Inés Abellaneda
Domingo, 10 de Mayo de 2015

Aniversario

Nuestra colaboradora de Carrizo, Inés Abellaneda, narra el reencuentro de un amor aturdido por los ecos de una antigua guerra civil.

 

 

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El cielo se estaba apagando, volviéndose azul, de cristal. La luna ya se había borrado. Clareaba. El pueblo, agazapado en la hondonada, empezaba a perfilarse. También se estaban perfilando los huertos frondosos que lo rodeaban y los sembrados, troceados en cuadriláteros, que se extendían por el sur. Hacia el norte, sobre el verde aún oscuro de los chopos, se iba destacando la vieja aceña, a ahorcajadas sobre la corriente plateada del río. Detrás de la aceña, casi pegando a ella, sobresalía la copa de un gigantesco cerezo, con algunas de sus ramas, vencidas por el peso del fruto maduro –cerezas mitad rojas, mitad amarillas–, arqueándose sobre el tejado. Y un poco más allá, aguas arriba, numerosos chopos, perfectamente alineados a lo largo de las dos orillas del río, se alzaban soberbios hacia el cielo, como si quisieran pincharlo, traspasarlo.

 

Al salir el sol se levantó un poco de aire, y las copas de los árboles, quietas durante toda la noche, temblaron. Varias cerezas se desprendieron. Algunas cayeron directamente al suelo, entre los abrojos. Otras, en cambio, fueron a parar al tejado, donde rebotaron y rodaron por los canalillos hasta precipitarse al agua, que se las llevó bajo la aceña. Pero enseguida salieron por el otro lado, descendiendo vertiginosamente por la corriente, que las volteaba una y otra vez, como si jugara con ellas, y tan pronto se veían rojas como amarillas. A unos pocos metros del molino, el agua empezaba a serenarse, a discurrir cada vez más despacio y más callada, como si se hubiera cansado de tanto ajetreo, de tanto correr y saltar, y las cerezas acabaron por hundirse hasta el fondo, quedando medio sepultadas por la arena. Así, sereno, manso, avanzaba el río hasta el pueblo, donde el agua, sobre todo al salir de debajo de los puentes, de nuevo volvía a alborotarse, a saltar y a reír como loca. Por uno de esos puentes que cruzan el río, pasaba un carro de caballos cargado de ramas de chopo, juncos y espadañas.

 

Al ver el claror en las rendijas de la persiana, se levantó. Llevaba ya un buen rato despierta, con los ojos clavados en la oscuridad. Lo cierto es que apenas había pegado ojo. Se levantó con cuidado de no despertar a su marido. Mientras se vestía, lo estuvo observando, y sintió envidia de esa placidez con la que descansaba. Después de lavarse, se miró en el espejo y le pareció que su cara estaba un poco más ajada que el año pasado, que tenía arrugas nuevas, que sus ojos habían perdido algo de brillo. Se vio un poco menos joven, un poco menos hermosa. Pero no le importó.


Cuando terminó de asearse, fue hacia la cocina y levantó la persiana. Un torrente de luz grisácea, sucia, penetró en la estancia y las cosas recobraron mínimamente su color. Sobre la encimera estaba el jarrón con los lirios amarillos. Ayer, a última hora de la tarde, ya casi oscureciendo, había ido a buscarlos al río. Cortó los mejores, los más grandes, los más amarillos. Era ya de noche cuando llegó a casa con ellos en el regazo. Antes de ponerse con la cena, los arregló con las tijeras y los metió en un jarrón con agua. Al dejar el jarrón en la encimera, se encontró con la mirada de su hija, que  la observaba desde la puerta, y le pareció una mirada penetrante, inquisitiva. Su hija ya no era una niña, el mes pasado había cumplido los dieciséis.

 

Salió al huerto y trajo unas cuantas rosas blancas. Sacó del jarrón los lirios y en su lugar metió, con cuidado de no pincharse, las rosas. Después, ató, también con cuidado, para no troncharlos, los tallos de los lirios con un lazo dorado. El lazo lo había comprado en la capital la semana pasada, en la misma tienda donde compró la ropa, sin que su marido se diera cuenta. Después, se puso la chaqueta calada de punto y, tomando el ramo en el regazo, salió de casa. No había un alma por las calles, aún era demasiado temprano. Apenas el sol daba en los tejados, en algunas esquinas. Cogió el camino del cementerio. El cielo, ya intensamente azul, estaba despejado, sin una nube. El aire era tibio y dulce. El sol, cada vez más brillante, doraba los sembrados. Los mirlos cantaban. Era una hermosa mañana de verano. Pero ella, ensimismada, pensando en otra mañana, otro aire, otro cielo, caminaba ajena a todo esto.

