Alvaro Cunqueiro, una luz que declina
Publicamos hoy la segunda y tercera parte de un artículo de Manuel Gregorio González sobre la obra de Cunqueiro en el 'descontexto' de su publicación. La obra de Cunqueiro no cala porque su mundo es el de los dioses los héroes y los monstruos, el holograma inverso de nuestra y de su época, un mundo con retorno seguro y 'eterno' frente a los tiempos oscuros y de precariedad en que vivimos.
Manuel Gregorio González (Sevilla, 1970), es autor de los libros Gran Sur, Torres Villarroel, a orillas del mundo, Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío (Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2007) y El arte inútil. Colabora en prensa desde hace veinte años. En la actualidad es crítico literario en Diario de Sevilla, columnista de opinión en andalucesdiario.es, y autor del blog "Arte inútil".
![[Img #12239]](upload/img/periodico/img_12239.jpg)
pero gastarás el día, la noche y la muerte
sin encontrar jamás en el suelo el anillo de oro.
Quizá para esto no hacía falta
que Dios te despertase e hiciese la luz.
Álvaro Cunqueiro
II
La música no se refuta
Eugenio d’Ors
Hay un cambio crucial que explica bien la mezcla de extrañeza y maravilla, de párvula imaginación en sepia, que produce la obra de Cunqueiro. Este cambio es la desaparición de la cultura agraria, el fin del tiempo circular y sus dioses nocturnos, feraces, providentes, que aguardan su tributo junto al fuego. Según Hobsbawm, la vasta migración del siglo pasado es de igual magnitud a la llegada del Neolítico. Lo cual significa, por un lado, que el hombre ha perdido el orbe mitológico que lo sustentaba; y de otra parte, que los nuevos mitos son ya mitos científicos, acorazados en hierro, sin el entrañamiento y la carnalidad de las viejas deidades cereales.
Esta es la razón de que Cunqueiro provoque cierto estupor en sus nuevos lectores, pues el hombre del XX vive ya naturalmente en el prejuicio tecnológico, en la epifanía de lo artificial, mientras que en la obra cunqueriana lo que asoma es la raíz agrícola de Occidente, la pulcra artesanía, el atavismo mineral que une a la mujer y el barro, al oro y el crisol del alquimista. Durante milenios, la humanidad había vivido atenta al latir de las cosechas, a la fermentación del vino, y en el breve espacio de una generación, el Dios de los pastores se había quedado sin ovejas. Por supuesto, este proceso da comienzo mucho antes, con la divinidad industriosa de la Protesta. Pero es en el XX, después de la II Guerra Mundial, cuando la ciencia suplantó definitivamente a una Naturaleza tan pródiga como arbitraria. Y esto de un modo irreversible, matemático, exahustivo, sin necesidad de rogativas ni ofrendas a la Virgen. ¿Entonces, por qué Cunqueiro insiste en sus fabulaciones, en una obra marginal que evoca reinas peregrinas y santos labradores que amistan con los mirlos? Por una razón capital: en el mundo de Cunqueiro, el hombre es la medida de todas las cosas, y el mar o el meteoro son dioses iracundos o mensajes divinos, pero tratan al viajero como lo que es, el centro de la Creación, la última razón del Cosmos.
Ya sea con la mitología grecolatina, con la iconografía cristiana o las leyendas orientales, lo que Cunqueiro pretende restañar es la hermandad del hombre y el misterio. Pero misterio no equivale aquí a lo monstruoso, a los peligros y asechanzas de la novela moderna. El misterio en Cunqueiro es la profunda ligazón del hombre con el todo, un retreparse a los ancestros y dioses de la aldea, que dan cobijo al animal humano contra la oscuridad del mundo. Sólo cuando esta protección desaparezca, cuando el tiempo ya no sea el tiempo circular, El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, la maravilla se transformará en terror, y el prodigio en amenaza. Quiere decirse que con la caída de los viejos mitos, lo que cae es ese vasto entramado religioso que daba justificación al hombre. De modo que sin el misterio trascendente, sin el resguardo de la divinidad, el hombre se halla vuelto hacia sí mismo, girado contra sí, recelando de un misterio que no es ya aviso del Altísimo, compaña ultramundana, sino peligro acrecido con la ciencia, con una naturaleza infausta, con giros y mutaciones que tornan monstruoso lo apacible. La gran diferencia entre los bestiarios medievales que amó Cunquerio y la bestias modernas a loTiburón es ésta: la conversión del milagro en anomalía punzante. Y no sólo porque las bestias no están ya al servicio del hombre, sino porque la humanidad ha descubierto su bestialidad, su rencor, la desesperación de saberse único y admirable, orillado e inútil.
