Michi Panero: Ibiza sin ti (Un paseo por el mito en estado de duermevela)
Antonio Toribios ha escrito este artículo sobre la ausencia de los Panero en la calle Ibiza, la que fuera su vivienda durante tantos años. El artículo forma parte del número especial que la revista 'La Galerna' dedica a la familia Panero, bajo el título de 'Panerismos'
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Suena el despertador y me dispongo a disfrutar de esos cinco minutos, largos a veces como una vida, que me separan del segundo y definitivo zumbido. Es una mala costumbre, pero me permite predisponer mi mente para entrar en la cruda realidad, al modo en que los buzos se despresurizan de regreso de lo hondo. Las imágenes pasan en ese tiempo como galgos a veces, o bien como animalescos paquidermos otras, por esos laberínticos pasillos de piso antiguo que dicen los anatomistas que tenemos en la caja del cráneo.
El piso de la calle Ibiza era de esos, lo sé por un amigo que habitó en el mismo edificio hace décadas y coincidió en la escalera con aquella señora de aire refinado y con sus hijos un tanto calaveras.
Pienso en mí mismo ayer, iniciando mi periplo por la acera de los impares desde la puerta del retiro, buscando el mítico número 35 con la fe y el tesón de un esforzado peregrino de las letras. Llevaba conmigo la imagen del Michi dicharachero que se despacha a gusto contra el padre y la familia en general, en ese prodigio entre la sociología y la ópera bufa que es El desencanto.
Veo ahora, en mi pantalla interior, sus gestos exagerados, su rostro aniñado de veinteañero, con rizos aún de querubín de retablo (“¡qué guapo era!”, exclama mi compañera de café sin pensarlo, cuando le digo que voy a escribir sobre él). Es última hora de la tarde y las falsas acacias del bulevar reciben indolentes los últimos rayos de sol.
Camino un rato y me imbuyo en el ambiente de una calle burguesa bastante animada, con comercios diversos en los bajos: bares, gestorías, academias, mueblerías, casi todos rotulados “Ibiza”. “Copistería Ibiza”, sin ir más lejos, en grandes carteles, junto al portal 35, donde me encuentro ya. Este es el lugar, aquí tuvieron los Panero su hogar desde los primeros años de postguerra.
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Dice Felicidad Blanc en Espejo de sombras: “las espigas llegan casi hasta nuestra casa”, y menciona mendigos de arrabal y vecinos que se comunican a voces de ventana a ventana. Cuesta ahora imaginarse eso en esta zona tan urbana, tan próxima al cogollito de Serrano y aledaños, con la única nota campestre de los árboles del bulevar.
Reside aquí la familia largos años, aquí nacen Leopoldo y Michi, por este portal entrarían, ya crecidos, al regreso de sus correrías nocturnas, siempre por separado. Juan Luis vuela pronto del hogar. Luis Antonio de Villena cuenta escenas escabrosas y un tanto grotescas, con Leopoldo María de protagonista. Michi, más joven, está en otras historias. Escribiendo por ejemplo relatos -para poemas ya estaban los demás- que terminan con frases tan premonitorias como esta: “Ahora estoy completamente solo”. Qué solos se queda los muertos.
Pero para eso falta aún mucho. Una eternidad. Falta el ‘amorfou’ por Domitilla Cavalletti, cuya pérdida dicen algunos que le impulsó a malbaratar su vida. Faltan noches de bohemia, de alcohol, de pasión desenfrenada. Faltan la Movida y el papel couché; también miles de cigarrillos con o sin mezclar, cientos y cientos de vodkas con limón; y cine, y libros, y recado de escribir, aunque Michi presuma a veces de no ser escritor y desprecie de boquilla la “cultura”.
Pero yo esta casa la tengo asociada a las imágenes de Después de tantos años. La madre ya no está y la decadencia se ha adueñado de todo. Los libros hace tiempo que han volado, saldados entre amigos a precios de trapero. El mismo Villena cuenta su experiencia, con un Michi dadivoso que se conforma con la voluntad sin -la elegancia está reñida con la practicidad del menestral- molestarse en negociar. Algo parecido cuenta también Trapiello en sus diarios. Qué pena - pienso yo en mi duermevela- no haber andado por allí entonces. Se ven estanterías ya casi vacías, el retrato a carboncillo de la madre arrumbado en un sofá; y la cámara insiste con su único ojo en la cama deshecha, en arrugas de sábanas tan permanentes como llagas, en el atisbo del lecho del dolor definitivo.
