Inés Abellaneda
Jueves, 04 de Diciembre de 2014

Él, después de la partida

Nuestra colaboradora Inés Abellaneda, continúa en este cuento articulando el puzzle surreal de sus sueños.

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De pronto, todo se volvió blanco. Fue como un despertar. Y, después, al poco, cayó en la cuenta de que también estaba oyendo. Oía sonidos que le resultaban extraños, sonidos distorsionados, igual que si vinieran de otra dimensión, de otro mundo. Algunos se parecían a las voces, como si allá estuvieran hablando; otros, en cambio, se asemejaban más al ruido de pasos, de abrir y cerrar puertas, de arrastrar sillas. Quiso moverse, pero no pudo. Intentó primero levantar el brazo, imposible; luego, probó con una pierna, tampoco. Finalmente, optó por hablar, incluso gritar, y lo mismo, tampoco pudo. No podía comunicarse. Era como estar sumergido en el pozo de un río, el río de su pueblo, a tres metros de profundidad, y mirar hacia arriba, viendo el tenue resplandor de la luz y escuchando distantes, ininteligibles, las palabras de los demás niños, que permanecían expectantes en la orilla. No, no podía levantar el brazo hacia arriba y pedir que tiraran de él para sacarlo de allí. No podía, estaba atrapado. Solo le quedaba mirar la claridad, cada vez más intensa, por momentos brillante, y escuchar esos sonidos, apenas discernibles. También podía pensar. Pensar lo podía hacer perfectamente.

 

Y se puso a pensar. Lo último que recordaba era que iba en el coche por la autovía, pensando en ella, imaginándose que venía a su lado, guapísima, hablándole, acariciándole con su mano la nuca, lo mismo que cuando eran novios, hace ya muchos años. Cuando eran novios. Entonces, qué jóvenes éramos, qué jóvenes y qué guapos, exclamó interiormente con melancolía. Y ella, de esta luz blanca, emergió joven y guapa, caminando con gracia por la calle. Fue la primera vez que la vio, uno de los primeros días de aquel otoño del último curso del Instituto. Sí, todo empezó en otoño, la estación que a ella más le gusta. No hubo conquista, ni atracción irrefrenable, sino un cúmulo de encuentros, casuales y breves, pausados. No se planificó nada, el azar lo dispuso todo, hasta el primer beso, que surgió espontáneamente, sin que ninguno de los dos un segundo antes supiera que se iban a besar. Ese beso. Ese beso trajo más encuentros, otros encuentros, más dilatados, más intensos, que ya no se producían en la calle, al borde de la acera o bajo el tamarindo de la plaza, sino en el parque, un lugar menos expuesto a las miradas de los curiosos. Los encuentros los reservaban para el fin de semana, sobre todo para el viernes, que era el mejor día; pero a veces, si no había mucho que estudiar, también quedaban algún día de clase, por la tarde. Él llegaba primero, y esperaba con las manos metidas en la taza de la fuente, entreteniéndose con el chorro de agua. Luego, venía ella, y se ponían a pasear por entre aquellos árboles centenarios, que un año más se estaban desprendiendo de sus hojas, disponiéndose a descansar de la vida. Caminaban pisando las hojas secas, que crujían como si se dolieran de algo, como si aún les quedara algo de vida. En uno de esos primeros paseos, pisando las hojas secas, ella le dijo que el otoño le parecía la estación más bonita. Él ahora lo recuerda, y aquellos días de otoño le parecen los mejores de su vida.

 

Poco a poco la luz se fue volviendo gris, como ensuciándose. Cada vez escuchaba menos sonidos. De repente, advirtió que todo era oscuridad y silencio, tinieblas. Solo sentía el latido de la sangre en sus venas. Entonces, el cansancio se apoderó de él y no pudo evitar el quedarse dormido, y se durmió recordando aquellos primeros paseos con ella por el parque, pisando las hojas secas.