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No es casualidad que Cunqueiro abominara del pesimismo de Sartre. El existencialismo fue la religión de los hombres sin fe, y Cunqueiro añoraba la antigua fe que enlaza al hombre con lo inexplicado, o sea con la esperanza. Asunto aparte es que Cunqueiro no entendiera (porque no podía o no quiso), que el existencialismo de posguerra era un humanismo a la desesperada, una búsqueda de la dignidad junto a la tumba de los dioses (el viejo Nietzsche hizo de párroco en aquel sepelio). “Yo he visto el túmulo de un dios en Creta./ Creedme, su tamaño era el de un hombre”, escribe el poeta Julio Martínez Mesanza. Pero Cunqueiro sabía ya todo esto, y también que sin un cierto grado de irracionalidad, sin un adensamiento en lo oscuro, el hombre se transforma en una bestia pusilánime, aterida, y por tanto peligrosa. Digamos que Cunqueiro parte de la idea de Dios, de la Creación como una ofrenda voluntaria y más alta, y entonces lo que compete a nuestra raza es celebrar perpetuamente ese regalo. Sin embargo, la humanidad del XX había amortizado sus viejas divinidades, sus idolillos en barbecho, de modo que la gratitud ya no era necesaria, y lo que iba quedando era defenderse, pertrecharse, dar un perfil estoico ante la nada.
No olvidemos que Eliade firma El mito del eterno retorno en el año 47, después de unas vanguardias que, con Freud, habían buceado en el lago abisal de lo inconsciente. De hecho, Cunqueiro empezó en un surrealismo lorquiano, que luego abandona por una ensoñación más pía y culturalista, pues Freud rebaja a Dios a la categoría de padre colérico y ausente, y Cunqueiro buscaba medrar en lo divino, peraltar una tiniebla heráldica de obispos y tatarabuelos. Decía que Eliade publica su ensayo a mitad de siglo, y esto significa que el XX comienza preguntándose por sus pasiones, por un hemisferio equívoco y en sombras. Pero también que a esas alturas, el tiempo circular, la connivencia del hombre y lo sagrado, ya no eran motivo de fe, sino objeto de estudio. De esta cruda manera es como lo inefable se traslada del púlpito a las bibliotecas, y el misterio, la palabra ascendente, huye del atrio a los poemas. O dicho de otro modo, el hombre había perdido su profundidad, la memoria de la especie, la inmensa crucería que nos lleva, entre mártires y aparecidos, hasta el regazo de Eva.
Sin embargo, todo esto no eran más que categorías irracionales (“la música no se refuta” había escrito d´Ors refiriéndose al nacionalismo de Sabino Arana), y el hombre de la modernidad lo había apostado todo a la ciencia, a la heredad vicaria y parcelada de la lógica. A Cunqueiro le gustó el ornitorrico por lo que tenía de excepción, de misterio, de lujo palpitante y joya viva. Sin embargo, al exahustivizar los conocimientos humanos, lo que hemos quitado es esa capa de ensoñación y bruma, el espesor del mito, para quedarnos ante una lucidez brillante, cegadora, ociosa. Sin ese viejo manto, la bóveda celeste es sólo una medida de nuestras soledades. Y nadie querrá ser un Atlas para nada. He aquí, pues, la queja de Cunqueiro, su afán inacabado, el fracaso inicial que le llevó al triunfo.
![[Img #12240]](upload/img/periodico/img_12240.jpg)
III
La gran lejanía que es el mundo
Ortega y Gasset
En definitiva, Cunqueiro pretende restaurar la mansa monarquía de lo maravilloso, cuando el terror moderno llega a su perfección en Auswitz e Hiroshima. Cunqueiro entremete el tiempo mineral, el lar y la cosecha, cuando la Humanidad ya es una Humanidad urbana, tecnológica, masiva, que ignora por completo el campo. Por último, Cunqueiro acude a los ancestros, a su abrigo benigno y lastimero, cuando los dioses dormitan entre ruinas. Pero esto no es el número de sus errores, sino la nómina de sus razones, el índice de los motivos que le llevan a erigir su obra. En cierto modo, la escritura de Cunqueiro es el holograma inverso de una época. Donde hubo sombras, hay luz, donde creció el temor, surge el prodigo. Y todo, como digo, en el tiempo más humano de la Naturaleza, pues el hombre actual es ya un esclavo del cronómetro, y no recuerda en nada a aquel viajero arcádico, aquel fauno dichoso, que pastoreó la edad de las espigas y vientre de las uvas.
