Inés Abellaneda
Domingo, 27 de Abril de 2014
Soledades
La persiana no se había bajado del todo, y, por eso, a través de sus rendijas, dispuestas en dos filas paralelas, penetraba la luz, y sobre la pared se proyectaban, alternándose, círculos y óvalos amarillos. Se quedó mirando estas figuras luminosas, atenta a sus lentas, casi imperceptibles, transformaciones: cómo unos círculos se volvían óvalos, y cómo, luego, estos óvalos desaparecían, y cómo iban surgiendo nuevos círculos. Los miraba igual que cuando era pequeña. Entonces, durante las vacaciones, por las mañanas nadie la despertaba, se despertaba sola, y lo primero que veía era unas formas luminosas, semejantes a estas, solo que dibujadas en el armario. Sabía que no había nadie en casa, que sus padres desde hacía tiempo ya estaban en el campo, que estaba sola, y, como para ahuyentar la soledad, se entretenía observando esos dibujos hechos de luz, lo mismo que ahora.
Detrás de su espalda, a su lado, casi rozándole, notó un cuerpo, y por un momento pensó que todo había sido un sueño, un mal sueño. Pero ese cuerpo era el cuerpo de su hijo, su hijo mayor, que anoche, porque tampoco podía dormir, se había acostado con ella. Se levantó, y, mientras se vestía, lo estuvo observando: le costaba creer que fuera tan grande, que hubiera cumplido ya los quince años; pues aún le parecía que ayer mismo lo había llevado en cuello, que lo había tenido en sus brazos, incluso que esta noche le había dado el pecho. Al dejar la habitación, de nuevo lo volvió a mirar y, como si lo viera por primera vez, se dio cuenta de cuánto se parecía a su padre. Son iguales, pensó, y ese pensamiento le produjo un sentimiento extraño, una mezcla de ternura y de rabia.
La casa estaba en silencio. Era un silencio que dolía. Casi a tientas entró en la habitación de los chicos. En aquella penumbra, el pequeño era un bulto negro. Acercó con cuidado el oído a su cara y notó su respiración suave, lenta, acompasada. Dormía como si nada, como si para él nada hubiera cambiado y todo siguiera igual. Antes de salir, besó su cara levemente, apenas rozándole con los labios. Cuando entró en la otra habitación, la niña estaba destapada, boca arriba. Cogió el edredón y cubrió con él su cuerpo menudo, bien proporcionado. Luego, se retiró sin darle un beso, por temor a despertarla: la niña tenía el sueño muy ligero. Pasó al estudio y cerró la puerta. Quería consultar el correo electrónico, entrar en el 'facebook', sacudirse esa congoja con la que despertaba desde entonces cada mañana. Al subir la persiana, una cascada de luz entró violentamente en la estancia, y las cosas, difusas, recuperaron de repente sus formas y sus colores. El cielo estaba azul, azulísimo, brillante, y floridos, hermosos, los árboles de la avenida. Era primavera. Al girarse para encender el ordenador, su mirada se encontró con la estantería. El vacío, la nada, flotaba amenazante sobre las baldas. En el extremo de la última balda, había quedado, caído, como olvidado, un libro. Se acercó y lo tomó en sus manos. Era una novela, de las últimas que él había comprado. Era esa novela que le había gustado tanto, de la que últimamente le hablaba a menudo; era esa que le había recomendado tantas veces, y que, sin embargo, ella nunca leyó, tal vez por falta de tiempo, o de ganas. Con cuidado, abrió el libro por la primera página, como si ahora quisiera empezar a leerlo, y el olor del papel le turbó el alma, le nubló la vista, y no pudo leer nada. Entretanto, entró la niña, frotándose los ojos, medio dormida, y se vio obligada a dejar el libro en la estantería para cogerla en cuello. La apretó con fuerza entre sus brazos, temerosa de que pudiera también perderla. Porque hoy es el primer día de vacaciones, no haré deberes. ¿A que no, mamá?, dijo la niña, confiada.
