Leopoldo Panero: una evocación
Manuel Ballesteros Alonso (*)
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Leopoldo Panero está fuertemente unido a las raíces de mi vocación literaria. No solo porque su lectura temprana y reiterada haya dejado huella en mi poesía, sino también por otras circunstancias en que luego habrá ocasión de detenerse. Se trata, sin embargo, de un poeta que no frecuentaba hace tiempo. Estas líneas han dado ocasión para un reencuentro que lo ha sido, también, conmigo mismo. Siempre lo es la lectura de la verdadera poesía. Pero cuando se trata de una relectura, y, como en este caso, de una obra que en otro tiempo nos dejó marcados, entonces la conjunción de significados es mayor y el poema se convierte en un espejo que recoge el pasado y el presente y que le pone a uno en camino de recuperar el tiempo perdido. Nada más reconfortante ni más fructífero porque, como dijera Luis Rosales, el gran amigo de Panero, No hay ninguna posibilidad vital que no descanse en el pasado.
Todo lo cual viene muy al caso cuando se trata de escribir unas líneas de evocación, que es lo que quieren ser éstas. Unas líneas de rememoración que, de alguna manera, den cuenta de mis vínculos personales con Leopoldo Panero. Cuando murió, el 27 de Agosto de 1962, no tenía yo más que siete años. Pero si no fuese por lo indiscutible del dato hubiera asegurado que le había tratado y conocido. Aquel 27 de agosto yo estaba, desde luego, en Astorga, pasando, como solía por las fiestas de la ciudad, unos días con mi abuela en aquella casa suya grande, indescifrable para la imaginación de un niño, que se levantaba (y se levanta todavía, 'la casa de don Paulino', convertida en Escuela taller de Artes y Oficios), en el barrio de Puerta de Rey. Y no sé si quiero recordar o si recuerdo a mi abuela y a José Luis Martín Descalzo hablando, bajo los soportales, protegidos del sol implacable de la Plaza Mayor; a mi abuela y a José Luis Martín Descalzo, decía, hablando bajo los soportales de la inesperada muerte de Leopoldo. Veo la dorada fachada del Ayuntamiento, oigo las campanadas de los maragatos y veo a mi abuela y a Martín Descalzo y a mí mismo entre los dos, un niño de siete años, mirándoles desde abajo. Y no sé si quiero recordar o si recuerdo que del aparato de radio de mi abuela (una radio de color café con leche que había en un mueble, en la galería), salían la música del Réquiem de Mozart y los poemas de Panero recitados por él mismo: aquella voz cadenciosa y algo triste, que ahora venía del más allá y que decía, de qué manera, paladeándolos, recreándose en la suerte, unos poemas dulces que no podían más que ser verdad y que hablaban del Teleno y de Astorga, de Castrillo y Nistal, de la muerte, de Dios y de la nieve.
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La misma voz que, conservada en aquel disco: Doce poetas en sus voces, que mis padres tenían en casa, me aficionó y me llevó de la mano, no muchos años después, a la poesía, convenciéndome de que no podía haber nada más hermoso que aquel lento fluir de las palabras, nada más codiciable que el oficio de poeta, que el arte de construir aquella música hecha de palabras, aquella música que lo era y no lo era al mismo tiempo, aquella música llena de significación, casi sagrada, aquella música que era, también, un silencio que le permitía a uno escucharse, que le acercaba a uno a sí mismo y que rememoraba, descubría y salvaba la realidad, que descorría y dejaba sin descorrer (porque nunca se dejan descorrer del todo) las espesas, las intrincadas cortinas del misterio. Nada tan hermoso como la poesía, esa forma inocente, sublime y natural de expresarse que tenía algo de infantil y que (como dijera Panero en Cándida puerta, hablando, ciertamente, de otra cosa), era capaz de conseguir que se entreabriese la puerta de la verdad, esa puerta,
[…]
…que se mueve un poco
que se ilumina como fina raya,
que un poco se entreabre, que va a abrirse,
que cede si la empujo con la mano,
que cedería y se derrumbaría
si un niño, simplemente la rozara.
