Partida
Inés Abellaneda
![[Img #10696]](upload/img/periodico/img_10696.jpg)
El coche se deslizaba suavemente por la autovía, que a lo lejos se la veía acomodándose a las ondulaciones del terreno. A un lado y a otro, grandes extensiones de cereal, ya amarillo, maduro, a punto para ser cosechado. A veces, descendiendo una loma, abajo, en el valle, aparecía un río, como una raya verde pintada sobre el campo dorado, y cerca de esta raya un pueblo pequeño, con sus casas de adobe, su iglesia de piedra y, allá, a las afueras, sobre un montículo, su torreón, último vestigio de una antigua fortaleza. De pronto, como por sorpresa, aunque por poco tiempo, el amarillo era reemplazado por el verde intenso de las viñas, que hacía que el campo fuera otro, menos inhóspito, más habitable, más vivo. Era una hermosa mañana de primavera, casi de verano. El sol reptaba lentamente por la bóveda del cielo, limpia de nubes, derrochando por el mundo, cada vez con más fuerza, luz y calor, pura vida. La luz, al ir ganando intensidad, le obligaba, para proteger sus ojos, claros, delicados, a ponerse las gafas de sol. El ruido de motor apenas se escuchaba. Desde que salió, solo un coche, un deportivo, lo había rebasado. Prácticamente iba solo por la autovía. No sentía necesidad de la radio: de las noticias, de la música. Silencio, monotonía.
A su lado, sobre el asiento del acompañante, estaba el libro que anoche, antes de acostarse con ella, había visto en la estantería del estudio. Ella se lo había dado en el vestíbulo en el momento de irse, cuando se despidieron. Tómalo, es tuyo, te lo olvidaste entonces, le había dicho, todavía sin vestir, medio desnuda, tentadora. Al tomarlo, rozó con los dedos sus dedos, blancos, delicados, aún calientes, y ese roce casual le recordó que la noche la había pasado con ella, al lado de su cuerpo, escuchando su voz, sintiendo su calor, notando la leve agitación de su pecho al respirar. Tan cerca había estado de ella. Se despidieron sin abrazarse, sin besarse, sin decirse nada, solo con la mirada. Fue una despedida corta, pero llena de ternura, y también de comprensión y aceptación, como si fuera definitiva, para siempre. Una despedida imposible de olvidar, que, pasara lo que pasara, la recordaría toda la vida, hasta el final. Y es que cómo olvidar su cara arrebolada, sus ojos indecisos: suplicantes y severos al mismo tiempo, y su boca, entreabierta, fruta madura, conteniendo los suspiros.
Salió de la casa y, bajando las escaleras, no pudo resistir la tentación de abrir el libro y mirar la primera página, donde no se imprime nada y siempre aparece en blanco, virgen. Y sí, era su libro; allí, en esa página, en la parte superior, con su letra, estaba escrito el lugar y la fecha, dónde y cuándo lo había comprado, y debajo, primero el nombre de ella y a continuación el suyo, cada uno con su respectivo primer apellido, tal como solía hacer cada vez que compraba un libro. Por la calle, camino del hotel, marchaba, apresurado, con el libro en la mano, completamente seguro de que ella estaba en la ventana viéndolo, esperando, quizá, a que se diera la vuelta para decirle por última vez adiós con la mano. No se giró, aunque estuvo tentado; prefirió no horadar más en la herida, ya estaba bastante abierta, y bastante dolía ya.
Y, ahora, mientras conducía, el libro, al verlo sobre el asiento, no le recordaba la historia que contaba, ni los personajes de esa historia, ni sus emociones, sino que le traía el recuerdo de ella, de sus ojos, de su boca, de sus manos, de todo su cuerpo; el recuerdo de los dos sentados en la plaza, hablando; de los dos paseando sin prisa por la calle, por el parque, entre las rosas; sobre la cama, iluminados vagamente por la luz blanca de la luna, recordando tiempos ya pasados, irrecuperables. Esos recuerdos le llevaron al deseo, muy tentador, de saborear el placer que producen las ilusiones, y, rindiéndose a él, se hizo la ilusión de que ella iba a su lado, que su mano le acariciaba el cuello, la nuca, y que todo lo que les había pasado no era más que un sueño que ella había tenido esa misma noche y que ahora se lo iba contando, mientras devoraban kilómetros y kilómetros, un día de verano, el primer día de vacaciones, camino de ese lugar, de esa ciudad, a la que le había prometido que irían cuando los chicos se hicieran mayores y se quedaran solos.
