Catalina Tamayo
Jueves, 17 de Abril de 2025

A propósito de abrir los cofres

“No son las cosas que nos pasan lo que nos hace sufrir, sino lo que nosotros pensamos de esas cosas”

(Epicteto)


 

Para Inés, que la quiero tanto

 

 

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Gnothi seautón. Este aforismo estaba inscrito en el pronaos del templo de Apolo. El templo de Apolo de la ciudad de Delfos. Sócrates lo hizo suyo en el siglo V a. C. Con ello, instaba a sus conciudadanos atenienses a que se conocieran a sí mismos. A hacer ese esfuerzo. A echarle valor. Mucho tiempo después, en el siglo II d. C., el emperador romano Marco Aurelio escribirá sobre el anakhôrêsis eis heauton: el retiro en uno mismo. Aunque algunos no lo vean, hoy, después de tanto tiempo, casi dos milenios, esto es más que historia, que mera arqueología. Tiene vigencia, vale, sirve, es útil, puesto que, sin duda, se trata del paso previo y necesario para transformarnos. Este examen interior no ha de ser un fin sino un medio para otro fin que está más allá. Para convertirnos en otros seres. En seres mejores y más serenos. Más dichosos. Es en esta perspectiva terapéutica en la que nos sitúa esta exhortación a replegarnos sobre nosotros. Pues no basta con conocernos, debemos también transformarnos. No es en el mundo, ahí fuera, cuyos sucesos no se pueden cambiar porque devienen no según nuestra voluntad sino conforme a la ley de la necesidad, donde hemos de centrarnos y trabajar duro. No, ahí no es; es en nuestro interior, que eso sí que depende de nosotros. Por esa razón, la auténtica alegría, el bienestar duradero, todo lo bueno, lo que de verdad vale, no viene de fuera, sino de dentro, de eso que nosotros podemos controlar. Ante lo de fuera, lo que transciende nuestro poder, sin embargo, solo cabe la indiferencia. Aceptar y nada más.

 

Como si fuera un griego o un romano de la antigüedad, hago caso –o al menos lo intento– a aquellos filósofos: abandono el mundo exterior y me vuelvo hacia mi ciudadela interior, aunque nada más sea por un instante. Ya dentro de mí, busco el palacio de la memoria, donde se hallan los cofres repletos de recuerdos. “Abre tus cofres”, mandaba Plutarco. Y lo hago. Entonces, descubro una multitud y diversidad de recuerdos. Aquí, arriba del todo, está, vivo, como si hubiera ocurrido hoy mismo, apenas hace nada, el recuerdo de cuando, ya hace años, me burlé de aquel chico, y otros recuerdos más, tan vigorosos como este: cuando traicioné a un amigo, cuando no me porté bien con mi madre, cuando me humillaron en el trabajo, cuando tropecé, cuando fui soberbio, cuando volví a tropezar, a caerme. Cuando hice sufrir. Cuando me hicieron sufrir. Todos ellos son recuerdos incómodos y vanos. Espinas que se clavan en la carne del alma. Parecen un museo de lo malo o de lo inútil. Me desprendo de ellos. Los reúno todos en el patio y les prendo fuego. Hago una hoguera. Arden. Para qué los quiero, si no me sirven para nada, y además no me hacen bien; al contrario, me dañan, me hieren. Adiós a todos ellos.

 

Después, rebusco abajo, en el fondo, donde están los mejores recuerdos, marchitos, casi exánimes, y los voy extrayendo, uno a uno, para que les dé el aire y recobren la vida que un día tuvieron. Primero salvo el recuerdo de los días azules y soleados de cuando era niño. Cuando mi padre me llevaba en la barra de la bicicleta, entre sus brazos desnudos, fuertes, y los dos reíamos, locos de contentos, sin motivo, porque sí. Detrás de este, vienen otros más, todos hermosos, tanto que no me explico por qué los tenía tan abajo, ocultos. El último que rescato es el tuyo. El recuerdo de cuando nos conocimos, de cuando me dijiste que me querías, de la primera vez que nos besamos. De todos los besos que aquellos días nos dimos. Lo encuentro tan desvaído, tan descolorido, tan en blanco y negro, que me doy pena de mí mismo y no acierto tampoco a comprender cómo he podido tener algo tan hermoso en ese olvido. En ese abandono. Y me culpo por ello. Dios mío, ¡cómo puede uno llegar a estar tan ciego! ¡A ser tan necio!

 

Este ejercicio no tiene nada que ver con la nostalgia ni con la melancolía, que implican una relación pasiva con el pasado, sino con el reconocerme y reencontrarme conmigo mismo. Con saber de veras quién soy. Con mi identidad. Se trata de un ejercicio sanador. Es como si releyera un libro o volviera a ver una película. De este modo, preservo del olvido lo más valioso de mí, las experiencias cruciales de mi existencia, esas que hacen no solo soportable sino también deseable la vida. Las que hacen, en fin, que haya merecido la pena haber vivido. Haber pasado todo lo malo que se ha pasado. Por eso, pretendo que esos recuerdos permanezcan siempre presentes y vivos en mí. Y los cuido. Los cuido como si fueran un tesoro. Pues, como dice un aforismo epicúreo, recordado curiosamente por Séneca, “el que olvida fácilmente lo bueno de su pasado se hace viejo en ese mismo momento.” Y yo no quiero envejecer tan pronto ni de esa manera tan poco natural. Estos recuerdos me ayudarán a aceptar lo ineluctable, a despedirme serenamente de la vida. Y a hacer más liviano y llevadero el dolor que, mientras tanto, pudiera venir, que casi seguro que venga.

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