Andrés Martínez Oria
Jueves, 06 de Marzo de 2014
Adiós a Leopoldo María, el gran loco
Hace un poco, mientras leía un relato de Pierre Michon, venían a comunicarme la muerte de Leopoldo María Panero. El doctor Manchado, que tutelaba su vida en este tramo final en el Hospital Juan Carlos I de Las Palmas, comunicó al parecer su fallecimiento a las 12:15 de esta noche pasada. Se cierra así la saga de los Panero, a la que me acerqué en mi 'Jardín perdido'. Conocido en amplios sectores por ser hijo del poeta falangista –ahora renacerán todos los tópicos– Leopoldo Panero, por haber sido incluido en la también mediática en su día antología de los 'Nueve novísimos' poetas españoles, de José María Castellet, y ya de manera universal por su presencia en 'El desencanto', el archifamoso film de Jaime Chávarri, ha sido uno de los pocos casos entre nosotros de eso que se ha dado en llamar 'poetas malditos'; quizá en la neblina vaya ahora tras los pasos, salvando las distancias, de Hölderlin, Baudelaire, Gerard de Nerval, Antonin Artaud, Georg Trakl o alguna de aquellas sombras del París de los setenta. Poeta maldito, marginado, loco; pero qué clase de marginación la suya, cuando todos lo reclamaban, quizá para divertirse, y qué clase de locura, cuando siguió escribiendo y publicando y gestionando su vida y su delirio hasta última hora. Quizá la locura de quien se desentiende de un mundo en el que solo se ha sido feliz durante la infancia, si acaso hasta la muerte del padre, a quien amó y negó y maldijo casi al mismo tiempo, en una bipolaridad difícil de comprender desde fuera; quizá su mundo se acabó allí y desde entonces ya solo fue sobrevivir de manicomio en manicomio, escribiendo en la ficción como un espectro que en realidad camina hacia el silencio vacío y gélido de la muerte, la muerte de la que, con su hermano Michi, se burlaba, sentados ambos sobre una lápida del cementerio, en la película de Ricardo Franco, 'Después de tantos años'. Vino la muerte después de haber sobrevivido tan solo cinco días a Ana María Moix, su amor imposible y trastocado de los años de Barcelona; aquellas primeras y definitivas locuras de Barcelona, adobadas de amores irreales, mucho alcohol y otras sustancias, deambulaciones, naipes y poesía. El sueño de una poesía escabrosa y patológica, sucia y excrementicia, apocalíptica y extrema, donde de vez en cuando restallaba una luz fulgurante y única. Escritura en el límite, como la vida. Lo único que nos separa de la muerte es el tiempo, y la espera ha de ser lo más entretenida posible. En su honor, y en este momento, nada mejor podría añadir que lo escrito en otra parte, rememorando la muerte de su madre y un poema espléndido, dedicado a la memoria de su padre, "…consumatum est, se ha consumado su vida, nuestra vida, nada tenemos que hacer después de ella, muerta mamá, solo queda el beso de las buenas noches y el mutis,
Padre, me voy:
voy a jugar en la muerte,
padre, me voy.
Dile adiós a mi madre,
y apaga la luz de mi cuarto:
padre, me voy".
Hace un poco, mientras leía un relato de Pierre Michon, venían a comunicarme la muerte de Leopoldo María Panero. El doctor Manchado, que tutelaba su vida en este tramo final en el Hospital Juan Carlos I de Las Palmas, comunicó al parecer su fallecimiento a las 12:15 de esta noche pasada. Se cierra así la saga de los Panero, a la que me acerqué en mi 'Jardín perdido'. Conocido en amplios sectores por ser hijo del poeta falangista –ahora renacerán todos los tópicos– Leopoldo Panero, por haber sido incluido en la también mediática en su día antología de los 'Nueve novísimos' poetas españoles, de José María Castellet, y ya de manera universal por su presencia en 'El desencanto', el archifamoso film de Jaime Chávarri, ha sido uno de los pocos casos entre nosotros de eso que se ha dado en llamar 'poetas malditos'; quizá en la neblina vaya ahora tras los pasos, salvando las distancias, de Hölderlin, Baudelaire, Gerard de Nerval, Antonin Artaud, Georg Trakl o alguna de aquellas sombras del París de los setenta. Poeta maldito, marginado, loco; pero qué clase de marginación la suya, cuando todos lo reclamaban, quizá para divertirse, y qué clase de locura, cuando siguió escribiendo y publicando y gestionando su vida y su delirio hasta última hora. Quizá la locura de quien se desentiende de un mundo en el que solo se ha sido feliz durante la infancia, si acaso hasta la muerte del padre, a quien amó y negó y maldijo casi al mismo tiempo, en una bipolaridad difícil de comprender desde fuera; quizá su mundo se acabó allí y desde entonces ya solo fue sobrevivir de manicomio en manicomio, escribiendo en la ficción como un espectro que en realidad camina hacia el silencio vacío y gélido de la muerte, la muerte de la que, con su hermano Michi, se burlaba, sentados ambos sobre una lápida del cementerio, en la película de Ricardo Franco, 'Después de tantos años'. Vino la muerte después de haber sobrevivido tan solo cinco días a Ana María Moix, su amor imposible y trastocado de los años de Barcelona; aquellas primeras y definitivas locuras de Barcelona, adobadas de amores irreales, mucho alcohol y otras sustancias, deambulaciones, naipes y poesía. El sueño de una poesía escabrosa y patológica, sucia y excrementicia, apocalíptica y extrema, donde de vez en cuando restallaba una luz fulgurante y única. Escritura en el límite, como la vida. Lo único que nos separa de la muerte es el tiempo, y la espera ha de ser lo más entretenida posible. En su honor, y en este momento, nada mejor podría añadir que lo escrito en otra parte, rememorando la muerte de su madre y un poema espléndido, dedicado a la memoria de su padre, "…consumatum est, se ha consumado su vida, nuestra vida, nada tenemos que hacer después de ella, muerta mamá, solo queda el beso de las buenas noches y el mutis,
Padre, me voy:
voy a jugar en la muerte,
padre, me voy.
Dile adiós a mi madre,
y apaga la luz de mi cuarto:
padre, me voy".