Pedro Martínez / Córdoba
Sábado, 11 de Octubre de 2014

Adiós, Bronia, adiós

 

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Por lo que se ve han pasado otra vez como treinta años y cuando pasa el tiempo lo mejor de si vuelve al recuerdo  es que venga lleno de sorpresas  desconocidas.

 

En los años 80, pues, hubo en Castrillo de los Polvazares un ciclo de cine dedicado al director francés llamado René Clair, fallecido poco antes. Esto dicho así parece extraño, pero es que su viuda había empezado a pasar los veranos en este pueblo de Maragatería. Las proyecciones tenían lugar en una ermita que conservaba  casi todo lo propio y ahora servía para estas cosas. El día en que nosotros nos enteramos, ponían "Todo el oro del mundo" y allá fuimos, a segunda fila. Antes de apagar las luces llegó un grupo de mujeres acompañando a la tenue Bronia. Se sentaron en la primera, reservada ya para ellas. La mayor, Bronia, traía en sus manos un ramillete de lavanda florecida muy pequeño y recogido por un hilo. Se apagaron las luces y comenzó aquel drama cómico sobre las mutaciones que trae el progreso a la vida de la gente. El personaje central es un hombre del campo acorralado por los intereses de una constructora que lo persigue de mil maneras. El tono es bastante inocente o ingenuo, tratando siempre de convertir los acosos en escenas cómicas. Hay incluso una secuencia nocturna con familiares que vienen del Más Allá para intentar convencerlo. No cede y se queda en su sitio con su casa y su huerta. Ante tal testarudez la empresa se ve obligada  a  abandonar todos los planes. Nosotros habíamos visto hacía tiempo esta película con un público que se reía mucho. Ahora la gente que había venido a la ermita estaba seria, como viendo algo que no tenía nada de gracioso. Parecía en todo caso que aquello les estaba dando la razón. Es conveniente pensar que, de aquella, la pequeña población de Castrillo no era de veraneantes, aunque ya los hubiera.

 

Cuando se encendieron las luces la seriedad y la satisfacción se masticaban. La gente empezó a salir llevándose muchos la silla y Bronia, arropada por quienes la acompañaban, inició también la retirada. Nos quedamos viendo la ermita vacía y descubrimos que en su silla  había quedado el ramillete de lavanda. ‘Charo’ quiso acercárselo, pero iba rodeada de gente y no parecía una buena idea la de interrumpir por causa de aquel pequeño manojo perfumado. Nos lo llevamos y estuvo en nuestra mesilla de noche todo lo que quedaba de verano y se vino más tarde a Córdoba como un buen recuerdo.

 

Bronia llegó a París con una hermana  algo mayor y por las fotografías que existen de aquellos días se demuestra que no pasaron desapercibidas. Ella era una adolescente de 16 años con un aire triste y misterioso, convencida quizás de que la vida sería lo que le llegara, y ese parecía ser realmente su diablo en el cuerpo. Raymond Radiguet había contado con menos de veinte años una historia de amor que  parecía salida de un diario personal, que se publicó escandalosamente  en aquellos mismos días. La novela hablaba  de un adolescente y una recién casada que se había quedado sola por culpa de la guerra. El escenario era la Gran Guerra y, en paralelo, una apasionada historia de amor, que contravenía todos los principios morales, vivida por los que no habían ido al campo de batalla. Todo estaba reciente, la novela y la realidad. Aparece Bronia y Raymond Radiguet decide casarse con ella, pero en este mismo tiempo y, sin dar un respiro, unas fiebres tifoideas se lo llevarán a él para siempre.

 

Alrededor de tres años después se convierte con veinte  en la mujer de René Clair. Viven juntos más de cincuenta y en este anochecer de verano en Castrillo de los Polvazares Bronia Madreperla asiste a una sesión de cine en su recuerdo.

 

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La vida es un misterio inesperado; la vida de todos. Esta mujer de familia judía, quizás, se dice que salió de Rusia y también de Polonia, pero cuando llegó a París con su hermana las dos venían de Holanda. Apenas entran en la que era entonces la ciudad del arte son recibidas como si las estuvieran esperando. Los  creadores locales y los foráneos cuentan con ellas desde el primer momento. Bronia se convirtió entonces en el último amor de un escritor adolescente, que interpretó su propia muerte inesperada como un asunto más de la guerra, y se casó después con un director de cine a quien esa tarde representaba en Castrillo. Los que  acudimos a la ermita estábamos participando en un desvío a vía muerta, como ocurre casi siempre, pues aquella noche que comenzaba, por lo que ahora sabemos, hubiera podido ella, Bronia, habernos contado para que aprendiéramos  con una perspectiva de casi cien años que nadie vive a salvo de dar pasos perdidos,  los que uno mismo da y los que dan otros por ti.

 

Nadie debería quedarse sin la gracia de tener la ocasión de revivir el tiempo recorrido, tanto el de tu memoria como el de la memoria de los otros.

 

 Adiós Bronia. Bienvenida a nuestra tierra.

 

 

 

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