 

Cuando llegó, se acercó a la tapia y, de cuclillas, limpio de cardos y otras malas yerbas el mismo lugar de otros años, y allí sobre la pared de tierra colocó con ternura el ramo de lirios. Luego se incorporó, y de pie, con los ojos cerrados y sin mover los labios, solo con el pensamiento, hizo una oración. Apenas había comenzado a desandar el camino, volvió la cabeza para ver una vez más los lirios, cómo quedaban, y lloró, igual que siempre. 

 

 

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Despertó: la penumbra de siempre, las cosas sin contornos, sin colores; todo borroso y oscurecido. Volvió a cerrar los ojos y a arrebujarse en las mantas. Buscaba sumergirse otra vez en el sueño. Pero fue inútil, el sueño se había disipado y él se había quedado en medio de la realidad, de esta dura realidad de estar encerrado en un agujero un día tras otro sin saber hasta cuándo. 

 

Sin embargo, mejor esto que no lo del principio, lo de aquellos días vagando por el monte, por la orilla de las lagunas. Nadie sabe lo que es andar huido, lo que es pasarse el día como las alimañas escondido entre los zarzales, lo que es tener que dormir en el hueco de una palera. Nadie lo sabe, salvo él y los que estuvieron con él. Fueron días terribles; días de frío, hambre y miedo. Sobre todo miedo. Un miedo que se pegaba a la piel y no había manera de sacudirlo.

 

Con la llegada del otoño, el acoso de de los guardias se intensificó, haciendo batidas casi a diario, y entonces comprendieron que no podían seguir ahí, que había que irse. Algunos se marcharon a las montañas para participar en la resistencia, convencidos de que recibirían ayuda de fuera y le darían la vuelta a esto. En cambio, otros, como él, sin fuerzas ya para nada, decidieron regresar a casa a esperar a que las cosas cambiaran. Casi todos fueron cogidos por los guardias en mitad de la noche, ya cerca del pueblo o de la propia casa. Esa misma noche los fusilaron y los tiraron en las cunetas de cualquier manera. 

 

Él tuvo suerte, pudo entrar en casa sin que nadie lo viera. Los primeros días los pasó en el pajar, escondido entre la yerba seca, abajo del todo, medio ahogado por el polvo. Luego estuvo en un foso, bajo el suelo de la cuadra de las vacas. Su padre y su madre lo habían excavado por las noches. Se encontraba en la más absoluta oscuridad. Abría los ojos y no veía nada, extendía un poco los brazos y ya se topaba con la tierra. Era como la caja de un muerto. Solo salía una vez al día –casi siempre de noche– después de escuchar los tres golpes secos convenidos. Salía para comer y estirar un poco las piernas. Y luego, otra vez al foso, a soportar la opresión de la tierra. 

 

Para que no se volviera loco, su padre le construyó este nuevo escondrijo: un espacio mínimo entre la pared de la fachada de la casa y la pared del fondo de la despensa. En esta pared de la despensa, al ras del suelo, estaba la trampilla disimulada por la que le metían las cosas y por la que él salía cada noche. Dentro tenía una pequeña cama vieja y desvencijada, con un colchón de hojas de maíz, y una manta y dos cobertores para protegerse del frío y de la humedad. La humedad estaba por todas partes, pero sobre todo por el suelo, pues justo por debajo pasaba el reguero por donde iba el agua que regaba las huertas que había en medio del pueblo. También disponía de la banca que había hecho su abuelo y de un orinal de porcelana. La pared de la fachada, cerca del techo, tenía una grieta por la que entraba una franja de claridad. Ahora por el día ya no estaba en la oscuridad total, sino en la penumbra, que al menos permite ver las cosas, aunque sea de manera difusa y sin perfiles. La grieta también facilitaba la entrada de los sonidos de la calle: el chapoteo del caño, los pasos y las voces de la gente. Únicamente, por la noche todo se volvía negro y callado. La noche era mala, porque le hacía sentirse solo, y sus criaturas, los miedos, salían para hostigarlo y lo ponían al borde de la desesperación. Hubo noches que estuvo a punto de ceder, de terminar con todo.