Al anochecer, empezó a bajar las persianas. La última persiana que bajó fue la del salón. Antes de bajarla, apartó levemente la cortina y miró a través de los cristales de la ventana. Un transeúnte, embutido en su gabán, cruzaba presuroso la calle. Las nubes, que durante toda la tarde habían permanecido dispersas, ahora, ennegrecidas, se agolpaban unas contra las otras, amenazando lluvia inminente. Se levantó un poco de aire y las ramas medio desnudas de los árboles del parque se estremecieron, desprendiéndose algunas hojas ya muertas. Cuando lucieron las farolas, tiró hacia sí de la cinta y la persiana, quejumbrosa, se desplomó. Toda la casa –esa casa extraña, sin alma, sin vida, a la que no acababa de acostumbrarse– quedó cerrada, en silencio, en calma. La calma lo llenaba todo, hasta el hueco más recóndito. Era una calma densa, pastosa, pesada, que oprimía, que dificultaba el movimiento, el respirar incluso. Los estantes del mueble estaban repletos de libros, a punto de ceder y quebrarse. Se acercó para mirar: buscaba uno en concreto, uno que contenía una hermosa y triste historia de amor. Ese libro le había hecho llorar. La noche de aquel día que acabó de leerlo no pudo dormir, se la pasó recordando su historia, desde el principio hasta el final, igual que si la estuviera leyendo de nuevo. Se imaginó otra vez a los personajes, las calles por donde iban, los besos que se daban. Se imaginó el amor, un amor que parecía eterno, y, luego, el desamor: el desencanto, las heridas, las lágrimas, la soledad, el miedo. Todo lo terrible de la vida.
No lo encontraba. Estará en las cajas, se dijo para sí. Al lado del mueble, había varias cajas de libros aún cerradas, algunas apiladas sobre otras. Llevaban ahí ya meses. Ciertamente, ya no había sitio donde colocar más libros, pero, aunque lo hubiera habido, las cajas tampoco se hubieran abierto: le faltaban fuerzas, y también ganas. No tenía ánimos para nada.
De pronto, casualmente, su mirada se detuvo, se posó, en un libro pequeño, de pocas páginas, medio escondido entre otros más voluminosos. Era un libro de poesía: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Lo cogió y, movido por un profundo impulso, como una pulsión, buscó el último poema. Aunque se lo sabía de memoria, quería leerlo, a sabiendas de antemano que le iba a hacer sufrir, que le dolería cada verso. Cuando lo encontró, leyó en alto, a media voz: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche/ Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido/ Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella/ Y el verso…" No pudo continuar: la emoción le ahogó la voz y le puso los ojos vidriosos.
Cenó algo ligero: una fruta y un vaso de leche, sin 'Cola-Cao', leche sola. Quería acostarse pronto, mañana era día de trabajo. Aún no eran las diez y ya estaba en la cama, rodeado de oscuridad, de noche, y de silencio. Tenía la radio debajo de la almohada, parloteando cosas de política. Oía, de cuando en cuando, el rodar por la calle de algún vehículo. Oyó también el azote del viento en la persiana, y pronosticó que esa noche caerían las últimas hojas de los árboles y que estos acabarían de morir, por fin. Su pensamiento lo llevó a mañana. Se vio saliendo temprano de casa para ir a trabajar. La calle, las aceras, el parque, la fuente, todo estaba revuelto, sucio, desolado, como si por la noche hubiera pasado el ángel exterminador. Entonces, sintió que esa grieta que se le había abierto en el alma, cuando pasó todo, ahora se le hacía más grande, más negra, semejante a una sima, y temió quebrarse, partirse en dos. Dormir. Lo que daría por dormir. Pero sabía que esta noche, como todas las noches desde lo ocurrido, tampoco podría dormir, que se la pasaría luchando contra los demonios de su pensamiento, mientras la radio continuaba sonando, sonando sin que nadie la escuchara, hasta la madrugada. No era el cansancio lo que más le dolía del insomnio sino el no poder soñar. Soñar. Anhelaba el sueño. Concebía el sueño como un agujero, como una salida por donde escapar de esos demonios y llegar –si había suerte– a un pasado dichoso: a su casa de siempre, al juego con los niños, al abrazo y los besos de ella.
Al poco, se dio cuenta de que el viento había cesado, que se había quedado quieto, dormido. No tardaría en llover. Enseguida, noto cómo una gota explotaba en el alféizar, y luego otra; más tarde ya era dos a la vez, y después tres, cuatro, muchas. Llovía, y el sueño, huidizo durante tanto tiempo, fue viniendo, y con él traía, compasivo, las imágenes –para él realidades– de la otra casa, de los niños, de ella. Ella, su boca. Su boca abriéndose en palabras, en su nombre; abriéndose, como una flor, en una sonrisa, esa sonrisa que se le estaba ya olvidando. Su boca cerrada, leyendo con el pensamiento ese libro que no encontraba en el anaquel y que suponía que estaba embalado en las cajas.
(*) Inés Abellaneda, natural de Carrizo, es doctora en Filosofía con una tesis de Filosofía de la Ciencia.