Aquel Doce poetas en sus voces, editado por Aguilar, me parece, en que se podía escuchar, además de a Leopoldo Panero, si no recuerdo mal, a Dámaso Alonso, a Vicente Aleixandre, a José Hierro, a Gloria Fuertes, a Luis Felipe Vivanco, a Dionisio Ridruejo, a Manuel Alcántara, a Eugenio de Nora, a García Nieto, a Carlos Murciano y a José María Valverde.
Aunque ya antes de aprenderme de memoria los poemas que recitaba en ese disco Panero (Hijo mío, En las manos de Dios, Visión de Astorga, Cántico, etc.) se había dado cuenta aquel adolescente que empezaba a ser yo, de la proximidad, no solo literaria, sino cotidiana, vital, de Leopoldo Panero. Y es que, para los míos, era Leopoldo Panero, en primer lugar, un Panero más, un miembro de aquella familia que, junto con la de mi tatarabuelo, Miguel Gusano, se había trasladado en el XIX, de Villalón de Campos a Astorga (confiteros eran entonces los Panero, recuerdo haber oído contar). Y era Leopoldo Panero uno de los hijos de Moisés y Máxima, amigos de mis abuelos. No sé de cuál de los dos, si de don Moisés o de doña Máxima, se decía que tenía un genio tan vivo que en cierta ocasión, con invitados a comer, había tirado del mantel, en un acceso de cólera, y dado con todo lo que había sobre la mesa en el suelo. Era también, Leopoldo, el hermano de tía María Luisa, la mujer de tío Paco, uno de los hermanos de mi madre. Y hermanas de Leopoldo eran las chispeantes Odila y Asunción, que visitaban a mi abuela cuando venían a Astorga y a quienes ella devolvía la visita, acompañada, muchas veces, por aquel nieto suyo que era yo. Y además, era Leopoldo Panero uno de los amigos de tío Luis (Alonso Luego) el mayor de los hermanos de mi madre. De modo que, se mirase por donde se mirase, aquel poeta que había muerto prematuramente en Castrillo de las Piedras, el 27 de Agosto de 1962, en plenas fiestas de Astorga, el dueño de aquella voz que salía del aparato de radio de mi abuela y que estaba almacenada en el disco Doce poetas en sus voces; se mirase por donde se mirase, digo, aquel Leopoldo Panero era alguien cercano, casi de la familia.
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Y, dada esa circunstancia, fascinado como estaba yo, un poco por su culpa, por la poesía, nada más inevitable que leerle y releerle, y que escribir mis primeros poemas siguiendo su rastro. Luego vinieron otras cosas: nuestras visitas, Vicente Presa y yo, a Felicidad Blanc en la casa de los Panero, en Astorga (aquella casa misteriosa al pie de la Catedral, con sus cristales emplomados, su galería, su jardín romántico, sus paredes tapizadas de fotografías y recuerdos y su luminoso torreón en cuyas estanterías descansaban los libros de Juan y Leopoldo); o en Madrid, en la calle Ibiza. Aquellas conversaciones vespertinas en que nos hablaba Felicidad (no sin quejas de mujer, algo celosa de la literatura, que había tenido que compartir a su marido con la poesía) de las costumbres de Leopoldo, de sus escapadas furtivas al campo, por la puerta de atrás de la casa de Castrillo, en busca de la soledad, del paisaje, y en busca, también, de las palabras que obtenía de los campesinos que hablaban la lengua plena, olvidada, que no está en los diccionarios. Y también, el haber participado, recitando algún poema, en los actos del décimo aniversario de su muerte, con la banda de música ante el Palacio de Gaudí, y la inauguración de la estatua (algo arrinconada hoy, en el jardín familiar), y la fugaz presencia en Astorga de Dámaso Alonso, presidente entonces de la Academia, y de Luis Rosales. Presentes también, Felicidad Blanc, Juan Luís y Michi. Aquellas escenas con las que empezaba ‘El Desencanto', la película que, en lo que se refiere a Panero y su familia, inició, pocos años después, otra época.
