Inés Abellaneda
Domingo, 19 de Octubre de 2014

Ella, después de la partida

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Caminaba. Caminaba despacio por el sendero; más despacio, mucho más que anteayer, que hace una semana, un mes o casi un año. Parecía que iba paseando, como si el colesterol, el peso o la ansiedad le dieran igual, ya no le importaran nada. A veces se detenía y se quedaba mirando el movimiento de las nubes, esperando quizá ver en ello un signo de buen presagio. Su sombra, las sombras de los árboles, las de las zarzamoras, se iban alargando, alargando. La tarde estaba cayendo. 


Se detuvo en el puente. Reclinada sobre el pretil, dejó caer la mirada sobre el río. Debajo, levemente hacia adelante, la delgada lámina de agua se quebraba en una pequeña falla y caía en cascada, produciendo un sonido monótono, como un incesante sollozo. Un poco más allá, la maleza crecía abundante en las orillas, y entre la maleza, algunos lirios amarillos. Y todavía más allá, las ramas de un árbol –seguramente un salguero– se combaban sobre el cauce hasta llegar a rozar, a hundirse incluso, en el agua remansa y verdinegra. A su espalda, mientras tanto, al sol se le iba la vida sobre el horizonte, dejando en el cielo una mancha roja, como una herida abierta, sangrando. 


De pronto, el paisaje se quedó gris, sin colores, y se levantó aire. Sintió frío y, estremecida, reanudó el paseo. Todo le recordaba a él. Lo veía en el cielo, en las nubes, en la corriente del agua, en los lirios, en toda la naturaleza. Hasta el viento le parecía que le traía volando sus pensamientos, y los roces, suaves, apenas perceptibles, de las hojas, de los juncos, fueron para ella más que un rumor, fueron palabras que le decían cosas; le decían que él la recordaba y que quería volver a verla. Que quería volver a verla. 


El sendero se abrió en un camino de tierra, y ese camino siguió bordeando el río un trecho más, hasta que murió en una carretera de asfalto. Pero la carretera ya no continuó con el río, se dobló hacia la izquierda, hacia la ciudad. El río siguió su curso, oculto bajo una línea irregular de maleza, que cruzaba la llanura destacándose sobre los sembrados de cereal, ya amarillos, a punto de ser cosechados. La carretera se iba empinando cada vez más a medida que se acercaba a la ciudad. Ella comenzó a subir. Subía sintiendo en el estómago el hormigueo de la desazón, como quien acude a una cita, a la primera cita. Se ahuecó el pelo con los dedos, se humedeció los labios y con la palma de la mano se alisó la camiseta deportiva. No había escaparates, pero, de haberlos habido, seguro que se hubiera mirado como en un espejo en alguno de ellos para ver cómo estaba, si estaba guapa.

 

 

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Sabía que era improbable, casi imposible; sin embargo, el corazón, todas sus vísceras, le decían que sí, que sí, que sí. Y ella, que desde hace dos días era ya más corazón que cabeza, subía como si fuera que sí.
En la mitad de la cuesta, ya cerca de la muralla, se detuvo. No fue la fatiga, ni tampoco el calor, lo que le hizo pararse, sino un recuerdo, que de manera súbita, inesperada, emergió en su memoria, alterándolo todo por un momento. Pues los recuerdos son como las cerezas, nunca vienen solos, siempre traen enganchados otros recuerdos, algunos dulces, otros amargos. Recordó aquella carrera; la recordó con la misma nitidez que si hubiera sido ayer, a pesar de que fue ya hace mucho tiempo, más de diez años. Él subía corriendo esta misma cuesta. Era primavera, un día espléndido de mediados de abril. Traía la camiseta naranja. Se había puesto esta camiseta porque el naranja era el color preferido de su hijo mayor y pensó que ese color le daría suerte. Subía jadeando, casi al límite, con todos los músculos de sus piernas tensos, empapado en sudor, sufriendo, y ella, desde arriba, desde la muralla, lo animaba palmeando y gritando su nombre, esforzándose porque su voz se elevara por encima de las demás voces y él pudiera oírla. Él la oyó, oyó su voz desgarrada, y le sonrió y le dijo adiós con la mano, aunque iba exhausto, muerto.


Entonces, las cosas iban bien. Entre ellos se prodigaban los besos y las caricias, y las palabras amables y cariñosas. Y sobre todo había complicidad. Pero luego todo cambió. Los silencios se fueron haciendo cada vez más largos; las miradas se volvieron esquivas; y no tardaron en llegar las caras largas, los reproches y los gritos. Recordó a los niños llorando, y a él, saliendo por la puerta, con lo puesto, sin despedirse. Al día siguiente regresó por sus cosas, por sus libros, y ya no volvió a verlo más en casa. Después, a la noche, su hijo mayor vino a su cama y, en medio de la oscuridad y del silencio, en medio de la soledad, le preguntó: pero, ¿por qué se fue papá? No pudo contestarle, no tenía respuesta para esa pregunta. Lo que hizo fue meterlo con ella en la cama y abrazarlo, y lo abrazó como si con ello pudiera impedir que ocurriera todo lo que ya había ocurrido. 