Así pues, este nuevo retoñar de la fabulación y el mito (me refiero a Tolkien, a Lewis, a la saga espacial inventada por Lucas), tienen un precedente insólito, un orondo antepasado, en el escritor de Mondoñedo. Quiero decir que el regreso de la épica, la vida hecha camino y aventura, estaban ya en Cunqueiro como un avizoramiento natural de lo que el siglo esperaba. Quizá Cunqueiro llegó demasiado pronto, o quizá erró en el ámbito de sus indagaciones y nostalgias. Lo cierto es que desde las vanguardias hasta Eliade, desde Poe hasta Freud y lo real maravilloso, el hombre ha buscado un sumidero por el que huir de la Era de las Ciencias. El problema es la imposibilidad de esta huida, pues sólo escapamos científicamente, analíticamente, a través de la lógica y el escrutinio, bien glosando los mitos hebreos, como Graves, bien dando carne teórica a lo que fue vivencia indiscutida, entrañamiento y fiebre, mudo temblor ante lo eterno, como en Lévi-Strauss o Malinowski. Esto es lo que luego han hecho la historia de las mentalidades y la escuela de los Annales (Le Goff, Braudel, Delemeau, Lucien Febvre, etcétera), pero siempre contemplando el misterio desde fuera, como arqueólogos de un saurio hecho de humo.
Por otra parte, lo real maravilloso tal vez deba su éxito a una ausencia de lo trascendente, a su extraño irracionalismo sin dioses ni hechiceros (en Tolkien o Harry Potter encontramos la magia, pero no la alegría, la huella de la divinidad, el vínculo con lo sagrado). Sin embargo, en Cunqueiro, no sólo nos topamos al Dios de los católicos; también, y principalmente, nos hallamos ante el Dios niño de Belén, ante el Hijo del Hombre y el Dios entre peroles de Santa Teresa. Es decir, ante una divinidad alegre, caritativa, humana, que habla en nombre del perdón ("la gran perdonanza” de Cunqueiro) y cambia su vida por la nuestra. Ya hemos visto que para Ortega el mundo era un distanciarse, una extrañeza radical que a la vuelta nos singulariza. En Cunqueiro, por contra, el universo no es más que una extensión del hombre, un cuerpo vibrátil y animado, inmensa cercanía, que linda con el corazón del hombre. Así pues, “el silencio significante de las cosas” que decía Bataille, es ese idioma secreto de los seres sin idioma, que dicen al viajero su palabra de piedra, su rezo milenario. ¿Cómo, entonces, iba a llegar Cunqueiro a la trascendencia arenosa de Miguel Ángel Asturias, o a la violencia artúrica, sombría, de mister Tolkien? La obra de Cunqueiro es una epifanía, pero una epifanía que nadie supo entender, que nadie quiso escuchar, atentos como estábamos al trajín nuclear y el lento rumiar de la conciencia.
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Vista en la distancia, la obra de Cunqueiro se aparece como un magno fracaso, igual que en su adorado Chateaubriand, pues ambos escriben ya desde otro mundo, asidos a la fe y al bulto amigo de los muertos. Cunqueiro acierta al reclamar la magia, y se equivoca al pensar que un día volverá la Edad de Oro (una edad, por otra parte, que jamás ha existido). Lo cierto es que la Humanidad había cambiado irreversiblemente, y el paso demorado de Rabelais, la calma tabernaria de Boswell y de Johnson, el mito de las islas Sevarambas, ya no eran posibles. Ese optimismo ingenuo de Cunqueiro, los siglos al trasluz que dan cuerpo a sus libros, no podían cuadrar con una época hecha a la prisa, al horror, a las masas urbanas y la producción en serie. Si hemos de decir la verdad, Cunqueiro nos gusta por cuanto tiene de perdedor, de soñador, de tierno paladín con gafas de montura y manos abaciales. A lo cual añadimos un principio d’orsiano: “aquel que ordena que, bajo la pluma del verdadero escritor, toda palabra sea neologismo”. Así se cumplió y así se hizo en la escritura de esta luz declinante, de este faro nocturno, vigía esperanzado y fabuloso, que fue Álvaro Cunqueiro.
