Geografía de Gil y Carrasco
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Enrique Gil y Carrasco fue un escritor muy geográfico. Su vida y su obra se pueden observar como diversos círculos espaciales que tuvieron su epicentro en Ponferrada. Porque fue en la ciudad del Sil y del Boeza donde vivió los años más decisivos de su infancia, adolescencia y juventud, y por ello siempre la consideró su raíz. El eje de su patria lírica del noroeste. En cuanto a Villafranca, su lugar de nacimiento, no aparece en sus páginas. Motivos dolorosos, relacionados con su familia y especialmente con la vida profesional de su padre, le alejaron íntimamente de la hermosa y monumental villa del Burbia y del Valcarce.
Antes de salir del Bierzo debemos detenernos en Vega de Espinareda. en cuyo gran convento de San Andrés, cerca del río Cúa, pasó un año Enrique Gil. Aquel verde reino del alto Bierzo también dejó experiencias que fructificarían en pasajes de sus libros. En imágenes, en memoria, en emoción. Otros escenarios comarcales, que conoció con pasión y enorme curiosidad, alumbran sus libros: las Médulas, el castillo de Cornatel o el Lago de Carucedo. Sin olvidar a Bembibre, aunque en un plano más literario: Bembibre fue el nombre berciano que eligió para titular su célebre novela.
El segundo círculo de Enrique Gil nos lleva a Astorga. Una urbe que solo tenía tres mil habitantes cuando vivía en ella el futuro escritor. Pero que era sede de la más ilustre institución académica de la actual provincia: el seminario conciliar. Ese enorme edificio que ahí sigue, entre la plaza de Marino Amaya y los muros que miran hacia el Teleno y la Maragatería. Admira pensar que la diócesis fuera capaz de financiar y mantener un recinto tan amplio y generoso, dotado de una estimable biblioteca. Cuando Enrique Gil llegó a Astorga el seminario llevaba unos treinta años en pie.
Podemos imaginarnos al futuro escritor entrando o saliendo de ese lugar pétreo y solemne. Soñando en sus claustros, estudiando en sus aulas, hablando con amigos y profesores. Al tiempo que descubría el legado de los grandes maestros del idioma. Los que le revelaron la belleza y verdad de la palabra escrita. Podríamos afirmar que la docencia recibida en ese gran edificio neoclásico orientó el escribir, también neoclásico, de Gil y Carrasco. Porque ese estilo es uno de los dos ríos que nutren su literatura. El otro, el principal, será el romántico como bien se sabe.
Gil y Carrasco fue ecléctico como autor y en muchos otros ámbitos de la vida. Él sumaba siempre. A su identidad berciana le añadió sus vivencias en Astorga. De su rigor académico, de la vida religiosa, de la catedral, de las tiendas. Y del peso de la historia y de la guerra: Napoleón había estado allí apenas unos años antes. En ese ambiente el berciano vivió momentos fundacionales. Como hombre joven y como escritor.
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El siguiente escalón de la geografía del leonés nos lleva a Valladolid, donde estudió Derecho y donde se fortaleció crucialmente su pasión por la literatura. En la capital castellana se formó en leyes, pero también descartó el oficio de las leyes. Como tantos universitarios que eligen esa disciplina, tan útil como, en general, distante para quien siente la llamada de la creación literaria.
Desde Valladolid, tercera estación de su itinerario, el paso siguiente solo podía ser Madrid, el lugar donde quiso vivir, donde quiso establecerse y buscar un trabajo adecuado a sus ilusiones. A su decisión de escribir intensa y rigurosamente. Objetivos que pronto alcanzó, lo que prueba su talento y su atractivo en el difícil mundo literario. Aquel provinciano del noroeste pronto deslumbró por su inteligencia, su sensibilidad y su solidez cultural. Todo esto lo sabemos ahora, pero no siempre lo hemos sabido. Porque Enrique Gil ha permanecido demasiado tiempo bajo la gasa melancólica de su novela histórica. Lo cierto es que hay muchos otros Gil y Carrasco, todos verdaderos y admirables. Armoniosamente trenzados entre sí. Y todo eso en solo treinta años de vida, lo que resulta prodigioso y tan triste a un tiempo.
Cuando salió de España rumbo a Alemania, último círculo de su vida, él era un joven maduro de 28 años. Antes estuvo en Francia y en Bélgica, donde vivió la novedosa experiencia del ferrocarril, y donde conoció ciudades, fábricas, ríos, barcos fluviales, puentes y muchos otros elementos de progreso que ya existían en el norte de Europa y apenas en España. Ya en Berlín, donde moriría, entabló amistad con el mayor sabio de la ciudad y de toda Prusia, el mítico Alexander Humboldt, logrando relacionarse nada menos que con Federico Guillermo IV, el rey de aquella tierra fría y lejana. Tanto es así que el propio monarca, que conocía el idioma castellano, leyó ‘El Señor de Bembibre’, novela entonces recién editada. Y no solo eso: aquel monarca buscó en el mapa la villa de Bembibre, que no solo conocía por el título de la novela, sino por haber leído la elogiosa referencia que de dicha población hace Georg Borrow en su libro de viajes decimonónico –el mejor del género- ‘ La Biblia en España’. Unas coincidencias que casi resultan mágicas.