![[Img #16662]](upload/img/periodico/img_16662.jpg)
Sigo andando bulevar adelante, a la sombra incierta de las robinias pseudoacacias que elevan al cielo sus tortuosas ramas de grabado japonés, mientras el sol con su declinar indica a los noctámbulos el comienzo de su reinado, esa línea de sombra que marca la frontera entre el mundo de los mortales y el de los héroes.
En el primero estuvo muchos años Felicidad, que se cruzaba en el pasillo con sus hijos de regreso cuando se levantaba para acudir al ministerio. A partir de un punto, toda la acera izquierda está ocupada por el hospital Gregorio Marañón, con sus múltiples edificios de diversas especialidades. No puedo por menos de fijarme en el pabellón de psiquiatría.
Michi permaneció en Ibiza 35 hasta 2002, año en que fue arrojado a las tinieblas exteriores y acabó pernoctando en diversos hostales que sus amigos y ex novias le pagaban. Y de ahí a Astorga, la ciudad denostada, donde le espera -cómo imita al melodrama lo real- esa Angelines que le cuidara cuando niño, hace ya tantos años. Allí
seguiría escribiendo sus artículos para La clave y concedería sus últimas entrevistas.
¿Pero quién fue Michi Panero y por qué estoy ahora -mientras la aguja imaginaria se acerca inexorablemente al minuto fatal- rememorando su paso por el mundo? Su amiga Mercedes Unzeta dice en el documental La estancia vacía que se fue sin nada porque nada hizo, que era débil y tierno y se ponía la máscara del cinismo para sobrevivir. Lo cierto es que ahí está El desencanto y sus secuelas, con el fenómeno artístico y social que supusieron. Michi fue el principal impulsor del proyecto y sin él no estaríamos por ahí los ‘panerianos’ dedicando revistas a esa extraña y a la vez arquetípica familia.
Llega el final de la calle, ya vislumbro el pirulí de la televisión recortándose en el cielo azul oscuro. Es hora de volver grupas y así hago, mientras un repentino aire se levanta en rachas que me empujan calle abajo, junto a papeles de envoltorios y hojas secas.
Cuando llego de nuevo a la altura del 35 suena urgente el último aviso, cuyo zumbido mi cerebro se arregla para fundir con el del viento. Hoy llego tarde a mi trabajo de mortal.
![[Img #16663]](upload/img/periodico/img_16663.png)
Suena el despertador y me dispongo a disfrutar de esos cinco minutos, largos a veces como una vida, que me separan del segundo y definitivo zumbido. Es una mala costumbre, pero me permite predisponer mi mente para entrar en la cruda realidad, al modo en que los buzos se despresurizan de regreso de lo hondo. Las imágenes pasan en ese tiempo como galgos a veces, o bien como animalescos paquidermos otras, por esos laberínticos pasillos de piso antiguo que dicen los anatomistas que tenemos en la caja del cráneo.
El piso de la calle Ibiza era de esos, lo sé por un amigo que habitó en el mismo edificio hace décadas y coincidió en la escalera con aquella señora de aire refinado y con sus hijos un tanto calaveras.
Pienso en mí mismo ayer, iniciando mi periplo por la acera de los impares desde la puerta del retiro, buscando el mítico número 35 con la fe y el tesón de un esforzado peregrino de las letras. Llevaba conmigo la imagen del Michi dicharachero que se despacha a gusto contra el padre y la familia en general, en ese prodigio entre la sociología y la ópera bufa que es El desencanto.
Veo ahora, en mi pantalla interior, sus gestos exagerados, su rostro aniñado de veinteañero, con rizos aún de querubín de retablo (“¡qué guapo era!”, exclama mi compañera de café sin pensarlo, cuando le digo que voy a escribir sobre él). Es última hora de la tarde y las falsas acacias del bulevar reciben indolentes los últimos rayos de sol.
Camino un rato y me imbuyo en el ambiente de una calle burguesa bastante animada, con comercios diversos en los bajos: bares, gestorías, academias, mueblerías, casi todos rotulados “Ibiza”. “Copistería Ibiza”, sin ir más lejos, en grandes carteles, junto al portal 35, donde me encuentro ya. Este es el lugar, aquí tuvieron los Panero su hogar desde los primeros años de postguerra.