![[Img #10697]](upload/img/periodico/img_10697.jpg)
Su compañero, al no ser correspondido, después de insinuarse, se puso a hablarle, y le hablaba, le hablaba, y a ella le llegaban las palabras lejanas, casi imperceptibles, como si vinieran de otro mundo. De cuando en cuando, le contestaba que sí, que claro, que ya veríamos… lo justo para que pareciera que le escuchaba; pero no le escuchaba, su pensamiento no atendía a esas palabras, estaba ocupado en lo de ayer, en lo de esta mañana.
La oscuridad, en la que se había quedado la habitación, toda la casa, porque, al caer la temperatura en el último aliento del día, se había cerrado todo, era propicia para la remembranza y la ensoñación. Por eso no tuvo necesidad de entornar los ojos para verse, para verlo a él, para verse juntos en la memoria. Y se vio con él en el vestíbulo, entregándole el libro, un instante antes de que se fuera. Ese libro que, durante todo este tiempo, desde que aquella mañana lo encontró caído en la balda, había permanecido ahí, en esa misma balda, solo, ligeramente recostado sobre el pilar de la estantería. Al principio, le molestaba su presencia, incluso pensó en tirarlo a la basura, pero acabó acostumbrándose a él, y últimamente le gustaba mirarlo, y a veces lo hojeaba, encantándole el olor que aún desprendían sus páginas. Había acabado por cogerle cariño. Le traía muchos recuerdos, algunos amargos, pero otros muy felices. Y ahora, al retirarlo de la estantería, el mismo vacío que quedaba en la balda lo sintió en su interior, un vacío que dolía, y luego, al dárselo, fue como si se desprendiera de una parte de sí misma, acaso de aquella que más la identificaba, que querría conservar por encima de todo.
Después, tras salir él de casa, se vio de espaldas contra la puerta, de pie, con los ojos cerrados, escuchando sus pasos, todos y cada uno de ellos, bajando las escaleras. Cuando dejó de sentir los pasos y oyó el golpetazo de la puerta del portal al cerrarse, se fue hacia la ventana del salón y, apartando una esquina de la cortina, lo vio marchar por la calle con el libro en la mano. Caminaba ágil, deprisa, quizá demasiado, como si no le costara irse. Aun así, hubo un momento en que le pareció que se detendría para volverse y decirle adiós por última vez. Pero no lo hizo, continuó caminando a buen paso, hasta que los árboles de la avenida ya no le dejaron verlo. Luego, se apartó de la ventana y se dispuso a arreglar la habitación donde había pasado con él la noche. Al llegar frente al estudio, no pudo evitar mirar la estantería, ahora completamente vacía, y vio otro estudio, un estudio sin alma, sin vida, como muerto.
![[Img #10698]](upload/img/periodico/img_10698.jpg)
De repente, dejó de escuchar el rumor de las palabras, y todo fue silencio y oscuridad. Entonces, las imágenes aún se hicieron más nítidas, casi reales. Le pareció que estaba escuchando el ruido del motor, viendo los piornos de la mediana florecidos, intensamente amarillos, que podría alargar la mano y acariciar su cuello. Se lo estaba imaginando en el coche, rodando por la autovía, despacio, a menos de cien, casi interrumpiendo el tráfico.
No veía el libro por ninguna parte: ni en el salpicadero, ni en el asiento del acompañante, ni en la bandeja trasera. Seguramente estaría en el maletero, guardado en la bolsa de viaje. Antes de partir, en la habitación del hotel, lo habría metido con cuidado en la bolsa, encima de la ropa. Tal vez, al guardarlo, lo hubiera hojeado, encontrando alguna palabra, o toda una frase, subrayada. Ella sabía que las había, las había visto. Él siempre leía los libros con un lápiz en la mano. Tenía la costumbre –para ella una mala costumbre– de subrayar las palabras que le parecían hermosas o cuyo significado no conocía, incluso, si encontraba una frase que le gustaba cómo estaba escrita, también la subrayaba.
Lo veía atento a la carretera, parecía concentrado, ajeno al sonido de la radio: las noticias, la música o la cháchara de algún programa matinal. Intentó penetrar en su cabeza y explorar sus pensamientos, pero no pudo: todo él se revelaba opaco, hermético. Si hubiera podido imaginarse que se iba pensando en ella como ella se quedaba pensando en él, quizá le hubiera dolido menos ver cómo se alejaba y se alejaba, cada vez más, por aquella carretera ondulante, serpenteante, solitaria, llevándose, casi seguro, la última excusa que le quedaba para volver a verlo, a pasear con él, a recostarse a su lado, aunque fuera en la oscuridad, sin el resplandor de la luna.
Cuando el reloj de la torre de la catedral dejó caer las dos de la madrugada, las imágenes empezaron a debilitarse, a difuminarse sus contornos, y en nada se desvanecieron. Entonces, todo en su cabeza se volvió blanco, uniforme, y se quedó dormida, también. Se durmió doliéndose.