Enrique Gil escribe desde la memoria, la imaginación, el talento verbal y también la geografía. Desde el romanticismo y la universalidad. Pero enraizándola en su tierra. Gil y Carrasco dedica sus dos novelas al paisaje berciano –la breve ‘El lago de Carucedo’, y la decisiva ‘El Señor de Bembibre’- y ofrece su libro ‘Viaje a una provincia interior’ a su querida tierra de León. Enrique Gil conoció y admiró las tres ciudades leonesas: León, Ponferrada y Astorga.
Este año se cumple el segundo centenario de la muerte del poeta, narrador y ensayista. Es, por ello, idóneo para adentrarnos en toda su obra. Para profundizar en su mundo intelectual, que era el de una persona que amaba profundamente el teatro, la historia del mundo, la española y la de su pequeño país natal. Y que estaba al tanto de los avances técnicos que se iban produciendo. Él fue un hombre de gran mérito, de una inteligencia que sorprende en cada uno de sus artículos periodísticos, no solo en su obra más creativa. Un leonés que era ciudadano del mundo, y muy especialmente, de los países donde se habla el idioma español. Un hombre misterioso también, de cuya vida íntima poco sabemos. Lo que le da un encanto nuevo al tiempo que sugiere melancolía y dolor.
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Nos dio mucho nuestro paisano leonés. Nos dio motivos para la felicidad. Obra, amor y vida. La trayectoria Gil y Carrasco fue ejemplar. Buen hijo de sus padres, buen hermano, buen ciudadano. Y hombre libre siempre, independiente. Que tuvo muchos amigos, a los que honró. Y que le quisieron y respetaron siempre. Ello no era obstáculo para que Gil, como gran crítico literario que fue –faceta clave en su dimensión pública- criticara honestamente la obra de sus amigos cuando no le convencía.
Era un hombre de aspecto nórdico. Blanco de piel, de ojos azules, de cabello castaño muy claro. Era un hombre que soñaba y sentía. Que siempre supo que venía de un valle romántico y dulce del noroeste, de una provincia vasta y antigua que fue creada en 1833, cuando él tenía 18 años. Siempre supo que el amor y la palabra eran su guía, su destino. Y que vivió con dignidad y valor. Que vivió plenamente en su tiempo. Como escritor y también como ciudadano.
Su aura siempre perdurará, también, en Astorga.
Enrique Gil y Carrasco fue un escritor muy geográfico. Su vida y su obra se pueden observar como diversos círculos espaciales que tuvieron su epicentro en Ponferrada. Porque fue en la ciudad del Sil y del Boeza donde vivió los años más decisivos de su infancia, adolescencia y juventud, y por ello siempre la consideró su raíz. El eje de su patria lírica del noroeste. En cuanto a Villafranca, su lugar de nacimiento, no aparece en sus páginas. Motivos dolorosos, relacionados con su familia y especialmente con la vida profesional de su padre, le alejaron íntimamente de la hermosa y monumental villa del Burbia y del Valcarce.
Antes de salir del Bierzo debemos detenernos en Vega de Espinareda. en cuyo gran convento de San Andrés, cerca del río Cúa, pasó un año Enrique Gil. Aquel verde reino del alto Bierzo también dejó experiencias que fructificarían en pasajes de sus libros. En imágenes, en memoria, en emoción. Otros escenarios comarcales, que conoció con pasión y enorme curiosidad, alumbran sus libros: las Médulas, el castillo de Cornatel o el Lago de Carucedo. Sin olvidar a Bembibre, aunque en un plano más literario: Bembibre fue el nombre berciano que eligió para titular su célebre novela.
El segundo círculo de Enrique Gil nos lleva a Astorga. Una urbe que solo tenía tres mil habitantes cuando vivía en ella el futuro escritor. Pero que era sede de la más ilustre institución académica de la actual provincia: el seminario conciliar. Ese enorme edificio que ahí sigue, entre la plaza de Marino Amaya y los muros que miran hacia el Teleno y la Maragatería. Admira pensar que la diócesis fuera capaz de financiar y mantener un recinto tan amplio y generoso, dotado de una estimable biblioteca. Cuando Enrique Gil llegó a Astorga el seminario llevaba unos treinta años en pie.
Podemos imaginarnos al futuro escritor entrando o saliendo de ese lugar pétreo y solemne. Soñando en sus claustros, estudiando en sus aulas, hablando con amigos y profesores. Al tiempo que descubría el legado de los grandes maestros del idioma. Los que le revelaron la belleza y verdad de la palabra escrita. Podríamos afirmar que la docencia recibida en ese gran edificio neoclásico orientó el escribir, también neoclásico, de Gil y Carrasco. Porque ese estilo es uno de los dos ríos que nutren su literatura. El otro, el principal, será el romántico como bien se sabe.
