Salamanca, Gran Hotel General de España (IV)
Cuarta parte del guión cinematográfico atribuido a Leopoldo Panero.
![[Img #15636]](upload/img/periodico/img_15636.jpg)
(El policía esquivando los cuerpos, cautelosamente se acerca al bar, su llegada coincide con el final del parte; la música y las risas se reanudan y la emoción se disipa como por encanto. El policía se sienta en un taburete, junto al teniente)
(Se miran; el teniente, trémulo y fijo, con los ojos enfebrecidos. Empieza a hablar como si lo hiciese consigo mismo, repitiendo su manía:)
-De pronto, al dar la vuelta, bruscamente, a una esquina, se le descalzó un brazo desnudo de pulseras, una mano con joyas. Parecía que colgaba toda entera en aquel brazo. Sentí como si las joyas tintineasen.
(Un camarero al policía:)
-Desea usted algo, Don Julián.
-Muchas gracias, nada.
(Unos momentos antes –al terminar la lectura del parte de guerra y mientras el policía atravesaba el salón, la cámara recoge el efecto producido por la súbita noticia de la muerte de su marido en la Marquesa X: su gesto primero de estupor e incredulidad, desprendiéndose y mezclándose al mismo tiempo a la excitación alcohólica; su mirada perdida y como aislada. Deja caer la copa en el suelo y se apoya o mejor dicho, se cae, a cuerpo muerto, de espaldas contra la pared, exánimes los brazos. Su acompañante, trémulo, pálido, embarazado, la sujeta nerviosamente entre sus brazos para que no se derrumbe. Acude un grupo de amigos y entre todos hacen ademán de trasladarla (de) ella. La música y las conversaciones se silencian de golpe. Todos se encuentran avergonzados y como incómodos. Se dirigen hacia la puerta. El portero con voz de rutina:)
-El coche de la Sra Marquesa de X.
(Desaparece el grupo. Se cierra de nuevo la puerta. Empiezan a sonar los acordes del Himno Nacional que todo el mundo escucha brazo en alto)
(La conversación iniciada en el bar entre el policía y el teniente ha sido interrumpida también por la música del Himno. Ambos se ven obligados a ponerse en pie, brazo en alto. Al concluir la música vuelven a sentarse.)
-¿Lo sabe usted? Era la mujer del General: era ella. ¿Lo sabía usted?
-La maté yo mismo.
(Retrocede espantado y alucinado el teniente. Bebe un trago; cabecea entre la música sin dar crédito a lo que sus ojos han visto)
-¿Y lo sabía él?
-Sí y no. En cierto modo la maté yo por orden suya. Lo trágico es que el general desconocía la verdadera personalidad de esa mujer. A casi todos los hombres casados les sucede lo mismo.
![[Img #15634]](upload/img/periodico/img_15634.jpg)
(Cínicamente, con el alma desnuda, entre despótico y borracho)
-¿Es usted casado?
-No, pero lo he sido. Y con esa mujer precisamente. Acabo de enviudar… (Mira con pausa a su reloj como el gato que juega con el ratón), hace 20 minutos apenas. (Se interrumpe unos segundos)
-¿En qué frente está usted?
-En el de Bilbao.
-¿Le quedan muchos días de permiso?
-Cinco horas escasas hasta las siete de la mañana.
-Pasaremos la noche juntos. Vamos a cenar. Aquí mismo. Le invito.
(Se levantan y echan a andar, como para hacer algo, triste y mecánicamente, hacia el comedor del hotel; el teniente se tambalea ligeramente, pero va como hipnotizado por la recia y aplomada personalidad del policía. Al cruzar los grupos, le sonríen y le llaman -al teniente- desde uno y otro lado. Él contesta con un gesto inexpresivo; se cuadra un par de veces ante los jueces que incidentalmente tropieza; saluda con la mano y la sonrisa a los más lejanos. Da la sensación de un muñeco.)
(Llegan a la mesa; se sientan; el policía le ofrece la minuta. En ese momento suenan las sirenas avisando la presencia de aviones enemigos. Las luces se apagan instantáneamente y se sumen las risas y la música y los rostros en una semipenumbra junta y amedrentada. Se oye alguna voz suelta, alguna risa; un largo tintineo de copas de cristal; el silencio absoluto. Transición. Aparecen los campos de Brunete bajo la luna llena de agosto y, abajo el sordo tintineo de ametralladoras, la ráfaga sucesiva de los que caen en orden de muerte, y el motor de un avión sobre el apagado eco de las mieses plateadas. Están luchando en el aire un avión rojo y otro nacional; giran y vuelven; se acometen, se distancian, suben y bajan, se enfilan. Un primer plano veloz y como en ráfaga del avión nacional. Lo tripulan el general español y el comandante alemán. Se ven sus rostros, fija la atención en los mandos, en lucha a muerte con el aparato enemigo. Giran y giran.)
-Es un avión ruso. El que lo lleva sabe lo que se hace. Estamos jugando a cara o cruz. ¿Qué le parece a usted la vida, mi general?
