Simón Rabanal Celada
Domingo, 13 de Abril de 2014

Los intelectuales somos todos

Nosotros somos los dueños de nuestro presente. Cobarde el que no lo crea.


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Prolifera el número de asesores en puestos de responsabilidad política, comercial o económica, precisamente para que no peligren sus puestos y las decisiones sean, a la vez que firmes, eficaces. Pero si en lugar de asesores habláramos de valientes intelectuales, perderíamos seguridad y solvencia. El intelectual tiene que buscar un sitio entre el sinfín de reclamos publicitarios y obstáculos comerciales que le impiden dar a conocer sus ideas. El efecto omniabarcante de la crisis económica parece que cambia saber comercializable por déficit cultural. Pero la cultura está ahí y al intelectual no hay que ir a buscarlo muy lejos. ¿Cómo reconocerlo?

A primera vista, el intelectual de hoy se sacude su endiosado yo y se acerca al Otro para escuchar, se le ve que sabe escuchar porque es capaz de atender. Al contrario de lo que hoy se vive entre las personas que entendemos sin escuchar, el intelectual es solidario porque vislumbra las palabras en las que coinciden nuestras ideas. Y así, el saber escuchar se convierte en la escucha de otro saber, el que contiene sabiduría para crecer en libertad, que muestra el poder decisorio de un Yo que se resiste a servir a otro amo. El que sabe escuchar aprende a ser vigilante y a ponerse en guardia contra todo mensaje distorsionador.

El intelectual, atento y receptivo, guarda silencio al pensar, pero se rebela contra aquellos que ven el tiempo del hombre como un pasar el tiempo. No es este nuestro pensar, sino hacernos con nuestro tiempo. Ortega y Gasset tituló precisamente uno de sus libros así, 'El tema de nuestro tiempo'. Hoy el tema sigue siendo el tan usado lema del uso de la razón que, como diría Kant, combate la pereza y la cobardía de los que todavía se ven menores de edad o viven en permanente engaño.[Img #8833]
En la famosa parábola platónica de la caverna los prisioneros no se sienten autoculpables por no ver la verdad hasta que alguien le muestra el error y les abre el camino de la libertad. Tienen una coartada hasta que llegan a entender, pero luego ellos no quieren salir, se encuentran bien. Son egoístas y lo saben.  Es la ceguera de la razón la que esclaviza y la voluntad de servir la que tiraniza. Pero hoy la parábola va más allá. No es tarea de unos pocos liberar al resto. Es tarea común. Diría incluso tarea política. Podría llamarse en términos filosófico “utilizar la razón en los foros y debates públicos, enseñarle los peligros de mantenernos en una sociedad acomodada al que no sabe ver”.

Hoy no se puede mantener esa ceguera –y menos la culpabilidad– porque en ello se la juega nuestra responsabilidad. El uso de la razón ha de hacerse en el trabajo (los que tenemos suerte de tenerlo), pero sobre todo, en la construcción de lo que tiene que ser hoy nuestra sociedad con altura de miras.  Una sociedad así debe evitar la indiferencia frente a nuestros  semejantes. Es preciso pelear para que la libertad de todos entre en el juego de la palabra compartida. Ejemplos tenemos a poco que nos asomemos a la calle. Pero asomémonos.
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El intelectual camina al lado de los que menos saben para enseñar y lo hace a ras de suelo; pero, por lo general, tiene la mirada puesta en esos ideales que viven en sus decisiones. Construir esta nuestra sociedad significa querer salir de la cárcel del presente para empezar a estrenar un nuevo día desde el ámbito de la Sociedad Civil, es decir, aquella que siente el aliento del vecino en tareas que le son comunes, aquella de la que todos formamos parte y desde la que hay que actuar. Ahí está el espíritu de los debates entre las personas, la recuperación de la identidad, la reaparición de lo que llamó Octavio Paz  'la pasión como realidad magnética', esa fuerza que inspiró la sociedad que protestó contra los excesos políticos y económicos, esa sociedad, esas personas que hemos de trabajar por cambiar lo que es querido de verdad. La sociedad que lleva la discusión a la calle y cree en la solidaridad de la razón, que tiene claro sus deberes y que se mira en el espejo de su semejante. Nuestro Estado de Derecho,  el derecho que nos asiste a todos a que nuestro Estado sea nuestro, es la principal tarea. 

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Unamuno creía en una vida de instantes efímeros. Fausto, el personaje de Goethe, quería incluso detener el tiempo en ese instante eterno de felicidad, que solo a él le fue dado disfrutar. Vida privada, en resumen. Desde luego hoy no se trata de detenciones o  instantes felices. Es el tiempo del pensar atento y crítico, el tiempo de la libertad solidaria, el de una sociedad civil que gana el presente con la fuerza de la razón. El tiempo de los intelectuales es el tiempo de todos nosotros, porque para este esfuerzo de crecimiento no hay diferencias; el tiempo en que, a poco que queramos, se demuestra la valentía al elevar a discusión lo que nos muerde por dentro. ¿Ilustración? Sí. De todos. Entender y atender; pertenencia y participación política, o sea, pública. Hay que pensar un poco más en nuestra sociabilidad no vaya a ser que se reduzca a la de seres gregarios. Eso implica hacer de nuestras tareas un espacio público y eso nos invita a cuidar los elementos públicos para no hacerlos perecer tontamente.

Pero urge delimitar la frontera que separa la perplejidad de la osadía: ni la infructuosa misión de verse arrojados a no hacer nada, ni la temeridad del que quiere el rescate de todos. En medio está la civilización de un solo hombre, el que en medio de la niebla sigue para no acabar definitivamente perdido. Sócrates dialoga con cada hombre, con su vecino, eleva sus ideas para ser compartidas y, al socaire de las mismas, el Otro se descubre mi vecino.

Nosotros somos los dueños de nuestro presente. Cobarde el que no lo crea. 

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