![[Img #9159]](upload/img/periodico/img_9159.jpg)
La persiana no se había bajado del todo, y, por eso, a través de sus rendijas, dispuestas en dos filas paralelas, penetraba la luz, y sobre la pared se proyectaban, alternándose, círculos y óvalos amarillos. Se quedó mirando estas figuras luminosas, atenta a sus lentas, casi imperceptibles, transformaciones: cómo unos círculos se volvían óvalos, y cómo, luego, estos óvalos desaparecían, y cómo iban surgiendo nuevos círculos. Los miraba igual que cuando era pequeña. Entonces, durante las vacaciones, por las mañanas nadie la despertaba, se despertaba sola, y lo primero que veía era unas formas luminosas, semejantes a estas, solo que dibujadas en el armario. Sabía que no había nadie en casa, que sus padres desde hacía tiempo ya estaban en el campo, que estaba sola, y, como para ahuyentar la soledad, se entretenía observando esos dibujos hechos de luz, lo mismo que ahora.
Detrás de su espalda, a su lado, casi rozándole, notó un cuerpo, y por un momento pensó que todo había sido un sueño, un mal sueño. Pero ese cuerpo era el cuerpo de su hijo, su hijo mayor, que anoche, porque tampoco podía dormir, se había acostado con ella. Se levantó, y, mientras se vestía, lo estuvo observando: le costaba creer que fuera tan grande, que hubiera cumplido ya los quince años; pues aún le parecía que ayer mismo lo había llevado en cuello, que lo había tenido en sus brazos, incluso que esta noche le había dado el pecho. Al dejar la habitación, de nuevo lo volvió a mirar y, como si lo viera por primera vez, se dio cuenta de cuánto se parecía a su padre. Son iguales, pensó, y ese pensamiento le produjo un sentimiento extraño, una mezcla de ternura y de rabia.
La casa estaba en silencio. Era un silencio que dolía. Casi a tientas entró en la habitación de los chicos. En aquella penumbra, el pequeño era un bulto negro. Acercó con cuidado el oído a su cara y notó su respiración suave, lenta, acompasada. Dormía como si nada, como si para él nada hubiera cambiado y todo siguiera igual. Antes de salir, besó su cara levemente, apenas rozándole con los labios. Cuando entró en la otra habitación, la niña estaba destapada, boca arriba. Cogió el edredón y cubrió con él su cuerpo menudo, bien proporcionado. Luego, se retiró sin darle un beso, por temor a despertarla: la niña tenía el sueño muy ligero. Pasó al estudio y cerró la puerta. Quería consultar el correo electrónico, entrar en el 'facebook', sacudirse esa congoja con la que despertaba desde entonces cada mañana. Al subir la persiana, una cascada de luz entró violentamente en la estancia, y las cosas, difusas, recuperaron de repente sus formas y sus colores. El cielo estaba azul, azulísimo, brillante, y floridos, hermosos, los árboles de la avenida. Era primavera. Al girarse para encender el ordenador, su mirada se encontró con la estantería. El vacío, la nada, flotaba amenazante sobre las baldas. En el extremo de la última balda, había quedado, caído, como olvidado, un libro. Se acercó y lo tomó en sus manos. Era una novela, de las últimas que él había comprado. Era esa novela que le había gustado tanto, de la que últimamente le hablaba a menudo; era esa que le había recomendado tantas veces, y que, sin embargo, ella nunca leyó, tal vez por falta de tiempo, o de ganas. Con cuidado, abrió el libro por la primera página, como si ahora quisiera empezar a leerlo, y el olor del papel le turbó el alma, le nubló la vista, y no pudo leer nada. Entretanto, entró la niña, frotándose los ojos, medio dormida, y se vio obligada a dejar el libro en la estantería para cogerla en cuello. La apretó con fuerza entre sus brazos, temerosa de que pudiera también perderla. Porque hoy es el primer día de vacaciones, no haré deberes. ¿A que no, mamá?, dijo la niña, confiada.