 

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Otra vez la luz blanca. Se sintió cansado, como si no hubiera dormido. Quizá soñar también cansa, quizá solo se descanse con la muerte, pensó. Siguió pensando: pero yo no estoy muerto, porque siento, siento que estoy cansado; porque recuerdo, pienso; además veo claridad, y también oigo, aunque sea de una manera muy rara. Si estuviera muerto, nada de esto podría hacer. Estoy vivo, solo que atrapado. Parece que mi cuerpo estuviera prisionero, encadenado a algo que no lo deja moverse, que le impide obedecer las órdenes del cerebro, o que estuviera muerto, muerto o dormido.

 

 Mientras discurría todo esto, la luz se iba haciendo más blanca, más incluso que antes, y otra vez empezaba a oír sonidos, también deformados. El primero se le pareció al sonido que produce una puerta al abrirse. El siguiente lo asoció con el  ruido de pasos. Después, unos cuantos pequeños sonidos, encadenados unos detrás de otros, que los asemejó a los que se producen cuando se manipulan cosas con las manos. Casi al instante, sintió otro, el más fuerte de todos, muy parecido al que surge cuando se abre una ventana. A continuación, otra vez el que es como el ruido de los pasos. Luego, de nuevo el silencio, el murmullo del silencio. El mismo murmullo, zumbando a su alrededor, como un avispero, que oía cuando de niño por la noche, en la cama, su madre apagaba la luz de la habitación y toda la casa de repente se quedaba en silencio. Inmerso en ese murmullo, se quedó mirando, entretenido, la luz blanca, viendo sus diferentes tonalidades, cómo pasaba del gris al blanco puro, brillante, cómo a veces se hacía círculos concéntricos, o se cuarteaba en franjas rojas, verdes, azules, y también amarillas. Sin darse cuenta, esos matices de la luz blanca lo fueron llevando a retomar otra vez la historia imaginaria –interrumpida aún sin saber por qué– que había iniciando cuando regresaba a casa por la autovía, y se encontró con ella de nuevo en el coche, llegando a una ciudad lejana y desconocida. Llegaban de incógnito, sin saber lo que iban a hacer, dónde iban a comer ni dónde iban a pernoctar. Una aventura, que, después de toda una vida de previsiones, de cálculos milimétricos, al detalle, les producía cierta excitación, haciéndoles sentirse jóvenes, adolescentes. Así, excitados, solos, a menudo de la mano, enamorados, deambularon por la ciudad: recorrieron sus calles más céntricas, empedradas y estrechas; cruzaron sus plazas, deteniéndose en las fuentes para refrescarse, para aliviar la sed; admiraron los balcones floridos, esplendorosos, que lucían en algunas casas; y se besaron, se amaron, en los soportales de la plaza mayor, ya al final de la mañana, extenuados por la caminata y el calor. En una de las terrazas de la misma plaza, bajo un toldo, comieron. Un capricho que nunca se habían dado. Comieron uno enfrente del otro, felices de estar haciendo lo que estaban haciendo. Por la tarde visitaron la catedral, varias iglesias románicas y una pequeña pinacoteca. Y al atardecer, cenaron de nuevo al aire libre, bajo las estrellas. Después, se dirigieron hacia el hotel, donde acababan de reservar por teléfono una habitación, la última que quedaba libre; se dirigieron caminando, sin prisa, paseando, por unas calles estrechas y pobremente iluminadas, casi de manera temeraria. Solo al final, ya en la habitación, que resultó ser modesta pero acogedora, se acordaron de los niños, y a ella se le puso cara de preocupación, de culpa; pero bastó una caricia, un beso de él, para que volviera a sonreír, a sentirse de nuevo viva, libre, como todo este día, que estaba llegando a su fin, que ya había llegado.