Y ahora, después de tanto tiempo, este reencuentro en que la distancia permite apreciar mejor su poesía. Una poesía que es abundante. Y eso a pesar de haber publicado Panero en vida únicamente dos libros, 'La estancia vacía' y 'Escrito a cada instante' (lo demás son poemas sueltos o inéditos publicados póstumamente). Y una poesía que, aunque a veces es irregular y a la que, en ocasiones, sobran palabras, nos llega a las entrañas y hace temblar nuestra voz, como dijera Dámaso Alonso.
Y es que lo que, en primer lugar, hay que destacar en Panero es su veracidad. Panero habla de cosas reales, que nos afectan, acuciantes. Y lo que dice sale del hondón del alma. Por eso es capaz de cumplir esa función primigenia de la poesía, la de darnos voz. En palabras, también, de Dámaso Alonso: la poesía de Leopoldo Panero es la de mayor ternura humana que ha producido la literatura española moderna y una de las más tiernas de todas las épocas de la cultura. Es lo que llamó Panero, "el sentido moral de la poesía", que nada tiene que ver con una intención moralizadora, como él mismo se encargó de aclarar, curándose en salud. Dicho con palabras suyas:
"Lo que hoy quiere la poesía es llegar al corazón; o, en otro lugar: la imagen que los nuevos poetas intentan crear debería ser, por lo tanto, más necesaria que ornamental y buscar su propia originalidad en el nacimiento mismo de la voz poética: en el desnudo temblor de la verdad humana". Y también: "no es honesto, no es lícito en la verdadera poesía jugar con las palabras y engañarnos, como a niños crédulos…La poesía auténtica juega siempre con fuego, porque cada palabra es brasa espiritual del hombre mismo".
Valor indiscutible de Panero es, también, la transparencia de su lenguaje. Un lenguaje que nos habla sin piruetas verbales, con palabras inteligibles, verdaderas, que, como los temas que trata, nos son comunes. No en vano fueron Machado y Azorín autores de referencia del de Astorga. Aunque lenguaje llano no quiere decir sin elaborar: al contrario, ningún estilo hay más elaborado que el que trata de no ser estilo, que el que se oculta y desaparece.
![[Img #10346]](upload/img/periodico/img_10346.jpg)
Está, por otra parte, también, esa forma que tiene Panero de ver la literatura que hace que su poesía sea siempre conversación: el poeta, (la voz poética, habría que decir, para ser actuales y correctos) le habla a la mujer, a los hijos, a los amigos, a los enemigos…; en cualquier caso a alguien. Un alguien que, cuando el poeta está solo, es Dios, el Tú, el más allá definitivo. La poesía de Panero se hace unas veces oración, y otras, epístola. Conversación en cualquier caso. No en vano es la soledad uno de los temas más presentes en Panero: probablemente es de la viva conciencia de la soledad del hombre de donde nacen las ansias de comunicación. La poesía es, por eso, comunicación, compañía:
[…]
dándome
misteriosa compañía,
como de verso que nace.
Lo cual remite indudablemente al carácter 'personal' de la poesía de Panero (un tema estudiado a fondo por César Aller) porque, ¿no es propia de la persona esa necesidad de relación, el estar hecha para vivir en compañía? Y eso lleva, a su vez, a la importancia que tienen en Panero otros temas como los del amor, la familia, la tradición, el pasado, el paisaje, la tierra natal o Dios. Una búsqueda y un hallazgo de esos apoyos sin los que el corazón no puede vivir, que el corazón necesita.
Una poesía, la de Panero, por otra parte, que es, como toda poesía de altura, metafísica, que parte de los acontecimientos pero que enseguida se levanta sobre ellos, porque reconoce la trascendencia y va a la búsqueda del significado de las cosas. Es admirable, en ese sentido, el vuelo que toma la contemplación del paisaje en poemas emblemáticos como El peso del mundo.