![[Img #9160]](upload/img/periodico/img_9160.jpg)
Al anochecer, empezó a bajar las persianas. La última persiana que bajó fue la del salón. Antes de bajarla, apartó levemente la cortina y miró a través de los cristales de la ventana. Un transeúnte, embutido en su gabán, cruzaba presuroso la calle. Las nubes, que durante toda la tarde habían permanecido dispersas, ahora, ennegrecidas, se agolpaban unas contra las otras, amenazando lluvia inminente. Se levantó un poco de aire y las ramas medio desnudas de los árboles del parque se estremecieron, desprendiéndose algunas hojas ya muertas. Cuando lucieron las farolas, tiró hacia sí de la cinta y la persiana, quejumbrosa, se desplomó. Toda la casa –esa casa extraña, sin alma, sin vida, a la que no acababa de acostumbrarse– quedó cerrada, en silencio, en calma. La calma lo llenaba todo, hasta el hueco más recóndito. Era una calma densa, pastosa, pesada, que oprimía, que dificultaba el movimiento, el respirar incluso. Los estantes del mueble estaban repletos de libros, a punto de ceder y quebrarse. Se acercó para mirar: buscaba uno en concreto, uno que contenía una hermosa y triste historia de amor. Ese libro le había hecho llorar. La noche de aquel día que acabó de leerlo no pudo dormir, se la pasó recordando su historia, desde el principio hasta el final, igual que si la estuviera leyendo de nuevo. Se imaginó otra vez a los personajes, las calles por donde iban, los besos que se daban. Se imaginó el amor, un amor que parecía eterno, y, luego, el desamor: el desencanto, las heridas, las lágrimas, la soledad, el miedo. Todo lo terrible de la vida.
No lo encontraba. Estará en las cajas, se dijo para sí. Al lado del mueble, había varias cajas de libros aún cerradas, algunas apiladas sobre otras. Llevaban ahí ya meses. Ciertamente, ya no había sitio donde colocar más libros, pero, aunque lo hubiera habido, las cajas tampoco se hubieran abierto: le faltaban fuerzas, y también ganas. No tenía ánimos para nada.
De pronto, casualmente, su mirada se detuvo, se posó, en un libro pequeño, de pocas páginas, medio escondido entre otros más voluminosos. Era un libro de poesía: Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. Lo cogió y, movido por un profundo impulso, como una pulsión, buscó el último poema. Aunque se lo sabía de memoria, quería leerlo, a sabiendas de antemano que le iba a hacer sufrir, que le dolería cada verso. Cuando lo encontró, leyó en alto, a media voz: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche/ Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido/ Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella/ Y el verso…" No pudo continuar: la emoción le ahogó la voz y le puso los ojos vidriosos.
![[Img #9157]](upload/img/periodico/img_9157.jpg)
Cenó algo ligero: una fruta y un vaso de leche, sin 'Cola-Cao', leche sola. Quería acostarse pronto, mañana era día de trabajo. Aún no eran las diez y ya estaba en la cama, rodeado de oscuridad, de noche, y de silencio. Tenía la radio debajo de la almohada, parloteando cosas de política. Oía, de cuando en cuando, el rodar por la calle de algún vehículo. Oyó también el azote del viento en la persiana, y pronosticó que esa noche caerían las últimas hojas de los árboles y que estos acabarían de morir, por fin. Su pensamiento lo llevó a mañana. Se vio saliendo temprano de casa para ir a trabajar. La calle, las aceras, el parque, la fuente, todo estaba revuelto, sucio, desolado, como si por la noche hubiera pasado el ángel exterminador. Entonces, sintió que esa grieta que se le había abierto en el alma, cuando pasó todo, ahora se le hacía más grande, más negra, semejante a una sima, y temió quebrarse, partirse en dos. Dormir. Lo que daría por dormir. Pero sabía que esta noche, como todas las noches desde lo ocurrido, tampoco podría dormir, que se la pasaría luchando contra los demonios de su pensamiento, mientras la radio continuaba sonando, sonando sin que nadie la escuchara, hasta la madrugada. No era el cansancio lo que más le dolía del insomnio sino el no poder soñar. Soñar. Anhelaba el sueño. Concebía el sueño como un agujero, como una salida por donde escapar de esos demonios y llegar –si había suerte– a un pasado dichoso: a su casa de siempre, al juego con los niños, al abrazo y los besos de ella.
Al poco, se dio cuenta de que el viento había cesado, que se había quedado quieto, dormido. No tardaría en llover. Enseguida, noto cómo una gota explotaba en el alféizar, y luego otra; más tarde ya era dos a la vez, y después tres, cuatro, muchas. Llovía, y el sueño, huidizo durante tanto tiempo, fue viniendo, y con él traía, compasivo, las imágenes –para él realidades– de la otra casa, de los niños, de ella. Ella, su boca. Su boca abriéndose en palabras, en su nombre; abriéndose, como una flor, en una sonrisa, esa sonrisa que se le estaba ya olvidando. Su boca cerrada, leyendo con el pensamiento ese libro que no encontraba en el anaquel y que suponía que estaba embalado en las cajas.
(*) Inés Abellaneda, natural de Carrizo, es doctora en Filosofía con una tesis de Filosofía de la Ciencia.