 

Ya estaban en la cama, con la luz apagada, hablando –aún no habían empezado a amarse–, cuando otra vez ese sonido semejante al de los pasos, solo que ahora no se trataba de un sonido seguido un poco después de otro sonido, sino de varios sonidos muy seguidos, solapándose unos a otros, amontonándose incluso, y luego, al cesar estos, aquellos otros sonidos que venía tomando por voces. Entonces, las imágenes se desvanecieron y el murmullo se desmoronó. Y toda su energía se centró en identificar esas voces, en alcanzar a discernir entre ellas alguna palabra, algo que tuviera significado. Pero, aunque sentía que los sonidos le llegaban menos confusos que antes, no conseguía tener éxito, no captaba nada inteligible. Hasta que de pronto, como si de repente la barrera se hubiera adelgazado, o en ella se hubiera abierto una hendidura, entre esos sonidos aún confusos, escuchó la palabra “papá”, y casi al instante le pareció notar algo en la mejilla, como un roce, levísimo. No tuvo dudas, era su hijo mayor, y se lo imaginó inclinado sobre él, llamándolo, y besándolo. Se emocionó, y la sangre, acelerada, como si se estuviera precipitando por una pronunciada pendiente, comenzó a golpear con insistencia las paredes de las venas, sobre todo esas que cruzan las sienes. ¿Estaré llorando?, se preguntó, confundido. Y se vio en la habitación blanca y aséptica de un hospital, postrado en la cama articulada. Estaba boca arriba, cubierto de cables, inmóvil, con los ojos cerrados, y por debajo de sus párpados se escurrían unas lágrimas abultadas y densas, saladas, que luego se deslizaban por los extremos de la cara, dejando en la piel un surco húmedo, como el rastro que hace un caracol al desplazarse. Con el pulgar y con el índice, su hijo les cerraba el paso y trataba de limpiárselas. Pero los dedos no lograban contenerlas, porque mientras se ocupaban de unas, otras, apenas brotadas, ya caían a lo largo del rostro, como gotas de lluvia por los cristales de las ventanas, y tuvo que acudir su hija con un pañuelo de papel, que se las secó con ternura, con la misma ternura que a ella, siendo niña, se las habían secado cuando lloraba, se las había secado él, con sus propios dedos, con sus labios, besándola. Eso es buena señal, les dijo el Doctor.

 

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Un sonido más, que, como los anteriores, surgió de la nada; mas este sonido resultó ser un sonido muy diferente a los otros; un sonido fuerte, seco, extraño, acaso parecido a un estruendo, que lo estremeció, desdibujándole las imágenes de su memoria. Y otra vez todo volvió a ser blanco. Fue entonces cuando de la nada, igual que los sonidos, apareció ese pensamiento; ese pensamiento negro de que se iba a quedar para siempre así; así, entrampado en esta ceguera blanca y en este bullicioso silencio, derruido a intervalos por sonidos confusos, ininteligibles. Pero esta idea no se apoderó de él, ni le infundió pavor: Él no se asustó, no tuvo miedo a tener que vivir de esta manera, únicamente con el pensamiento. Solo le quedaba un pesar: no poder hablar con ella. Le hubiera gustado tanto decirle, cuando viniera a verlo –porque estaba seguro de que iba a venir a verlo–, que, durante este extraño sueño, metido en esta pecera, en esta burbuja semiopaca, o sabe Dios dónde, había pensado mucho en ella; que había recordado la primera vez que la vio, y el primer beso, y los primeros paseos por el parque: todos momentos felices, ya tan lejanos, ya casi olvidados; momentos de aquellos días, de aquellas tardes, cuando la vida era otra cosa y nosotros, todos, también éramos otros.

 

Salvo este escozor, vivir así, hacia adentro, no le pareció tan malo. No me aburriré, sentenció. Me entretendré mirando los cambios de brillo de esta luz blanca que me llega tamizada por algo que todavía no sé lo que es. Y cuando me canse de la luz blanca, de aprender sus distintos tipos de brillo, no pasará nada, porque aún podré hacer muchas otras cosas. Podré –continuó, animoso– descansar, pensar, recordar, inventar historias. Inventaré historias y cada una de ellas será una vida. Viviré muchas vidas, y en cada una estará ella, acompañándome. En estas historias me imaginaré haciendo con ella todo aquello que, desde que nos casamos y tuvimos los niños, nunca quiso hacer conmigo, unas veces por cansancio, otras por pereza, y que a mí tanto me hubiera gustado hacer, y eso será para mí como si realmente lo estuviera haciendo.