Pero no se trataba de hacer un comentario crítico de la poesía de Panero, sino solo de hacer evocación, de mencionar lo que la memoria salva. Y salva, en mi caso, muchos poemas concretos, pero, de entre ellos, sobre todo, las admirables cadenas de endecasílabos de La estancia vacía y de Cándida Puerta, su extraordinario poema eucarístico (de este último me sorprende, la verdad, que se hable tan poco y tengo que atribuir ese silencio a que el tema irrita a la descreencia en boga). En ambas poemas da Panero lo mejor de sí. Y si hay en ellos vuelo metafísico y sentido moral y autenticidad y transparencia, si son poemas conmovedores que nos hacer temblar, hay, además, (como en otros muchos poemas suyos y como no podía ser menos, estamos hablando de poesía), musicalidad y un manejo magistral del endecasílabo y un equilibrio que solo se da en los clásicos. El poeta piensa en alta voz y musicalmente, habla o canta como bardo ciego, como un profeta o un sonámbulo, y en su discurso, que parece un sueño, van brotando como de un manantial, con naturalidad, las imágenes, la realidad, los recuerdos. Van brotando las imágenes y en cada una se entretiene el poeta, bucea el poeta en silencio (en ese silencio que solo es capaz de generar la verdadera poesía, ese silencio en que el lector puede escucharse a sí mismo) hasta que una imagen lleva a otra; y así va avanzando el poema en una progresión en que todo se compara con todo, en que todo es reflejo de todo, en que unas cosas dan explicación de las otras y en que se recupera, se salva, la realidad, que en esto consiste la literatura.
(*) Manuel Ballesteros Alonso León, 1954. Registrador de la Propiedad. Ha escrito poesía –Invitación al viaje (Madrid, 1995), El amanecer de la alabanza (Gijón, 1996), Recuerda a un bosque (Barcelona, 2001), Los primeros avisos (Madrid, 2002), Las casas abandonadas (Sevilla, 2003), Al otro lado (Madrid, 2009)– narración breve - Saberlo antes y otros cuentos-, traducciones y artículos. Recibió los premios Ateneo Jovellanos y Alegría, de poesía. Pasó su infancia en la ciudad de Astorga. Actualmente reside en Barcelona.
Manuel Ballesteros Alonso (*)
Leopoldo Panero está fuertemente unido a las raíces de mi vocación literaria. No solo porque su lectura temprana y reiterada haya dejado huella en mi poesía, sino también por otras circunstancias en que luego habrá ocasión de detenerse. Se trata, sin embargo, de un poeta que no frecuentaba hace tiempo. Estas líneas han dado ocasión para un reencuentro que lo ha sido, también, conmigo mismo. Siempre lo es la lectura de la verdadera poesía. Pero cuando se trata de una relectura, y, como en este caso, de una obra que en otro tiempo nos dejó marcados, entonces la conjunción de significados es mayor y el poema se convierte en un espejo que recoge el pasado y el presente y que le pone a uno en camino de recuperar el tiempo perdido. Nada más reconfortante ni más fructífero porque, como dijera Luis Rosales, el gran amigo de Panero, No hay ninguna posibilidad vital que no descanse en el pasado.
Todo lo cual viene muy al caso cuando se trata de escribir unas líneas de evocación, que es lo que quieren ser éstas. Unas líneas de rememoración que, de alguna manera, den cuenta de mis vínculos personales con Leopoldo Panero. Cuando murió, el 27 de Agosto de 1962, no tenía yo más que siete años. Pero si no fuese por lo indiscutible del dato hubiera asegurado que le había tratado y conocido. Aquel 27 de agosto yo estaba, desde luego, en Astorga, pasando, como solía por las fiestas de la ciudad, unos días con mi abuela en aquella casa suya grande, indescifrable para la imaginación de un niño, que se levantaba (y se levanta todavía, 'la casa de don Paulino', convertida en Escuela taller de Artes y Oficios), en el barrio de Puerta de Rey. Y no sé si quiero recordar o si recuerdo a mi abuela y a José Luis Martín Descalzo hablando, bajo los soportales, protegidos del sol implacable de la Plaza Mayor; a mi abuela y a José Luis Martín Descalzo, decía, hablando bajo los soportales de la inesperada muerte de Leopoldo. Veo la dorada fachada del Ayuntamiento, oigo las campanadas de los maragatos y veo a mi abuela y a Martín Descalzo y a mí mismo entre los dos, un niño de siete años, mirándoles desde abajo. Y no sé si quiero recordar o si recuerdo que del aparato de radio de mi abuela (una radio de color café con leche que había en un mueble, en la galería), salían la música del Réquiem de Mozart y los poemas de Panero recitados por él mismo: aquella voz cadenciosa y algo triste, que ahora venía del más allá y que decía, de qué manera, paladeándolos, recreándose en la suerte, unos poemas dulces que no podían más que ser verdad y que hablaban del Teleno y de Astorga, de Castrillo y Nistal, de la muerte, de Dios y de la nieve.