La desazón se había tornado dolor, un dolor intenso, insoportable, y, no pudiendo más, se llevó la mano a la cara, ladeó levemente la cabeza, a un lado y a otro, para desprenderse de esos recuerdos, para borrarlos, y continuó subiendo. La noche empezaba a caer del cielo, un cielo ya entenebrecido, que de un momento a otro se abriría en estrellas, miles, millones de estrellas titilando.


El dolor había remitido y la desazón bullía de nuevo en su vientre, cuando llegó a la plaza. La plaza. Otra vez los niños gritando, jugando, corriendo detrás del balón; las terrazas estaban animadas; la gente iba y venía, y en ese ir y venir no faltaban los que inesperadamente se cruzaban con conocidos y se detenían para saludarse, formando pequeños corrillos. Las farolas aún no se habían encendido, permanecían ciegas.


Sus ojos lo buscaban, lo buscaban en ese punto aproximado en el que anteayer escuchó su voz llamándola. No lo veía, avanzaba y no lo veía. Llegó al punto y nadie la llamó. Lo rebasó y siguió sin escuchar su voz. A lo mejor un poco más adelante, se dijo, haciéndole una concesión al destino. Caminó un poco más, y tampoco. Saliendo ya de la plaza, cuando la desazón cedía al desencanto, sonó una voz que por fin decía su nombre. Entonces, toda ella, por dentro, por fuera, tembló, se estremeció de felicidad. Pero fue un estremecimiento brevísimo, de menos de una décima de segundo, porque enseguida, antes de girarse, mucho antes,  ya se había dado cuenta de que esa voz no era su voz, que era la voz de su compañero. 


Su compañero la llevó hacia la mesa de la terraza donde se encontraba con unos amigos que también eran sus amigos. La desolación, que le brotaba a borbotones de dentro, del corazón mismo, como brota la sangre de las heridas profundas, le borraba la sonrisa, le taponaba los oídos, le bloqueaba en la garganta las palabras, y constantemente tenía que estar haciendo un esfuerzo por sonreír, por atender y por participar en la conversación. Hubo un momento, inadvertido para los demás, en que ese esfuerzo decayó y se produjo una ausencia. En esa ausencia, se preguntó por qué, por qué no estaba ahí, por qué no había venido. Puede, se respondió, que un error cósmico haya alterado el curso del destino, haciendo que él se quedara en casa o que acudiera a otra cita.

Otra cita, otra cita con otra mujer. Ese pensamiento resonó en su cabeza y empezó a marearse. Pero, en el último momento, recordó que el destino no admite errores, que ella había llegado tarde, cuando él, que sí que había venido, cansado de esperar, ya se había ido, probablemente decepcionado, cabizbajo. Sí, va a ser eso, que yo he llegado tarde, se dijo, y sonrió, ahora sin esforzarse, de manera natural, sin venir a cuento con lo que se estaba hablando; pero nadie se dio cuenta, solo ella.

 

 

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Cuando se levantaron y se despidieron, una luz amarilla, sucia, inundaba la plaza. Aún había niños jugando. Ella y su compañero tomaron el camino de vuelta a casa. Su compañero la cogió de la mano y trabó sus dedos con los suyos. Ella levantó la mirada hacia las estrellas, que parpadeaban incesantemente, y, sin rubor, deseó, y quiso, que esa mano fuera su mano y que esos dedos fueran sus dedos, que fuera él, y que esta noche fuera la otra noche.


El escaparate de la librería se encontraba iluminado y se detuvieron: a su compañero le gustaban los libros y quería mirar. Ella también miró. Había algunas novedades. En una esquina, como si de un día a otro fuera a ser retirado, descubrió, en una edición de bolsillo, el libro que él se había llevado, después de estar tantos años con ella, y sintió ganas de tenerlo, de venir mañana a comprarlo, de leerlo quizá. Y al reemprender la marcha y dejar de verlo, fue como dejarlo a él, y se entristeció todavía más. Al otro lado de la acera, dos jóvenes, dos adolescentes, se amaban de pie, pegados a la pared, al amparo de la penumbra. El chico –le parecía a ella– acariciaba la cara de la chica, besaba sus labios, susurrándole a intervalos palabras bonitas, cariñosas, prometiéndole amor eterno, y la chica, dejándose hacer, se sentía dichosa, feliz. Todavía hay jóvenes que son románticos, que quieren ser románticos, pensó, medio alegre y medio triste.


Al descender por las escaleras de la muralla, ya cerca de casa, giró la cabeza y vio luz en una ventana del hotel. Por la noche, en las profundidades del sueño, surgió, iluminada, esa ventana. Detrás de los cristales, estaba él, mirando la plaza, el palacio, y en la plaza, sentada en un banco, mirando hacia la ventana, se vio a sí misma con ese libro en su regazo, ese libro que había comprado por la mañana. Las estrellas titilaban.

 

 

 


 

 

 

 

 

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