Martes, 12 de Marzo de 2013

Una pieza solitaria en un juego de damas

JOSÉ MANUEL CARRIZO / 

El individuo, cada uno de nosotros, como decían los griegos, garantiza su supervivencia y la posibilidad de llevar una vida buena en la medida en que se asocia a otros en una comunidad. Lo que nos une a los hombres en una auténtica sociedad es principalmente el cumplimiento de la ley y la justicia. Las comunidades, como los juegos, existen de verdad en tanto se dan unas leyes justas, y todos los participantes, sin excepción, están obligados a ajustar sus comportamientos a esas leyes. La ley y la justicia son el alma de la sociedad.

La sociedad democrática, en particular la española, está enferma. Uno de los síntomas más manifiestos de esa enfermedad es la corrupción. Pero, qué es la corrupción, sino el incumplimiento de la ley y de la justicia. El político  que, en el ejercicio de las facultades de su cargo, ignorando los criterios de evaluación establecidos, concede la adjudicación de una obra pública a la empresa de su hermano o de su amigo, se está saltando la ley, y quienes, a sabiendas de que la ley lo prohíbe, salen a la calle el día de reflexión electoral a manifestarse en contra o a favor de un partido político, son unos corruptos; como corruptos son los que ocupando cargos públicos se niegan a cumplir las leyes dictadas por las instituciones legítimamente establecidas. Esta enfermedad, si no se remedia, llevará a la sociedad a una muerte segura, y, entonces, nosotros, sin sociedad, nos quedaremos –parafraseando a Aristóteles– como “una pieza solitaria en un juego de damas”, aislados, inermes y expuestos a ser devorados en cualquier momento. El estagirita también escribió que “el hombre aislado de la ley y de la justicia es el peor de todos los animales, es un ser impío y salvaje”, y ya un siglo antes, Heródoto y Sófocles presentaron el ostracismo, el convertirse en apátrida, como un destino trágico.

La enfermedad de esta sociedad es una enfermedad moral, localizada en la conciencia de los ciudadanos. Por esta razón, el restablecimiento de la salud no vendrá, a diferencia de lo que piensan algunos, de una intervención drástica, quirúrgica, sobre los miembros dañados, sino de una actuación delicada, balsámica, en lo más profundo de nosotros. Se trata de una actuación pedagógica encaminada a reformar las conciencias. La medicina capaz de hacer esto podríamos encontrarla en Sócrates. Todavía hoy se pueden encontrar lecciones válidas en este filósofo para nuestra época. Aprender de Sócrates es la propuesta. Aprender no solo de lo que predicó sino también, y sobre todo, de su comportamiento. 

Sócrates, el inclasificable, el extraño, el loco, en el suceso de las Arginusas se opuso valientemente a una actuación injusta y e ilegal. En el año 406 a. C, los diez generales que habían mandado la flota ateniense en la batalla de las Arginusas fueron acusados de no haber recogido a los supervivientes ni los cuerpos de los muertos después de la batalla, y la Junta de los Cincuenta, de la cual él por sorteo formaba parte, pretendía, jaleada por la plebe, juzgarlos a todos a la vez, lo cual iba contra las leyes y era manifiestamente injusto. Sócrates, no dejándose intimidar por las amenazas de la sala, fue el único de los miembros de esa Junta que defendió que cada general tenía derecho a un juicio individual y también, por lo tanto, fue el único que estuvo en contra de que tales generales fueran juzgados conjuntamente. Pero resultó inútil, ganó la opinión de la mayoría. Más tarde, cuando llegó el momento del arrepentimiento, los mismos atenienses reconocieron que no se había obrado bien. Posteriormente, durante el gobierno de los Treinta Tiranos, se le convocó, junto con otros cuatro, para ir a buscar al meteco León de Salamina y darle muerte, pero él se marchó en silencio a su casa y no participó en el arresto. Y, ya al final, después del juicio, estando en la cárcel, cuando su discípulo Critón le propuso escapar y empezar una nueva vida en otro lugar donde sería muy bien recibido, se negó a ello, alegando que su deber era obedecer el veredicto del tribunal, aunque fuera injusto, y prefirió morir, antes de no acatar las leyes y vivir en el destierro.

El conocimiento de este estilo de vida podría ser la píldora que habría que empezar por tomar para revolucionar nuestras mentes y crear un nuevo tipo de conciencia moral. Una nueva conciencia moral que contenga el imperativo ético de la verdad y de la honradez, y el sentimiento de que la ley de la sociedad es una prolongación de la ley moral. Una conciencia así, aunque no bastaría, sí ayudaría mucho a que los jueces, sustrayéndose a todo tipo de injerencias, juzgaran conforme a la ley y a la justicia, a que los políticos no mintieran, ni defraudaran, ni robaran,… y a que los trabajadores cumplieran con los deberes de su puesto de trabajo. Tendríamos, entonces, nuevos políticos y nuevos ciudadanos, nuevos hombres, capaces de articular una  convivencia, donde todos nosotros, además de quedarnos a salvo, podríamos ser felices.
Sin duda, a pesar de Nietzsche, Sócrates, el inclasificable, el raro, el loco, es una posibilidad que se nos ofrece de regenerarnos y de ser mejores, y que todavía hoy –no se sabe si mañana– nuestro sistema educativo pone a la mano de los jóvenes. 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.