La misma voz que, conservada en aquel disco: Doce poetas en sus voces, que mis padres tenían en casa, me aficionó y me llevó de la mano, no muchos años después, a la poesía, convenciéndome de que no podía haber nada más hermoso que aquel lento fluir de las palabras, nada más codiciable que el oficio de poeta, que el arte de construir aquella música hecha de palabras, aquella música que lo era y no lo era al mismo tiempo, aquella música llena de significación, casi sagrada, aquella música que era, también, un silencio que le permitía a uno escucharse, que le acercaba a uno a sí mismo y que rememoraba, descubría y salvaba la realidad, que descorría y dejaba sin descorrer (porque nunca se dejan descorrer del todo) las espesas, las intrincadas cortinas del misterio. Nada tan hermoso como la poesía, esa forma inocente, sublime y natural de expresarse que tenía algo de infantil y que (como dijera Panero en Cándida puerta, hablando, ciertamente, de otra cosa), era capaz de conseguir que se entreabriese la puerta de la verdad, esa puerta,
[…]
…que se mueve un poco
que se ilumina como fina raya,
que un poco se entreabre, que va a abrirse,
que cede si la empujo con la mano,
que cedería y se derrumbaría
si un niño, simplemente la rozara.
Aquel Doce poetas en sus voces, editado por Aguilar, me parece, en que se podía escuchar, además de a Leopoldo Panero, si no recuerdo mal, a Dámaso Alonso, a Vicente Aleixandre, a José Hierro, a Gloria Fuertes, a Luis Felipe Vivanco, a Dionisio Ridruejo, a Manuel Alcántara, a Eugenio de Nora, a García Nieto, a Carlos Murciano y a José María Valverde.
Aunque ya antes de aprenderme de memoria los poemas que recitaba en ese disco Panero (Hijo mío, En las manos de Dios, Visión de Astorga, Cántico, etc.) se había dado cuenta aquel adolescente que empezaba a ser yo, de la proximidad, no solo literaria, sino cotidiana, vital, de Leopoldo Panero. Y es que, para los míos, era Leopoldo Panero, en primer lugar, un Panero más, un miembro de aquella familia que, junto con la de mi tatarabuelo, Miguel Gusano, se había trasladado en el XIX, de Villalón de Campos a Astorga (confiteros eran entonces los Panero, recuerdo haber oído contar). Y era Leopoldo Panero uno de los hijos de Moisés y Máxima, amigos de mis abuelos. No sé de cuál de los dos, si de don Moisés o de doña Máxima, se decía que tenía un genio tan vivo que en cierta ocasión, con invitados a comer, había tirado del mantel, en un acceso de cólera, y dado con todo lo que había sobre la mesa en el suelo. Era también, Leopoldo, el hermano de tía María Luisa, la mujer de tío Paco, uno de los hermanos de mi madre. Y hermanas de Leopoldo eran las chispeantes Odila y Asunción, que visitaban a mi abuela cuando venían a Astorga y a quienes ella devolvía la visita, acompañada, muchas veces, por aquel nieto suyo que era yo. Y además, era Leopoldo Panero uno de los amigos de tío Luis (Alonso Luego) el mayor de los hermanos de mi madre. De modo que, se mirase por donde se mirase, aquel poeta que había muerto prematuramente en Castrillo de las Piedras, el 27 de Agosto de 1962, en plenas fiestas de Astorga, el dueño de aquella voz que salía del aparato de radio de mi abuela y que estaba almacenada en el disco Doce poetas en sus voces; se mirase por donde se mirase, digo, aquel Leopoldo Panero era alguien cercano, casi de la familia.