Escrito en Lecturas Turia por
Manuel Gregorio González
Manuel Gregorio González (Sevilla, 1970), es autor de los libros Gran Sur, Torres Villarroel, a orillas del mundo, Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío (Premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografías 2007) y El arte inútil. Colabora en prensa desde hace veinte años. En la actualidad es crítico literario en Diario de Sevilla, columnista de opinión en andalucesdiario.es, y autor del blog "Arte inútil".
![[Img #12239]](upload/img/periodico/img_12239.jpg)
pero gastarás el día, la noche y la muerte
sin encontrar jamás en el suelo el anillo de oro.
Quizá para esto no hacía falta
que Dios te despertase e hiciese la luz.
Álvaro Cunqueiro
II
La música no se refuta
Eugenio d’Ors
Hay un cambio crucial que explica bien la mezcla de extrañeza y maravilla, de párvula imaginación en sepia, que produce la obra de Cunqueiro. Este cambio es la desaparición de la cultura agraria, el fin del tiempo circular y sus dioses nocturnos, feraces, providentes, que aguardan su tributo junto al fuego. Según Hobsbawm, la vasta migración del siglo pasado es de igual magnitud a la llegada del Neolítico. Lo cual significa, por un lado, que el hombre ha perdido el orbe mitológico que lo sustentaba; y de otra parte, que los nuevos mitos son ya mitos científicos, acorazados en hierro, sin el entrañamiento y la carnalidad de las viejas deidades cereales.
Esta es la razón de que Cunqueiro provoque cierto estupor en sus nuevos lectores, pues el hombre del XX vive ya naturalmente en el prejuicio tecnológico, en la epifanía de lo artificial, mientras que en la obra cunqueriana lo que asoma es la raíz agrícola de Occidente, la pulcra artesanía, el atavismo mineral que une a la mujer y el barro, al oro y el crisol del alquimista. Durante milenios, la humanidad había vivido atenta al latir de las cosechas, a la fermentación del vino, y en el breve espacio de una generación, el Dios de los pastores se había quedado sin ovejas. Por supuesto, este proceso da comienzo mucho antes, con la divinidad industriosa de la Protesta. Pero es en el XX, después de la II Guerra Mundial, cuando la ciencia suplantó definitivamente a una Naturaleza tan pródiga como arbitraria. Y esto de un modo irreversible, matemático, exahustivo, sin necesidad de rogativas ni ofrendas a la Virgen. ¿Entonces, por qué Cunqueiro insiste en sus fabulaciones, en una obra marginal que evoca reinas peregrinas y santos labradores que amistan con los mirlos? Por una razón capital: en el mundo de Cunqueiro, el hombre es la medida de todas las cosas, y el mar o el meteoro son dioses iracundos o mensajes divinos, pero tratan al viajero como lo que es, el centro de la Creación, la última razón del Cosmos.
Ya sea con la mitología grecolatina, con la iconografía cristiana o las leyendas orientales, lo que Cunqueiro pretende restañar es la hermandad del hombre y el misterio. Pero misterio no equivale aquí a lo monstruoso, a los peligros y asechanzas de la novela moderna. El misterio en Cunqueiro es la profunda ligazón del hombre con el todo, un retreparse a los ancestros y dioses de la aldea, que dan cobijo al animal humano contra la oscuridad del mundo. Sólo cuando esta protección desaparezca, cuando el tiempo ya no sea el tiempo circular, El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, la maravilla se transformará en terror, y el prodigio en amenaza. Quiere decirse que con la caída de los viejos mitos, lo que cae es ese vasto entramado religioso que daba justificación al hombre. De modo que sin el misterio trascendente, sin el resguardo de la divinidad, el hombre se halla vuelto hacia sí mismo, girado contra sí, recelando de un misterio que no es ya aviso del Altísimo, compaña ultramundana, sino peligro acrecido con la ciencia, con una naturaleza infausta, con giros y mutaciones que tornan monstruoso lo apacible. La gran diferencia entre los bestiarios medievales que amó Cunquerio y la bestias modernas a loTiburón es ésta: la conversión del milagro en anomalía punzante. Y no sólo porque las bestias no están ya al servicio del hombre, sino porque la humanidad ha descubierto su bestialidad, su rencor, la desesperación de saberse único y admirable, orillado e inútil.