 

Cuando entró en casa, su marido y su hija aún estaban en la cama. No los despertó, quería estar sola. No tenía hambre, pero aún así desayunó: había que hacer algo por la vida, como decía su abuela. Después, se puso a preparar la comida. Troceaba la carne despacio, lo más despacio que podía, pretendiendo con esa lentitud aquietar su interior, que no cesaba de bullir. Pero no pudo evitar, como le pasaba todos los años en este día, recordar aquella noche. Aquella noche entró en casa rota. Traía el pelo revuelto y un cardenal en la mejilla, y no paraba de llorar. Su madre y su abuela, mientras le ponían frío, trataron de calmarla con caricias y palabras cariñosas, pero fue inútil, no dejó de llorar, como si presintiera la tragedia, y llorando se metió en la cama con su abuela. Desde la cama, agarrada a su brazo, escuchó los disparos. Los disparos. Después de los disparos vino el silencio, el silencio de la muerte, y ella sintió que se le cortaba la respiración, que el corazón se le paraba, que se rompía el mundo y todo se tornaba vacío. Desde el vacío le llegaron lejanas, adelgazadas, las palabras de su abuela: no llores, mi niña, que no hay heridas que no cure el tiempo.

 

 

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Se incorporó del camastro y se quedó sentado sobre él con la cabeza hundida en las manos. El chirrido de los ejes de un carro y las pisadas poderosas del caballo que lo arrastraba le hicieron reaccionar. Se levantó y, subiéndose a la banca, miró por la grieta. A la derecha se veía el caño, la caseta de tiro de los feriantes, tapada con una lona azul, y el templete de los músicos, y a la izquierda estaban el carro y el caballo. Su cuñado y su sobrino esparcían los juncos y las espadañas por la calle. El olor de los juncos y las espadañas le removió la memoria y entonces del seno de esa memoria emergió un recuerdo, el recuerdo de aquella mañana, ya lejana en el tiempo, de un día como hoy. Recordó con tanta claridad lo de aquella mañana que era como si lo estuviera viendo. Se vio frente a ella, al lado del caño, ofreciéndole un lirio amarillo. El chorro chapoteaba en la boca de la barrila. Ella había venido a por agua y él estaba poniendo sobre la pared los últimos ramos. El lirio, aún con vida, lo había encontrado bajo las espadañas, enredado entre los juncos. Al cogerlo, los dedos de ella rozaron sus dedos, y ese pequeño roce, que aún ahora al recordarlo le parece sentirlo, le bastó para saber que ella también lo quería. Cuando ella se marchó, él se quedó allí mirando cómo se marchaba, observando su figura, memorizando cada uno de sus movimientos, todos sus pasos. La plaza entera le olía a espadañas y a juncos recién cortados.

 

Primero apareció por la cocina su marido, medio soñoliento, y después su hija. Vio cómo su hija se fijaba en el jarrón con las rosas, y otra vez tuvo que soportar su incómoda mirada: la soslayó como pudo y siguió con la carne. Debía apurarse, porque se acercaba la hora de ir a misa y aún tenía que darse un agua. Luego se vestiría y se arreglaría. Estrenaría el vestido y los zapatos que había comprado en la capital, y se pondría carmín en los labios, y se pintaría la raya del ojo. Se pondría guapa. Sí, se pondría guapa, pero no por ganas, sino por agradar a su marido, porque sabía que a él le gustaba que se arreglara.