Y, dada esa circunstancia, fascinado como estaba yo, un poco por su culpa, por la poesía, nada más inevitable que leerle y releerle, y que escribir mis primeros poemas siguiendo su rastro. Luego vinieron otras cosas: nuestras visitas, Vicente Presa y yo, a Felicidad Blanc en la casa de los Panero, en Astorga (aquella casa misteriosa al pie de la Catedral, con sus cristales emplomados, su galería, su jardín romántico, sus paredes tapizadas de fotografías y recuerdos y su luminoso torreón en cuyas estanterías descansaban los libros de Juan y Leopoldo); o en Madrid, en la calle Ibiza. Aquellas conversaciones vespertinas en que nos hablaba Felicidad (no sin quejas de mujer, algo celosa de la literatura, que había tenido que compartir a su marido con la poesía) de las costumbres de Leopoldo, de sus escapadas furtivas al campo, por la puerta de atrás de la casa de Castrillo, en busca de la soledad, del paisaje, y en busca, también, de las palabras que obtenía de los campesinos que hablaban la lengua plena, olvidada, que no está en los diccionarios. Y también, el haber participado, recitando algún poema, en los actos del décimo aniversario de su muerte, con la banda de música ante el Palacio de Gaudí, y la inauguración de la estatua (algo arrinconada hoy, en el jardín familiar), y la fugaz presencia en Astorga de Dámaso Alonso, presidente entonces de la Academia, y de Luis Rosales. Presentes también, Felicidad Blanc, Juan Luís y Michi. Aquellas escenas con las que empezaba ‘El Desencanto', la película que, en lo que se refiere a Panero y su familia, inició, pocos años después, otra época.
Y ahora, después de tanto tiempo, este reencuentro en que la distancia permite apreciar mejor su poesía. Una poesía que es abundante. Y eso a pesar de haber publicado Panero en vida únicamente dos libros, 'La estancia vacía' y 'Escrito a cada instante' (lo demás son poemas sueltos o inéditos publicados póstumamente). Y una poesía que, aunque a veces es irregular y a la que, en ocasiones, sobran palabras, nos llega a las entrañas y hace temblar nuestra voz, como dijera Dámaso Alonso.
Y es que lo que, en primer lugar, hay que destacar en Panero es su veracidad. Panero habla de cosas reales, que nos afectan, acuciantes. Y lo que dice sale del hondón del alma. Por eso es capaz de cumplir esa función primigenia de la poesía, la de darnos voz. En palabras, también, de Dámaso Alonso: la poesía de Leopoldo Panero es la de mayor ternura humana que ha producido la literatura española moderna y una de las más tiernas de todas las épocas de la cultura. Es lo que llamó Panero, "el sentido moral de la poesía", que nada tiene que ver con una intención moralizadora, como él mismo se encargó de aclarar, curándose en salud. Dicho con palabras suyas:
"Lo que hoy quiere la poesía es llegar al corazón; o, en otro lugar: la imagen que los nuevos poetas intentan crear debería ser, por lo tanto, más necesaria que ornamental y buscar su propia originalidad en el nacimiento mismo de la voz poética: en el desnudo temblor de la verdad humana". Y también: "no es honesto, no es lícito en la verdadera poesía jugar con las palabras y engañarnos, como a niños crédulos…La poesía auténtica juega siempre con fuego, porque cada palabra es brasa espiritual del hombre mismo".
Valor indiscutible de Panero es, también, la transparencia de su lenguaje. Un lenguaje que nos habla sin piruetas verbales, con palabras inteligibles, verdaderas, que, como los temas que trata, nos son comunes. No en vano fueron Machado y Azorín autores de referencia del de Astorga. Aunque lenguaje llano no quiere decir sin elaborar: al contrario, ningún estilo hay más elaborado que el que trata de no ser estilo, que el que se oculta y desaparece.