Gil y Carrasco fue ecléctico como autor y en muchos otros ámbitos de la vida. Él sumaba siempre. A su identidad berciana le añadió sus vivencias en Astorga. De su rigor académico, de la vida religiosa, de la catedral, de las tiendas. Y del peso de la historia y de la guerra: Napoleón había estado allí apenas unos años antes. En ese ambiente el berciano vivió momentos fundacionales. Como hombre joven y como escritor.
El siguiente escalón de la geografía del leonés nos lleva a Valladolid, donde estudió Derecho y donde se fortaleció crucialmente su pasión por la literatura. En la capital castellana se formó en leyes, pero también descartó el oficio de las leyes. Como tantos universitarios que eligen esa disciplina, tan útil como, en general, distante para quien siente la llamada de la creación literaria.
Desde Valladolid, tercera estación de su itinerario, el paso siguiente solo podía ser Madrid, el lugar donde quiso vivir, donde quiso establecerse y buscar un trabajo adecuado a sus ilusiones. A su decisión de escribir intensa y rigurosamente. Objetivos que pronto alcanzó, lo que prueba su talento y su atractivo en el difícil mundo literario. Aquel provinciano del noroeste pronto deslumbró por su inteligencia, su sensibilidad y su solidez cultural. Todo esto lo sabemos ahora, pero no siempre lo hemos sabido. Porque Enrique Gil ha permanecido demasiado tiempo bajo la gasa melancólica de su novela histórica. Lo cierto es que hay muchos otros Gil y Carrasco, todos verdaderos y admirables. Armoniosamente trenzados entre sí. Y todo eso en solo treinta años de vida, lo que resulta prodigioso y tan triste a un tiempo.
Cuando salió de España rumbo a Alemania, último círculo de su vida, él era un joven maduro de 28 años. Antes estuvo en Francia y en Bélgica, donde vivió la novedosa experiencia del ferrocarril, y donde conoció ciudades, fábricas, ríos, barcos fluviales, puentes y muchos otros elementos de progreso que ya existían en el norte de Europa y apenas en España. Ya en Berlín, donde moriría, entabló amistad con el mayor sabio de la ciudad y de toda Prusia, el mítico Alexander Humboldt, logrando relacionarse nada menos que con Federico Guillermo IV, el rey de aquella tierra fría y lejana. Tanto es así que el propio monarca, que conocía el idioma castellano, leyó ‘El Señor de Bembibre’, novela entonces recién editada. Y no solo eso: aquel monarca buscó en el mapa la villa de Bembibre, que no solo conocía por el título de la novela, sino por haber leído la elogiosa referencia que de dicha población hace Georg Borrow en su libro de viajes decimonónico –el mejor del género- ‘ La Biblia en España’. Unas coincidencias que casi resultan mágicas.
Enrique Gil escribe desde la memoria, la imaginación, el talento verbal y también la geografía. Desde el romanticismo y la universalidad. Pero enraizándola en su tierra. Gil y Carrasco dedica sus dos novelas al paisaje berciano –la breve ‘El lago de Carucedo’, y la decisiva ‘El Señor de Bembibre’- y ofrece su libro ‘Viaje a una provincia interior’ a su querida tierra de León. Enrique Gil conoció y admiró las tres ciudades leonesas: León, Ponferrada y Astorga.
Este año se cumple el segundo centenario de la muerte del poeta, narrador y ensayista. Es, por ello, idóneo para adentrarnos en toda su obra. Para profundizar en su mundo intelectual, que era el de una persona que amaba profundamente el teatro, la historia del mundo, la española y la de su pequeño país natal. Y que estaba al tanto de los avances técnicos que se iban produciendo. Él fue un hombre de gran mérito, de una inteligencia que sorprende en cada uno de sus artículos periodísticos, no solo en su obra más creativa. Un leonés que era ciudadano del mundo, y muy especialmente, de los países donde se habla el idioma español. Un hombre misterioso también, de cuya vida íntima poco sabemos. Lo que le da un encanto nuevo al tiempo que sugiere melancolía y dolor.
Nos dio mucho nuestro paisano leonés. Nos dio motivos para la felicidad. Obra, amor y vida. La trayectoria Gil y Carrasco fue ejemplar. Buen hijo de sus padres, buen hermano, buen ciudadano. Y hombre libre siempre, independiente. Que tuvo muchos amigos, a los que honró. Y que le quisieron y respetaron siempre. Ello no era obstáculo para que Gil, como gran crítico literario que fue –faceta clave en su dimensión pública- criticara honestamente la obra de sus amigos cuando no le convencía.
Era un hombre de aspecto nórdico. Blanco de piel, de ojos azules, de cabello castaño muy claro. Era un hombre que soñaba y sentía. Que siempre supo que venía de un valle romántico y dulce del noroeste, de una provincia vasta y antigua que fue creada en 1833, cuando él tenía 18 años. Siempre supo que el amor y la palabra eran su guía, su destino. Y que vivió con dignidad y valor. Que vivió plenamente en su tiempo. Como escritor y también como ciudadano.
Su aura siempre perdurará, también, en Astorga.