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No es casualidad que Cunqueiro abominara del pesimismo de Sartre. El existencialismo fue la religión de los hombres sin fe, y Cunqueiro añoraba la antigua fe que enlaza al hombre con lo inexplicado, o sea con la esperanza. Asunto aparte es que Cunqueiro no entendiera (porque no podía o no quiso), que el existencialismo de posguerra era un humanismo a la desesperada, una búsqueda de la dignidad junto a la tumba de los dioses (el viejo Nietzsche hizo de párroco en aquel sepelio). “Yo he visto el túmulo de un dios en Creta./ Creedme, su tamaño era el de un hombre”, escribe el poeta Julio Martínez Mesanza. Pero Cunqueiro sabía ya todo esto, y también que sin un cierto grado de irracionalidad, sin un adensamiento en lo oscuro, el hombre se transforma en una bestia pusilánime, aterida, y por tanto peligrosa. Digamos que Cunqueiro parte de la idea de Dios, de la Creación como una ofrenda voluntaria y más alta, y entonces lo que compete a nuestra raza es celebrar perpetuamente ese regalo. Sin embargo, la humanidad del XX había amortizado sus viejas divinidades, sus idolillos en barbecho, de modo que la gratitud ya no era necesaria, y lo que iba quedando era defenderse, pertrecharse, dar un perfil estoico ante la nada.
No olvidemos que Eliade firma El mito del eterno retorno en el año 47, después de unas vanguardias que, con Freud, habían buceado en el lago abisal de lo inconsciente. De hecho, Cunqueiro empezó en un surrealismo lorquiano, que luego abandona por una ensoñación más pía y culturalista, pues Freud rebaja a Dios a la categoría de padre colérico y ausente, y Cunqueiro buscaba medrar en lo divino, peraltar una tiniebla heráldica de obispos y tatarabuelos. Decía que Eliade publica su ensayo a mitad de siglo, y esto significa que el XX comienza preguntándose por sus pasiones, por un hemisferio equívoco y en sombras. Pero también que a esas alturas, el tiempo circular, la connivencia del hombre y lo sagrado, ya no eran motivo de fe, sino objeto de estudio. De esta cruda manera es como lo inefable se traslada del púlpito a las bibliotecas, y el misterio, la palabra ascendente, huye del atrio a los poemas. O dicho de otro modo, el hombre había perdido su profundidad, la memoria de la especie, la inmensa crucería que nos lleva, entre mártires y aparecidos, hasta el regazo de Eva.
Sin embargo, todo esto no eran más que categorías irracionales (“la música no se refuta” había escrito d´Ors refiriéndose al nacionalismo de Sabino Arana), y el hombre de la modernidad lo había apostado todo a la ciencia, a la heredad vicaria y parcelada de la lógica. A Cunqueiro le gustó el ornitorrico por lo que tenía de excepción, de misterio, de lujo palpitante y joya viva. Sin embargo, al exahustivizar los conocimientos humanos, lo que hemos quitado es esa capa de ensoñación y bruma, el espesor del mito, para quedarnos ante una lucidez brillante, cegadora, ociosa. Sin ese viejo manto, la bóveda celeste es sólo una medida de nuestras soledades. Y nadie querrá ser un Atlas para nada. He aquí, pues, la queja de Cunqueiro, su afán inacabado, el fracaso inicial que le llevó al triunfo.
![[Img #12240]](upload/img/periodico/img_12240.jpg)
III
La gran lejanía que es el mundo
Ortega y Gasset
En definitiva, Cunqueiro pretende restaurar la mansa monarquía de lo maravilloso, cuando el terror moderno llega a su perfección en Auswitz e Hiroshima. Cunqueiro entremete el tiempo mineral, el lar y la cosecha, cuando la Humanidad ya es una Humanidad urbana, tecnológica, masiva, que ignora por completo el campo. Por último, Cunqueiro acude a los ancestros, a su abrigo benigno y lastimero, cuando los dioses dormitan entre ruinas. Pero esto no es el número de sus errores, sino la nómina de sus razones, el índice de los motivos que le llevan a erigir su obra. En cierto modo, la escritura de Cunqueiro es el holograma inverso de una época. Donde hubo sombras, hay luz, donde creció el temor, surge el prodigo. Y todo, como digo, en el tiempo más humano de la Naturaleza, pues el hombre actual es ya un esclavo del cronómetro, y no recuerda en nada a aquel viajero arcádico, aquel fauno dichoso, que pastoreó la edad de las espigas y vientre de las uvas.