En Astorga, a 27 de junio de 2014
Inés Abellaneda
![[Img #10696]](upload/img/periodico/img_10696.jpg)
El coche se deslizaba suavemente por la autovía, que a lo lejos se la veía acomodándose a las ondulaciones del terreno. A un lado y a otro, grandes extensiones de cereal, ya amarillo, maduro, a punto para ser cosechado. A veces, descendiendo una loma, abajo, en el valle, aparecía un río, como una raya verde pintada sobre el campo dorado, y cerca de esta raya un pueblo pequeño, con sus casas de adobe, su iglesia de piedra y, allá, a las afueras, sobre un montículo, su torreón, último vestigio de una antigua fortaleza. De pronto, como por sorpresa, aunque por poco tiempo, el amarillo era reemplazado por el verde intenso de las viñas, que hacía que el campo fuera otro, menos inhóspito, más habitable, más vivo. Era una hermosa mañana de primavera, casi de verano. El sol reptaba lentamente por la bóveda del cielo, limpia de nubes, derrochando por el mundo, cada vez con más fuerza, luz y calor, pura vida. La luz, al ir ganando intensidad, le obligaba, para proteger sus ojos, claros, delicados, a ponerse las gafas de sol. El ruido de motor apenas se escuchaba. Desde que salió, solo un coche, un deportivo, lo había rebasado. Prácticamente iba solo por la autovía. No sentía necesidad de la radio: de las noticias, de la música. Silencio, monotonía.
A su lado, sobre el asiento del acompañante, estaba el libro que anoche, antes de acostarse con ella, había visto en la estantería del estudio. Ella se lo había dado en el vestíbulo en el momento de irse, cuando se despidieron. Tómalo, es tuyo, te lo olvidaste entonces, le había dicho, todavía sin vestir, medio desnuda, tentadora. Al tomarlo, rozó con los dedos sus dedos, blancos, delicados, aún calientes, y ese roce casual le recordó que la noche la había pasado con ella, al lado de su cuerpo, escuchando su voz, sintiendo su calor, notando la leve agitación de su pecho al respirar. Tan cerca había estado de ella. Se despidieron sin abrazarse, sin besarse, sin decirse nada, solo con la mirada. Fue una despedida corta, pero llena de ternura, y también de comprensión y aceptación, como si fuera definitiva, para siempre. Una despedida imposible de olvidar, que, pasara lo que pasara, la recordaría toda la vida, hasta el final. Y es que cómo olvidar su cara arrebolada, sus ojos indecisos: suplicantes y severos al mismo tiempo, y su boca, entreabierta, fruta madura, conteniendo los suspiros.
Salió de la casa y, bajando las escaleras, no pudo resistir la tentación de abrir el libro y mirar la primera página, donde no se imprime nada y siempre aparece en blanco, virgen. Y sí, era su libro; allí, en esa página, en la parte superior, con su letra, estaba escrito el lugar y la fecha, dónde y cuándo lo había comprado, y debajo, primero el nombre de ella y a continuación el suyo, cada uno con su respectivo primer apellido, tal como solía hacer cada vez que compraba un libro. Por la calle, camino del hotel, marchaba, apresurado, con el libro en la mano, completamente seguro de que ella estaba en la ventana viéndolo, esperando, quizá, a que se diera la vuelta para decirle por última vez adiós con la mano. No se giró, aunque estuvo tentado; prefirió no horadar más en la herida, ya estaba bastante abierta, y bastante dolía ya.
Y, ahora, mientras conducía, el libro, al verlo sobre el asiento, no le recordaba la historia que contaba, ni los personajes de esa historia, ni sus emociones, sino que le traía el recuerdo de ella, de sus ojos, de su boca, de sus manos, de todo su cuerpo; el recuerdo de los dos sentados en la plaza, hablando; de los dos paseando sin prisa por la calle, por el parque, entre las rosas; sobre la cama, iluminados vagamente por la luz blanca de la luna, recordando tiempos ya pasados, irrecuperables. Esos recuerdos le llevaron al deseo, muy tentador, de saborear el placer que producen las ilusiones, y, rindiéndose a él, se hizo la ilusión de que ella iba a su lado, que su mano le acariciaba el cuello, la nuca, y que todo lo que les había pasado no era más que un sueño que ella había tenido esa misma noche y que ahora se lo iba contando, mientras devoraban kilómetros y kilómetros, un día de verano, el primer día de vacaciones, camino de ese lugar, de esa ciudad, a la que le había prometido que irían cuando los chicos se hicieran mayores y se quedaran solos.