 

Sonaron las campanas grandes de la torre, y no tardó en ver pasar a los primeros hombres y mujeres camino de la iglesia. Las mujeres iban deprisa, los hombres más despacio. Todos pasaban vestidos de fiesta, con la mejor ropa. Ella también pasó. Pero pasó tan de prisa, que casi no pudo ver su cara. No pudo ver cuántas arrugas le habían salido en la frente o en la comisura de los labios, ni si sus labios todavía eran hermosos. No pudo ver cómo su cara estaba resistiendo el paso del tiempo. No pudo ver sus ojos castaños; si los hubiera visto, habría adivinado cada sentimiento de su corazón: cada gozo, cada pesar. Habría sabido si aun lo recordaba o ya lo había olvidado. Se resistía a admitir que lo hubiera olvidado. No podía ser que ya no se acordara de que fueron novios. Le parecía imposible que en algún momento, mientras lavaba la ropa o esperaba el sueño por la noche, no le viniera al pensamiento aquellas tardes de otoño paseando juntos por la orilla del río, entre los chopos, ya medio desnudos; el día que por primera vez caminaron de la mano; cuando le dio el primer beso; cuando le regaló el lirio amarillo; y aquella noche, la última vez que se vieron. Aquella noche estaban bailando, y vinieron los guardias y lo arrancaron de sus brazos, le pusieron las esposas y se lo llevaron por la calle de la iglesia, empujándolo y pegándole con la culata del fusil en la espalda. Los músicos dejaron de tocar, la gente se fue marchando, cada uno para su casa, y ella se quedó sola en medio de la plaza. Se quedó sola en medio de la plaza viendo cómo se lo llevaban. Asesinos, asesinos, sois unos asesinos, les gritó, reventando de impotencia y de rabia, y uno de los guardias se dio la vuelta y la golpeó con fuerza en la cara. Él se giró y vio cómo se desplomaba, cómo su cuerpo daba contra el suelo y quedaba tendido en la tierra, totalmente inerme. Él lo vio todo y no pudo hacer nada. Un culatazo en los riñones, insultos y amenazas le obligaron a dejar de mirar y a tirar para adelante. No cabía en su cabeza que ella hubiera olvidado aquella noche. No le cabía. Pero todo podía ser.


 
La iglesia estaba llena, no entraba un alma más. Dos bancos más adelante estaba su prima. Su prima era la culpable de todo. Ella fue quien indujo a su padre a denunciarlo. Lo hizo porque él no la quiso. No la quiso, y eso que era la moza más rica  y más guapa del pueblo, la que todos querían. Todos menos él, que estaba enamorado de ella, a pesar de que era pobre y no tan guapa. Por eso su prima no la podía ver, y no paró hasta que no se lo quitó. Ni para mí, ni para nadie, se contaba en el pueblo que había dicho. Sin embargo, después de misa, tendría que volver a casa con ella y escuchar lo mucho que le había costado su traje y sus zapatos, y quizá también alguna cosa inapropiada sobre él. Y tendría que morderse la lengua. Aunque lo peor estaba por venir: el baile. No le quedaba más remedio que salir por la noche al baile con su marido. Otra vez a meterse en este vestido, a calzarse estos zapatos que le destrozaban los pies, a pintarse, a sonreír. Y bailaría, bailaría deseando que el día se pasara cuanto antes.

 

Fue necesario torcer la cara hacia la derecha y bajar un poco la barbilla para ver la procesión, que cruzaba por el otro extremo de la plaza. Delante iba la cruz con los faroles. Detrás venían los curas, y después la gente. Venían cantando. Al final, como cerrándola, llegaban, lentos, visiblemente cansados, los más viejos, y, entre ellos, apoyándose en dos bastones, venía ese hombre, su tío. Ese hombre, sin embargo, no le daba pena, ninguna pena. Era un mal hombre. Fue él, siendo presidente del pueblo, quien lo denunció, quien lo acusó de desafecto al régimen. Una patraña. Denunció a un chico que no se metía en política, que lo mismo le daba unos que otros, que solo pensaba en casarse y en trabajar de sol a sol. Allí, detrás de la escuela, con los de la camisa azul, estaba aquella noche cuando los guardias lo llevaban a empellones por la calle de la iglesia. Él lo vio. Los guardias lo metieron en el camión que habían dejado a las afueras del pueblo. Dentro había más hombres, todos estaban muertos de miedo. Él también estaba muerto de miedo. Cuando llegaron al cementerio, los bajaron y los pusieron delante de la tapia. Apuntaron y dispararon. Pero una bala se encasquilló y él salió corriendo. Los guardias corrían tras él. Él era joven y corría muy deprisa; corría, corría, campo a través, no miraba atrás, corría; escuchaba los disparos, pero no miraba atrás, seguía corriendo; cruzaba sombras, caminos, regueros; no se paraba, corría y corría. Al amanecer llegó al monte.

