Nacho Abad
Sábado, 22 de Noviembre de 2014

Abekobe

Estamos ante la segunda de las narraciones, -precedidas de un prólogo- de 'Los Esquinados', la antología de cuentos de 'Manual de Ultramarinos'. Nacho Abad, el famosísimo autor de Talita Cumi, emprende una búsqueda como la del barón Corvo, para darnos noticia del poeta secreto Abe Kobe, muy digno de figurar en la antología de poetas raros heridos por el tiempo.

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—Dijo que no conocía a Abe Kobe, pero que si venía avalado por el profesor Nakamori tenía luz verde. Escribí a Nakamori Sensei para preguntarle qué más me podía contar sobre Abe Kobe, pero no tuve respuesta de él. Pregunté a todo el mundo, compañeros de estudio, investigadores, profesores. Y me pasó algo sorprendente. Nadie había oído nada, excepto un amigo, un periodista del diario Asahi, el más vendido en Japón. Me dijo: "Yo conozco a ese tío". Por lo visto había trabajado en su diario hacía muchos años y había protagonizado un escándalo muy sonado. No puede ser el mismo Abe Kobe. Habrá más, le dije, será una casualidad. Pero mi amigo me dijo que era poco probable, porque la forma en la que se escribía su nombre hacía pensar en un seudónimo: Los kaji (ideogramas) que utilizaba se podían traducir como ‘sin sentido’.

 

—¿Qué escándalo había protagonizado?

 

—Había conseguido un contrato en el diario Asahi en noviembre del 70. Unos días después, Mishima decidió dar un golpe de estado. Nadie debió tomar aquella noticia demasiado en serio, porque el director de la sección decidió enviar al inexperto periodista a cubrir la noticia. Para él, supongo, debió parecerle una gran oportunidad. Pero cuando llegó allí encontró el cuartel de Ichigaya cerrado a cal y canto. Entonces tomó una decisión que, según he podido saber después, le marcó para siempre: entró en un bar y, mientras se emborrachaba, inventó una entrevista con el famoso escritor y golpista.

 

—¿Inventó una entrevista con Mishima?

 

—Sí, y debió ser un trabajo brillante, porque llegó a imprimirse.

 

—¿Llegó a lanzarse?

 

—No. Alguien se dio cuenta de que aquello era falso y se destruyó la tirada. Por lo que me contó mi amigo, el error fue un escándalo de puertas adentro, y le costó el puesto y el honor no sólo a Abe Kobe. También a alguno de sus jefes.

 

—¿Queda algún rastro de aquella entrevista?

 

—No. Al menos yo no he tenido acceso. Pero esta anécdota me hizo ver que estaba ante un personaje más interesante de lo que podía imaginar en un principio, lo que se conoce como un auténtico animal literario, y da comienzo a mi particular búsqueda del Barón Corvo.

 

—¿Por dónde continúas?

 

—Me paso algún tiempo en punto muerto. Intento dos o tres veces ver al profesor Nakamori, sin éxito. Busco en bibliotecas y librerías de lance más libros, pero nada. Hasta que se me ocurre examinar la primera página del cuadernillo de poemas, donde figura el staff y veo la dirección de una imprenta de Tokio. Me acerco allí, a probar suerte, y bingo, el impresor recuerda perfectamente al autor del libro. Me da la primera descripción de él: un hombre de unos cincuenta años, con aspecto de enfermo, con el pelo engominado a la moda occidental, y que usa las gafas a modo de diadema.

 

—Ningún parecido con un intelectual clásico.

 

 

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—El impresor, que casualmente se apellidaba Dazai, como el célebre escritor, me dio además algo valiosísimo: no sólo había lanzado aquel cuadernillo. También había impreso un libro, una novela que Abe Kobe no había ido a recoger, ni tampoco a pagar, y que conservaba en su casa. Aceptó a prestarme un ejemplar de la novela.

 

—Una novela olvidada.

 

—Yo me sentí como Amelie cuando descubre la pequeña cajita oculta en la pared de su apartamento. Se trata de un libro de unas 200 páginas. El título se podría traducir como Colinas que abandonan los pájaros, y cuenta la historia de una mujer que pide a su hijo que mate al asesino de su padre.

 

—Tampoco tiene demasiado que ver con León.

 

—Supongo que no. Pero me da otra pista. Estaba dedicado a un tal Kim Ha Neul. Un nombre que obviamente no es japonés, y que además aparece escrito en katakana, que es el silabario que usa el Japonés para las palabras extranjeras. “A mi compañero y amigo Kim Ha Neul, que tampoco consiguió el oficio, y aún así ha sobrevivido”. Dice. Así que me recorrí todas las facultades de periodismo de Tokio para revisar los listados de alumnos que se hubieran graduado a finales de la década de los 60.

—¿Le localizaste?

 

—Sí, tardé algún tiempo, pero logré localizarle. Kim es coreano y regenta un puesto de pescado en Corean Town, en Tsuruhashi, Osaka. Cogí el tren bala y fui a verle. Le llevé el libro que le había dedicado su amigo. Se sorprendió y se emocionó. Me contó que Abe Kobe había muerto hacía un par de años, a consecuencia de una enfermedad. Kim había perdido casi todo el contacto con él al poco tiempo del incidente del periódico Asahi. Fue una de las pocas personas que tras el escándalo no le dejó de lado. La sociedad japonesa, como todas, comete sus pecados. Kim le acogió en su pequeño apartamento, y le intentó animar. Abe Kobe estaba muy deprimido y pretendía quitarse la vida.

 

—¿Qué le hizo cambiar de opinión? ¿Por qué no se suicidó?

 

—Fue Aokigahara, el bosque de los suicidas en Japón. Una vez allí contempló el inmenso parking a la entrada del bosque, lleno de coches abandonados por quienes habían decidido quitarse la vida. Aquello era lo más parecido a un verdadero cementerio de automóviles, un lugar donde las lápidas habían sido sustituidas por carrocerías. En cada salpicadero había una nota, una carta de despedida, una disculpa a los parientes. Y también en cada coche estaban, cuidadosamente dejadas en el asiento del conductor, las llaves. En ese momento Abe Kobe olvidó la humillación del despido, del ser descubierto en la mentira, y vio una solución a cualquier problema económico.

 

—¿Robar aquellos coches?

 

—Bueno, supongo que yo no habría empleado esa palabra. En cualquier caso, no le fue del todo mal durante algún tiempo. Pudo alquilar un apartamento, sentarse a escribir.

 

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