![[Img #16660]](upload/img/periodico/img_16660.jpg)
Dice Felicidad Blanc en Espejo de sombras: “las espigas llegan casi hasta nuestra casa”, y menciona mendigos de arrabal y vecinos que se comunican a voces de ventana a ventana. Cuesta ahora imaginarse eso en esta zona tan urbana, tan próxima al cogollito de Serrano y aledaños, con la única nota campestre de los árboles del bulevar.
Reside aquí la familia largos años, aquí nacen Leopoldo y Michi, por este portal entrarían, ya crecidos, al regreso de sus correrías nocturnas, siempre por separado. Juan Luis vuela pronto del hogar. Luis Antonio de Villena cuenta escenas escabrosas y un tanto grotescas, con Leopoldo María de protagonista. Michi, más joven, está en otras historias. Escribiendo por ejemplo relatos -para poemas ya estaban los demás- que terminan con frases tan premonitorias como esta: “Ahora estoy completamente solo”. Qué solos se queda los muertos.
Pero para eso falta aún mucho. Una eternidad. Falta el ‘amorfou’ por Domitilla Cavalletti, cuya pérdida dicen algunos que le impulsó a malbaratar su vida. Faltan noches de bohemia, de alcohol, de pasión desenfrenada. Faltan la Movida y el papel couché; también miles de cigarrillos con o sin mezclar, cientos y cientos de vodkas con limón; y cine, y libros, y recado de escribir, aunque Michi presuma a veces de no ser escritor y desprecie de boquilla la “cultura”.
Pero yo esta casa la tengo asociada a las imágenes de Después de tantos años. La madre ya no está y la decadencia se ha adueñado de todo. Los libros hace tiempo que han volado, saldados entre amigos a precios de trapero. El mismo Villena cuenta su experiencia, con un Michi dadivoso que se conforma con la voluntad sin -la elegancia está reñida con la practicidad del menestral- molestarse en negociar. Algo parecido cuenta también Trapiello en sus diarios. Qué pena - pienso yo en mi duermevela- no haber andado por allí entonces. Se ven estanterías ya casi vacías, el retrato a carboncillo de la madre arrumbado en un sofá; y la cámara insiste con su único ojo en la cama deshecha, en arrugas de sábanas tan permanentes como llagas, en el atisbo del lecho del dolor definitivo.
![[Img #16662]](upload/img/periodico/img_16662.jpg)
Sigo andando bulevar adelante, a la sombra incierta de las robinias pseudoacacias que elevan al cielo sus tortuosas ramas de grabado japonés, mientras el sol con su declinar indica a los noctámbulos el comienzo de su reinado, esa línea de sombra que marca la frontera entre el mundo de los mortales y el de los héroes.
En el primero estuvo muchos años Felicidad, que se cruzaba en el pasillo con sus hijos de regreso cuando se levantaba para acudir al ministerio. A partir de un punto, toda la acera izquierda está ocupada por el hospital Gregorio Marañón, con sus múltiples edificios de diversas especialidades. No puedo por menos de fijarme en el pabellón de psiquiatría.
Michi permaneció en Ibiza 35 hasta 2002, año en que fue arrojado a las tinieblas exteriores y acabó pernoctando en diversos hostales que sus amigos y ex novias le pagaban. Y de ahí a Astorga, la ciudad denostada, donde le espera -cómo imita al melodrama lo real- esa Angelines que le cuidara cuando niño, hace ya tantos años. Allí
seguiría escribiendo sus artículos para La clave y concedería sus últimas entrevistas.
¿Pero quién fue Michi Panero y por qué estoy ahora -mientras la aguja imaginaria se acerca inexorablemente al minuto fatal- rememorando su paso por el mundo? Su amiga Mercedes Unzeta dice en el documental La estancia vacía que se fue sin nada porque nada hizo, que era débil y tierno y se ponía la máscara del cinismo para sobrevivir. Lo cierto es que ahí está El desencanto y sus secuelas, con el fenómeno artístico y social que supusieron. Michi fue el principal impulsor del proyecto y sin él no estaríamos por ahí los ‘panerianos’ dedicando revistas a esa extraña y a la vez arquetípica familia.
Llega el final de la calle, ya vislumbro el pirulí de la televisión recortándose en el cielo azul oscuro. Es hora de volver grupas y así hago, mientras un repentino aire se levanta en rachas que me empujan calle abajo, junto a papeles de envoltorios y hojas secas.
Cuando llego de nuevo a la altura del 35 suena urgente el último aviso, cuyo zumbido mi cerebro se arregla para fundir con el del viento. Hoy llego tarde a mi trabajo de mortal.