-¡Vaya! ¡Después de todo! Diablo, luchamos con el mejor aviador de la Unión Soviética. Nos ha tocado el ala. Está decidido a morir él o a que muramos nosotros.
-No olvide que tenemos que llegar a Madrid, sea como sea. No es que me importe morir ahora mismo, pero las órdenes son órdenes. Vuele más alto. Escupe.
(Cruza en ese momento el avión enemigo y le alcanza una ráfaga de ametralladora en la frente. La cabeza se derrumba sobre los hombros. Sus manos atenazan primero y luego sueltan el reborde de la carlinga. Todo su bulto se desploma entero. El comandante:)
(Siguiendo la mirada, de reojo, atento al mando; solo e imposible)
-Le han matado. Voy solo. (Suelta una mano y busca en el bolsillo del General; encuentra un papel atado a una pesa de ultramarinos o confitería, aleación de bronce y cobre, al uso antiguo:)
-Aquí está la orden. (Mirándole, ladeado) Sí, está muerto. (Cruza de nuevo el avión ruso disparando en abanico). Pero este es más terco que la muerte. ¡Con lo que me gustaría ahora quedarme solo, absolutamente solo, volando con solo las estrellas, sobre las trincheras de adobe! (Cruza de nuevo, disparando el avión ruso. Traspasa al ras de su cabeza el cristal:)
-Escupe, las órdenes son órdenes. Escupe.
![[Img #15637]](upload/img/periodico/img_15637.jpg)
(Aprieta en su mano el papel, lo estruja con todo el cuerpo, sin soltarlo mientras la lucha continúa, aceleradamente)
-Ahora le tengo. Ya es mío. Ya está (Asoma su cabeza ladeado, envuelto en llamas el avión enemigo; respira tranquilo. Repite:)
-Ya está. Por fin. Ya estoy solo.
(Desprecia la marcha del avión y se propone leer la orden. Empieza a desplegar el papel arrugado y convulso lo atersa y lo alisa. Cuando ya lo tiene ante sus ojos se interrumpe:)
-Después de todo, como decía hace un minuto el general: ¡Era simpático!. Y va a mi lado, muerto. Lo de menos son las palabras: lo que está escrito. Todavía estamos juntos. (Le coge de la mano caída) Todavía estamos juntos.
(Suelta su mano muerta y enfila el avión hacia Madrid, rodeado de estrellas)
(Reaparece el Hotel de Salamanca en el momento en que el ruido de las sirenas se extingue y todo vuelve a la normalidad: las luces se encienden repentinas, vuelven las risas y la música; los ánimos acobardados se templan y resurgen. El policía:)
(El policía esquivando los cuerpos, cautelosamente se acerca al bar, su llegada coincide con el final del parte; la música y las risas se reanudan y la emoción se disipa como por encanto. El policía se sienta en un taburete, junto al teniente)
(Se miran; el teniente, trémulo y fijo, con los ojos enfebrecidos. Empieza a hablar como si lo hiciese consigo mismo, repitiendo su manía:)
-De pronto, al dar la vuelta, bruscamente, a una esquina, se le descalzó un brazo desnudo de pulseras, una mano con joyas. Parecía que colgaba toda entera en aquel brazo. Sentí como si las joyas tintineasen.
(Un camarero al policía:)
-Desea usted algo, Don Julián.
-Muchas gracias, nada.
(Unos momentos antes –al terminar la lectura del parte de guerra y mientras el policía atravesaba el salón, la cámara recoge el efecto producido por la súbita noticia de la muerte de su marido en la Marquesa X: su gesto primero de estupor e incredulidad, desprendiéndose y mezclándose al mismo tiempo a la excitación alcohólica; su mirada perdida y como aislada. Deja caer la copa en el suelo y se apoya o mejor dicho, se cae, a cuerpo muerto, de espaldas contra la pared, exánimes los brazos. Su acompañante, trémulo, pálido, embarazado, la sujeta nerviosamente entre sus brazos para que no se derrumbe. Acude un grupo de amigos y entre todos hacen ademán de trasladarla (de) ella. La música y las conversaciones se silencian de golpe. Todos se encuentran avergonzados y como incómodos. Se dirigen hacia la puerta. El portero con voz de rutina:)
-El coche de la Sra Marquesa de X.
(Desaparece el grupo. Se cierra de nuevo la puerta. Empiezan a sonar los acordes del Himno Nacional que todo el mundo escucha brazo en alto)
(La conversación iniciada en el bar entre el policía y el teniente ha sido interrumpida también por la música del Himno. Ambos se ven obligados a ponerse en pie, brazo en alto. Al concluir la música vuelven a sentarse.)
-¿Lo sabe usted? Era la mujer del General: era ella. ¿Lo sabía usted?
-La maté yo mismo.
(Retrocede espantado y alucinado el teniente. Bebe un trago; cabecea entre la música sin dar crédito a lo que sus ojos han visto)
-¿Y lo sabía él?