Así pues, este nuevo retoñar de la fabulación y el mito (me refiero a Tolkien, a Lewis, a la saga espacial inventada por Lucas), tienen un precedente insólito, un orondo antepasado, en el escritor de Mondoñedo. Quiero decir que el regreso de la épica, la vida hecha camino y aventura, estaban ya en Cunqueiro como un avizoramiento natural de lo que el siglo esperaba. Quizá Cunqueiro llegó demasiado pronto, o quizá erró en el ámbito de sus indagaciones y nostalgias. Lo cierto es que desde las vanguardias hasta Eliade, desde Poe hasta Freud y lo real maravilloso, el hombre ha buscado un sumidero por el que huir de la Era de las Ciencias. El problema es la imposibilidad de esta huida, pues sólo escapamos científicamente, analíticamente, a través de la lógica y el escrutinio, bien glosando los mitos hebreos, como Graves, bien dando carne teórica a lo que fue vivencia indiscutida, entrañamiento y fiebre, mudo temblor ante lo eterno, como en Lévi-Strauss o Malinowski. Esto es lo que luego han hecho la historia de las mentalidades y la escuela de los Annales (Le Goff, Braudel, Delemeau, Lucien Febvre, etcétera), pero siempre contemplando el misterio desde fuera, como arqueólogos de un saurio hecho de humo.
Por otra parte, lo real maravilloso tal vez deba su éxito a una ausencia de lo trascendente, a su extraño irracionalismo sin dioses ni hechiceros (en Tolkien o Harry Potter encontramos la magia, pero no la alegría, la huella de la divinidad, el vínculo con lo sagrado). Sin embargo, en Cunqueiro, no sólo nos topamos al Dios de los católicos; también, y principalmente, nos hallamos ante el Dios niño de Belén, ante el Hijo del Hombre y el Dios entre peroles de Santa Teresa. Es decir, ante una divinidad alegre, caritativa, humana, que habla en nombre del perdón ("la gran perdonanza” de Cunqueiro) y cambia su vida por la nuestra. Ya hemos visto que para Ortega el mundo era un distanciarse, una extrañeza radical que a la vuelta nos singulariza. En Cunqueiro, por contra, el universo no es más que una extensión del hombre, un cuerpo vibrátil y animado, inmensa cercanía, que linda con el corazón del hombre. Así pues, “el silencio significante de las cosas” que decía Bataille, es ese idioma secreto de los seres sin idioma, que dicen al viajero su palabra de piedra, su rezo milenario. ¿Cómo, entonces, iba a llegar Cunqueiro a la trascendencia arenosa de Miguel Ángel Asturias, o a la violencia artúrica, sombría, de mister Tolkien? La obra de Cunqueiro es una epifanía, pero una epifanía que nadie supo entender, que nadie quiso escuchar, atentos como estábamos al trajín nuclear y el lento rumiar de la conciencia.
![[Img #12241]](upload/img/periodico/img_12241.jpg)
Vista en la distancia, la obra de Cunqueiro se aparece como un magno fracaso, igual que en su adorado Chateaubriand, pues ambos escriben ya desde otro mundo, asidos a la fe y al bulto amigo de los muertos. Cunqueiro acierta al reclamar la magia, y se equivoca al pensar que un día volverá la Edad de Oro (una edad, por otra parte, que jamás ha existido). Lo cierto es que la Humanidad había cambiado irreversiblemente, y el paso demorado de Rabelais, la calma tabernaria de Boswell y de Johnson, el mito de las islas Sevarambas, ya no eran posibles. Ese optimismo ingenuo de Cunqueiro, los siglos al trasluz que dan cuerpo a sus libros, no podían cuadrar con una época hecha a la prisa, al horror, a las masas urbanas y la producción en serie. Si hemos de decir la verdad, Cunqueiro nos gusta por cuanto tiene de perdedor, de soñador, de tierno paladín con gafas de montura y manos abaciales. A lo cual añadimos un principio d’orsiano: “aquel que ordena que, bajo la pluma del verdadero escritor, toda palabra sea neologismo”. Así se cumplió y así se hizo en la escritura de esta luz declinante, de este faro nocturno, vigía esperanzado y fabuloso, que fue Álvaro Cunqueiro.
Escrito en Lecturas Turia por
Manuel Gregorio González