 

Entre dos luces, con los vencejos volando raudos por el cielo, los músicos tocaron la primera canción, y los jóvenes, y también algunos mayores, saltaron ansiosos a la improvisada pista de baile. Él vio como su marido la sacaba a bailar y cómo ella, sonriente, se arrojaba en sus brazos y se dejaba llevar. Giraban, y ella aún seguía sonriendo, aferrada al cuerpo de aquel hombre. Entonces, sintió que ya no le quedaba nada, que todo se había acabado.

 

 

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Su marido se fue con otros hombres a la cantina y ella se quedó mirando el baile con las mujeres. Miraba llena de tristeza. La tristeza se le había ido acumulando en su corazón a lo largo de todo el día. Los músicos empezaban a tocar una nueva canción y el baile de nuevo volvía a agitarse y a girar. La noche ya estaba encima y amparaba la cercanía, el roce de los cuerpos. En un lado de la plaza, junto a la caseta de tiro, casi al lado de los guardiaciviles, surgió la figura de un hombre. Era un hombre extraño. El traje que vestía no se llevaba, hacía mucho tiempo que no se llevaba, era demasiado antiguo. La oscuridad no le dejaba ver muy bien, pero le parecía que estaba un poco asustado. Observaba el baile atentamente, como si buscara algo o a alguien. Es él, pensó de repente, igual que si hubiera tenido una revelación. No, imposible, volvió a pensar. Tuvo que parpadear para convencerse de que no estaba soñando, de que ese hombre, semejante a una aparición, realmente era él. Entonces, un impulso ciego, más poderoso que su sentido de la prudencia, la llevó hacia ese hombre. Lo miró a los ojos y, tomándolo de la mano, lo arrastró hacia el baile, al centro mismo de aquel revuelo de cuerpos, y allí, confundidos con las demás parejas, bailaron.

 

Ella, como siempre, lo llevaba. Lo notó tenso, tenso y torpe, más torpe quizá que entonces. Le costaba llevarlo, la pisaba y no acababa de cogerla bien, temeroso de no ser delicado. Mas poco a poco sus músculos se fueron destensando y ya pudo manejarlo mejor; pero aun así, era tan torpe que resultaba difícil bailar con él. Pero no le importó, nunca le importó, y, sin darse cuenta, dejó caer confiadamente la cabeza sobre su hombro y cerró los ojos. Cerró los ojos y recordó los lirios amarillos, el lirio amarillo. 

 

En sus ojos –que los vio negros, mas sabía que eran del color de las castañas– lo comprendió todo y se dejó llevar por su mano. Casi ya no recordaba el tacto suave y tibio de su piel. El tiempo había ensanchado su cintura y sus caderas, pero aun así todavía le seguían pareciendo sensuales, hermosas. Su cara, ahora tan cerca de la suya, tan cerca que le bastaría un leve movimiento para besarla, para tocar sus labios con los suyos, tenía también las huellas del tiempo, las huellas del tiempo y las huellas de los pesares de la vida. Volvía a tenerla entre sus brazos, y, aunque sabía que sería solo por un momento, lo que durara esta canción, esta canción que ya se estaba acabando, solo por eso, le había valido la pena haber resistido, haber llegado hasta aquí.

 

Había mucho baile. Junto a la pared, pequeños grupos de hombres y mujeres ya mayores miraban con nostalgia. En la pared, a unos palmos de sus cabezas, se abría una grieta. El agua del río corría entre las sombras. Desde el molino se veía el resplandor de las luces de colores que iluminaban el templete. El aire permanecía quieto, denso, cargado de aromas. La voz del vocalista llegaba nítida, tal vez se oyera desde el pueblo de al lado. El cielo, cuajado de estrellas, era como si se estuviera incendiando. Y la luna, grande, redonda, clara, bañaba de plata las copas de los árboles, los tejados, la pirámide de la torre, todo el pueblo.

 


En Carrizo de la Ribera, a 18 de abril de 2015
Para Inés, un pedazo de mi corazón, que se la había prometido

 

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