Está, por otra parte, también, esa forma que tiene Panero de ver la literatura que hace que su poesía sea siempre conversación: el poeta, (la voz poética, habría que decir, para ser actuales y correctos) le habla a la mujer, a los hijos, a los amigos, a los enemigos…; en cualquier caso a alguien. Un alguien que, cuando el poeta está solo, es Dios, el Tú, el más allá definitivo. La poesía de Panero se hace unas veces oración, y otras, epístola. Conversación en cualquier caso. No en vano es la soledad uno de los temas más presentes en Panero: probablemente es de la viva conciencia de la soledad del hombre de donde nacen las ansias de comunicación. La poesía es, por eso, comunicación, compañía:
[…]
dándome
misteriosa compañía,
como de verso que nace.
Lo cual remite indudablemente al carácter 'personal' de la poesía de Panero (un tema estudiado a fondo por César Aller) porque, ¿no es propia de la persona esa necesidad de relación, el estar hecha para vivir en compañía? Y eso lleva, a su vez, a la importancia que tienen en Panero otros temas como los del amor, la familia, la tradición, el pasado, el paisaje, la tierra natal o Dios. Una búsqueda y un hallazgo de esos apoyos sin los que el corazón no puede vivir, que el corazón necesita.
Una poesía, la de Panero, por otra parte, que es, como toda poesía de altura, metafísica, que parte de los acontecimientos pero que enseguida se levanta sobre ellos, porque reconoce la trascendencia y va a la búsqueda del significado de las cosas. Es admirable, en ese sentido, el vuelo que toma la contemplación del paisaje en poemas emblemáticos como El peso del mundo.
Pero no se trataba de hacer un comentario crítico de la poesía de Panero, sino solo de hacer evocación, de mencionar lo que la memoria salva. Y salva, en mi caso, muchos poemas concretos, pero, de entre ellos, sobre todo, las admirables cadenas de endecasílabos de La estancia vacía y de Cándida Puerta, su extraordinario poema eucarístico (de este último me sorprende, la verdad, que se hable tan poco y tengo que atribuir ese silencio a que el tema irrita a la descreencia en boga). En ambas poemas da Panero lo mejor de sí. Y si hay en ellos vuelo metafísico y sentido moral y autenticidad y transparencia, si son poemas conmovedores que nos hacer temblar, hay, además, (como en otros muchos poemas suyos y como no podía ser menos, estamos hablando de poesía), musicalidad y un manejo magistral del endecasílabo y un equilibrio que solo se da en los clásicos. El poeta piensa en alta voz y musicalmente, habla o canta como bardo ciego, como un profeta o un sonámbulo, y en su discurso, que parece un sueño, van brotando como de un manantial, con naturalidad, las imágenes, la realidad, los recuerdos. Van brotando las imágenes y en cada una se entretiene el poeta, bucea el poeta en silencio (en ese silencio que solo es capaz de generar la verdadera poesía, ese silencio en que el lector puede escucharse a sí mismo) hasta que una imagen lleva a otra; y así va avanzando el poema en una progresión en que todo se compara con todo, en que todo es reflejo de todo, en que unas cosas dan explicación de las otras y en que se recupera, se salva, la realidad, que en esto consiste la literatura.
(*) Manuel Ballesteros Alonso León, 1954. Registrador de la Propiedad. Ha escrito poesía –Invitación al viaje (Madrid, 1995), El amanecer de la alabanza (Gijón, 1996), Recuerda a un bosque (Barcelona, 2001), Los primeros avisos (Madrid, 2002), Las casas abandonadas (Sevilla, 2003), Al otro lado (Madrid, 2009)– narración breve - Saberlo antes y otros cuentos-, traducciones y artículos. Recibió los premios Ateneo Jovellanos y Alegría, de poesía. Pasó su infancia en la ciudad de Astorga. Actualmente reside en Barcelona.