-Sí y no. En cierto modo la maté yo por orden suya. Lo trágico es que el general desconocía la verdadera personalidad de esa mujer. A casi todos los hombres casados les sucede lo mismo.
(Cínicamente, con el alma desnuda, entre despótico y borracho)
-¿Es usted casado?
-No, pero lo he sido. Y con esa mujer precisamente. Acabo de enviudar… (Mira con pausa a su reloj como el gato que juega con el ratón), hace 20 minutos apenas. (Se interrumpe unos segundos)
-¿En qué frente está usted?
-En el de Bilbao.
-¿Le quedan muchos días de permiso?
-Cinco horas escasas hasta las siete de la mañana.
-Pasaremos la noche juntos. Vamos a cenar. Aquí mismo. Le invito.
(Se levantan y echan a andar, como para hacer algo, triste y mecánicamente, hacia el comedor del hotel; el teniente se tambalea ligeramente, pero va como hipnotizado por la recia y aplomada personalidad del policía. Al cruzar los grupos, le sonríen y le llaman -al teniente- desde uno y otro lado. Él contesta con un gesto inexpresivo; se cuadra un par de veces ante los jueces que incidentalmente tropieza; saluda con la mano y la sonrisa a los más lejanos. Da la sensación de un muñeco.)
(Llegan a la mesa; se sientan; el policía le ofrece la minuta. En ese momento suenan las sirenas avisando la presencia de aviones enemigos. Las luces se apagan instantáneamente y se sumen las risas y la música y los rostros en una semipenumbra junta y amedrentada. Se oye alguna voz suelta, alguna risa; un largo tintineo de copas de cristal; el silencio absoluto. Transición. Aparecen los campos de Brunete bajo la luna llena de agosto y, abajo el sordo tintineo de ametralladoras, la ráfaga sucesiva de los que caen en orden de muerte, y el motor de un avión sobre el apagado eco de las mieses plateadas. Están luchando en el aire un avión rojo y otro nacional; giran y vuelven; se acometen, se distancian, suben y bajan, se enfilan. Un primer plano veloz y como en ráfaga del avión nacional. Lo tripulan el general español y el comandante alemán. Se ven sus rostros, fija la atención en los mandos, en lucha a muerte con el aparato enemigo. Giran y giran.)
-Es un avión ruso. El que lo lleva sabe lo que se hace. Estamos jugando a cara o cruz. ¿Qué le parece a usted la vida, mi general?
-¡Vaya! ¡Después de todo! Diablo, luchamos con el mejor aviador de la Unión Soviética. Nos ha tocado el ala. Está decidido a morir él o a que muramos nosotros.
-No olvide que tenemos que llegar a Madrid, sea como sea. No es que me importe morir ahora mismo, pero las órdenes son órdenes. Vuele más alto. Escupe.
(Cruza en ese momento el avión enemigo y le alcanza una ráfaga de ametralladora en la frente. La cabeza se derrumba sobre los hombros. Sus manos atenazan primero y luego sueltan el reborde de la carlinga. Todo su bulto se desploma entero. El comandante:)
(Siguiendo la mirada, de reojo, atento al mando; solo e imposible)
-Le han matado. Voy solo. (Suelta una mano y busca en el bolsillo del General; encuentra un papel atado a una pesa de ultramarinos o confitería, aleación de bronce y cobre, al uso antiguo:)
-Aquí está la orden. (Mirándole, ladeado) Sí, está muerto. (Cruza de nuevo el avión ruso disparando en abanico). Pero este es más terco que la muerte. ¡Con lo que me gustaría ahora quedarme solo, absolutamente solo, volando con solo las estrellas, sobre las trincheras de adobe! (Cruza de nuevo, disparando el avión ruso. Traspasa al ras de su cabeza el cristal:)
-Escupe, las órdenes son órdenes. Escupe.
(Aprieta en su mano el papel, lo estruja con todo el cuerpo, sin soltarlo mientras la lucha continúa, aceleradamente)
-Ahora le tengo. Ya es mío. Ya está (Asoma su cabeza ladeado, envuelto en llamas el avión enemigo; respira tranquilo. Repite:)
-Ya está. Por fin. Ya estoy solo.
(Desprecia la marcha del avión y se propone leer la orden. Empieza a desplegar el papel arrugado y convulso lo atersa y lo alisa. Cuando ya lo tiene ante sus ojos se interrumpe:)
-Después de todo, como decía hace un minuto el general: ¡Era simpático!. Y va a mi lado, muerto. Lo de menos son las palabras: lo que está escrito. Todavía estamos juntos. (Le coge de la mano caída) Todavía estamos juntos.
(Suelta su mano muerta y enfila el avión hacia Madrid, rodeado de estrellas)
(Reaparece el Hotel de Salamanca en el momento en que el ruido de las sirenas se extingue y todo vuelve a la normalidad: las luces se encienden repentinas, vuelven las risas y la música; los ánimos acobardados se templan y resurgen. El policía:)