 

Me imaginaré que ella viene a pasear conmigo, por el campo, por la orilla del río, como cuando éramos novios, y que, mientras caminamos por entre los chopos, ya vestidos de menudas hojas, yo le voy recitando un poema, un poema de amor, sin que me interrumpa, sin que me diga lo de siempre, que cuántas veces me tiene que repetir que no le gusta cómo recito, que engolo la voz, que le da vergüenza escucharme. Llegamos a la fuente y, mientras nos vemos reflejados en el ancho espejo de la balsa, le recito el último verso, el más hermoso, el más triste. Entonces, ella me aprieta la mano –porque íbamos de la mano– y noto, dichoso, que se ha emocionado, que a sus ojos tímidamente asoma una lágrima.

 

También me imaginaré, en una de esas tardes de invierno lluviosas y airosas, frías, desapacibles, que me pide que me siente con ella en el sofá a ver una película. Sentados, ella dejará caer su cuerpo sobre el mío, mientras yo con mi brazo rodeo su cintura, ya ancha pero aún sugerente, y así nos quedaremos los dos, ensamblados, viendo la película, que acaso no sea de amor. Y veremos la película escuchando a intervalos el azote de la lluvia en la persiana, el zumbido del viento, las voces y las risas ahogadas de los niños en las habitaciones, y sus carreras de puntillas, con disimulo, por el pasillo.

 

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Y en el tren. Me imaginaré una historia con ella en el tren. Me imaginaré que viajamos juntos, el uno al lado del otro, en un tren que no se sabe de dónde viene ni a dónde va, que lo único seguro es que más tarde o más temprano habremos de apearnos, como vemos cada día que se apean otros viajeros. Nos apearemos: primero yo y luego ella, o ella primero y después yo; quizá no apeemos los dos a la vez. Nos apearemos, y después de apearnos, el tren seguirá su marcha, como si nada, igual que la ha seguido cuando se han apeado otros viajeros. Pero ahora no pensamos en eso, convencidos de  que queda muy lejos, y nos ponemos a mirar por la ventanilla. El tren marcha despacio, como si le costara ir, y las cosas tarden en pasar, algunas incluso nos parece que duran demasiado. Vemos un paraje llano, pero no llano del todo, tiene pequeñas ondulaciones; de vez en cuando se presenta una loma y los viñedos o los trigales se detienen, incapaces de remontarla. Otras veces, lo que surge es un valle, en cuyo fondo se destaca un pequeño pueblo, del que sale un camino blanco, polvoriento, que culebrea por entre los sembrados y asciende por un montículo árido, hasta llegar a una ermita que se divisa diminuta. También se ve un río con sus hileras de álamos cruzar casi recto el valle, alimentando con sus aguas la vida de ese pueblo.

 

Pero ella se cansa de mirar y se pone a leer. Está leyendo ese libro, la novela que yo había olvidado en su casa, en la casa que antes fue mía, de los dos; esa novela que le había recomendado tantas veces y que nunca leyó. Ella está leyendo, cuando llega el revisor y le pide que lo acompañe. Yo también me sorprendo, no lo esperaba tan pronto, no esperaba que le tocara a ella primero. Deja el libro sobre mis rodillas y se va con ese hombre cenceño y feo. Se va y me quedo solo con el libro, que me parece que tiembla sobre mí, como si estuviera vivo. 

 

Vuelvo la cara y me pongo a mirar por la ventanilla por distraer el dolor, la desesperación. El cielo está entenebrecido y comienza a llover. Gotas de lluvia resbalan por el cristal de la ventanilla, donde yo veo reflejada mi cara de viejo.

 

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