![[Img #10697]](upload/img/periodico/img_10697.jpg)
Su compañero, al no ser correspondido, después de insinuarse, se puso a hablarle, y le hablaba, le hablaba, y a ella le llegaban las palabras lejanas, casi imperceptibles, como si vinieran de otro mundo. De cuando en cuando, le contestaba que sí, que claro, que ya veríamos… lo justo para que pareciera que le escuchaba; pero no le escuchaba, su pensamiento no atendía a esas palabras, estaba ocupado en lo de ayer, en lo de esta mañana.
La oscuridad, en la que se había quedado la habitación, toda la casa, porque, al caer la temperatura en el último aliento del día, se había cerrado todo, era propicia para la remembranza y la ensoñación. Por eso no tuvo necesidad de entornar los ojos para verse, para verlo a él, para verse juntos en la memoria. Y se vio con él en el vestíbulo, entregándole el libro, un instante antes de que se fuera. Ese libro que, durante todo este tiempo, desde que aquella mañana lo encontró caído en la balda, había permanecido ahí, en esa misma balda, solo, ligeramente recostado sobre el pilar de la estantería. Al principio, le molestaba su presencia, incluso pensó en tirarlo a la basura, pero acabó acostumbrándose a él, y últimamente le gustaba mirarlo, y a veces lo hojeaba, encantándole el olor que aún desprendían sus páginas. Había acabado por cogerle cariño. Le traía muchos recuerdos, algunos amargos, pero otros muy felices. Y ahora, al retirarlo de la estantería, el mismo vacío que quedaba en la balda lo sintió en su interior, un vacío que dolía, y luego, al dárselo, fue como si se desprendiera de una parte de sí misma, acaso de aquella que más la identificaba, que querría conservar por encima de todo.
Después, tras salir él de casa, se vio de espaldas contra la puerta, de pie, con los ojos cerrados, escuchando sus pasos, todos y cada uno de ellos, bajando las escaleras. Cuando dejó de sentir los pasos y oyó el golpetazo de la puerta del portal al cerrarse, se fue hacia la ventana del salón y, apartando una esquina de la cortina, lo vio marchar por la calle con el libro en la mano. Caminaba ágil, deprisa, quizá demasiado, como si no le costara irse. Aun así, hubo un momento en que le pareció que se detendría para volverse y decirle adiós por última vez. Pero no lo hizo, continuó caminando a buen paso, hasta que los árboles de la avenida ya no le dejaron verlo. Luego, se apartó de la ventana y se dispuso a arreglar la habitación donde había pasado con él la noche. Al llegar frente al estudio, no pudo evitar mirar la estantería, ahora completamente vacía, y vio otro estudio, un estudio sin alma, sin vida, como muerto.
![[Img #10698]](upload/img/periodico/img_10698.jpg)
De repente, dejó de escuchar el rumor de las palabras, y todo fue silencio y oscuridad. Entonces, las imágenes aún se hicieron más nítidas, casi reales. Le pareció que estaba escuchando el ruido del motor, viendo los piornos de la mediana florecidos, intensamente amarillos, que podría alargar la mano y acariciar su cuello. Se lo estaba imaginando en el coche, rodando por la autovía, despacio, a menos de cien, casi interrumpiendo el tráfico.
No veía el libro por ninguna parte: ni en el salpicadero, ni en el asiento del acompañante, ni en la bandeja trasera. Seguramente estaría en el maletero, guardado en la bolsa de viaje. Antes de partir, en la habitación del hotel, lo habría metido con cuidado en la bolsa, encima de la ropa. Tal vez, al guardarlo, lo hubiera hojeado, encontrando alguna palabra, o toda una frase, subrayada. Ella sabía que las había, las había visto. Él siempre leía los libros con un lápiz en la mano. Tenía la costumbre –para ella una mala costumbre– de subrayar las palabras que le parecían hermosas o cuyo significado no conocía, incluso, si encontraba una frase que le gustaba cómo estaba escrita, también la subrayaba.
Lo veía atento a la carretera, parecía concentrado, ajeno al sonido de la radio: las noticias, la música o la cháchara de algún programa matinal. Intentó penetrar en su cabeza y explorar sus pensamientos, pero no pudo: todo él se revelaba opaco, hermético. Si hubiera podido imaginarse que se iba pensando en ella como ella se quedaba pensando en él, quizá le hubiera dolido menos ver cómo se alejaba y se alejaba, cada vez más, por aquella carretera ondulante, serpenteante, solitaria, llevándose, casi seguro, la última excusa que le quedaba para volver a verlo, a pasear con él, a recostarse a su lado, aunque fuera en la oscuridad, sin el resplandor de la luna.
Cuando el reloj de la torre de la catedral dejó caer las dos de la madrugada, las imágenes empezaron a debilitarse, a difuminarse sus contornos, y en nada se desvanecieron. Entonces, todo en su cabeza se volvió blanco, uniforme, y se quedó dormida, también. Se durmió doliéndose.
En Astorga, a 27 de junio de 2014






