte a los tradicionales aliados,  ya efectivas. Y a saber lo que guarda en la manga con las anexiones de Groenlandia, Canadá, México…Los políticos de nuestras democracias han debido creer, como explicación a tanta pasividad, que el bravucón sería, a la postre, como ellos: incumplidor compulsivo de programas  electorales. Va a ser que no.

 

La reacción de las democracias a los excesos de la llamada revolución naranja o de la  millonariocracia que amenaza desde el otro lado del océano, antaño amigo, ha llegado tarde y mal. Esperemos no escribir el nunca del cierre definitivo  de la trilogía oral a lo que no tiene solución.

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