Domingo, 10 de Agosto de 2014

La Soledad de Alvarito Somoza

Venancio Iglesias Martín, La Soledad de Alvarito Somoza, León, Lobo Sapiens, 2014.

 

 

Luis Miguel Suárez

 

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La Soledad de Alvarito Somoza es la primera novela del escritor leonés Venancio Iglesias, que ya se había dado a conocer con anterioridad como narrador con varios libros de cuentos (Esperando a Susana, Sombras en el camino, El león del Atlas y otros relatos…). La novela adopta la forma de unas breves memorias que Pablo Santamarta, reo de asesinato, redacta apresuradamente mientras espera el momento de su ejecución en el garrote vil. En ellas dará cuenta, de forma selectiva, de los avatares de su corta y desdichada vida: sus orígenes, su infancia, su educación, sus amores…, y de las circunstancias, un tanto confusas en su mente, que lo impulsaron al crimen. El texto autógrafo llegará a manos de José Matabuena, quien tras recibirlo del cura del pueblo, lo transcribirá —distribuyéndolo en capítulos de epígrafes entre cervantinos y quevedianos— y se lo entregará al editor. De ese azaroso proceso editorial y de otros pormenores de la historia de Pablo Santamarta (y de algunos personajes más) se da cuenta en el prólogo, el epílogo, el sobrepílogo, la noticia y los diversos documentos que acompañan a su relato. 

 

El hilo argumental y la estructura de la novela —con ciertos ribetes también picarescos— presenta algunas similitudes claras con La familia de Pascual Duarte, modelo literario reconocido de forma explícitamente luego por el autor, ya que, entre otros detalles, Pablo Santamarta escribe desde una celda en la que estuvo el personaje de Cela y donde permanece, además, bajo la custodia del cabo Césareo Martín, “el mismo que informó sobre las últimas horas de Pascual Duarte, un asesino cuyas memorias son bien conocidas” (p. 195). La soledad de Alvarito Somoza constituye así un homenaje a la novela del escritor gallego, y, al mismo tiempo, una parodia, puesto que el humor constituye uno de sus elementos esenciales. 

 

Cierto es que se trata casi siempre de un humor negro, que muestra, de fondo, una visión muy amarga de la vida. Una amargura  que se percibe ya en el propósito que guía la escritura de estas memorias: “Escribo para que, el que lo lea disfrute con la desgracia ajena; porque mientras contempla la desgracia y la muerte de los demás, el hombre piensa siempre que están lejos de su puerta”  (p. 17). Y es que eso será en buena medida la vida de Pablo Santamarta: un cúmulo de desgracias. De ahí que llegue a confesar cuando se acerca la hora de cumplir la sentencia capital: “Me pasa lo que le pasaba a Alvarito Somoza: que no tengo ni pizca de ganas de vivir” (p. 124). En términos análogos se expresará otro personaje: “…a mí lo que en la vida me ha costado más es vivir” (p. 98). Y es que la infelicidad dominará asimismo las vidas de casi todos ellos, abocados, de un modo u otro, a la desdicha, a la soledad y a la tragedia.

 

En esta situación no dejarán de influir las circunstancias históricas concretas —los duros años de la posguerra— cuyas consecuencias (penurias, humillaciones, injusticias, corruptelas…) sufrirán sobre todo los más humildes. Y aunque no sea la denuncia social el propósito expreso de su discurso, lo cierto es que en las anécdotas y reflexiones del protagonista queda suficientemente esbozado el cuadro sombrío del periodo histórico que le ha tocado vivir. 

 

Entre los numerosos personajes que desfilan por la novela —evocados con trazos rápidos pero precisos, y cuyo carácter queda definido sobre todo por las anécdotas, estrafalarias o truculentas en muchos casos, que protagonizan—, destacan las figuras de doña Tremedal e Isabelita, que en algún momento hicieron algo más soportable la vida de Pablo Santamarta. Y, sobre todo, Alvarito Somoza, compañero de juegos y desgracias, fallecido en unas trágicas circunstancias que solo el narrador conoce en detalle. La sombra de Alvarito continuará, no obstante, presente de forma obsesiva en su vida hasta fundirse con su propia personalidad —de hecho, a él, llegará incluso a atribuirle el asesinato por el que ha sido condenado— y asumir el protagonismo de la novela.

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Pablo, por su parte, resulta un personaje de turbia psicología. En su discurso alternarán los comentarios disparatados con la observaciones agudas —“Creo que doña Tremedal tiene razón. A veces pareces un genio, a veces un chiflao” (p. 44), dirá su madre definiendo a la perfección su personalidad—, la ternura con la crueldad, el detalle realista con la imaginación más desbordada o absurda. De manera que las muestras de desvarío y de cordura se entremezclan constantemente.

 

De igual modo, en su narración alternará el lenguaje llano  —a veces incluso vulgar en sus chistes y chascarrillos— con fragmentos de gran belleza poética. En cualquier caso, constituye un estilo de indudable factura literaria. Destacan, en este sentido, el espléndido capítulo 7, envuelto en una atmósfera de realismo mágico, o el capítulo final, donde su voz  acaba confundiéndose con la de Alvarito Somoza. 

 

Ciertamente, este estilo no resulta verosímil en un personaje como el narrador, con una instrucción escasa y con una formación literaria casi nula: sus únicas referencias, en este ámbito, proceden de las historias y poemas que les leía doña Tremedal; pero resultan, en su recuerdo, bastante nebulosas, pues ni siquiera es capaz de recordar, por ejemplo, el nombre de Cervantes o el de don Quijote. Algo semejante piensa el propio transcriptor, que pondera el talento literario del Pablo Santamarta, y concluye, dirigiéndose al lector con evidente ironía: 
“Sorprende a veces el dominio léxico del autor, que de niño debió de padecer algo de dislexia; ese es un misterio que no puedo aclarar. ¿Por qué caminos adquirió ese vocabulario? Cierto que yo he cambiado algunas cosillas sin importancia que querían significar otras pero en general puedo decirte que resulta misterioso su buen uso del idioma. Me hubiera gustado conocer la opinión de don Dámaso Alonso, profesor mío en la Universidad Complutense” (p. 194).

 

Es el juego de la perspectiva a que da pie el recurso cervantino del manuscrito hallado. En cualquier caso, las virtudes literarias de Pablo Santamarta son las del propio Venancio Iglesias, que en La soledad de Alvarito Somoza deja constancia de su talento como novelista. 

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