Caronte escupe la memoria
En una obra reciente en Valdespino de Somoza, apareció una hermosa cajita de betún con un escrito que solicitaba una oración por el alma de Rogelio Alonso (Hijo del maestro, allá por el 1900)
Con estas mimbres Eloy Rubio Carro crea una historia fantástica en la que la memoria será vínculo con los antepasados y principal instrumento de humanización.
![[Img #16791]](upload/img/periodico/img_16791.jpg)
Yo había oído decir que el Abad Virila se había ensimismado en el gorjeo de un ruiseñor, y que a su regreso al mundo habían transcurrido cien años. Yo también sabía que el profeta Mahoma había sido arrebatado hasta el séptimo cielo por la resplandeciente yegua Alburak, cuyo casco, al dejar la tierra, volcó una jarra llena de agua; a su regreso, el profeta la levantó antes de haberse derramado ni gota.
Por ello, aunque hasta entonces no viera yo en esto más que una fábula, una manera sencilla de mostrar la inconmensurabilidad del tiempo divino con el humano, ya estaba en cierta manera preparado para la experiencia de la eternidad, del eterno retornar, o lo que fuere.
Este sentimiento de rapto, de ser llevado ante los dioses ocurriría en el instante en que iba a introducir junto a la nota, los veinticinco céntimos de real de 1855, con la efigie de Isabel 2ª, en una preciosa cajita de betún de la casa A. Blanchard.
Terminaba de reparar mi casa y antes de poner la última teja, escribí la siguiente nota: “En el año de mil ‘nuevecientos’ se hizo este techo raso a costa de Don Rogelio Felipe Alonso y hecho por él. Pide al que estas toscas líneas encontrare y leyere, una oración por el eterno descanso de su alma, seguro de que si así lo hace Dios le premiará su meritoria a la vez que desde allí interpondré mis oraciones en su obsequio”.
Firmado en Valdespino de Somoza a 7 de julio de 1900.
La última de las tejas aún hubo de esperar al 4 de mayo del siguiente año para colocarla con mi firma: Rogelio Felipe (Hijo del señor maestro).
Ya estaba todo a punto para el 4 de mayo: quitar la tapa de la cajita sobre la cual una bota enorme y bruñida por la pócima de A. Blanchard refleja con la limpidez de un espejo las figuras de un banquero y de un domador; colocar bien plegada la nota al fondo y poner la moneda de 25 céntimos, todo ello acomodarlo en el hueco de la teja, pegarla bien con barro tapial y esperar que el paso de los años o el derrumbe por la intemperie llevara al descubrimiento del mensaje.
Así el papel ya plegado al fondo y como quien jugando, dejé caer la moneda desde la altura a que me alcanzaba el brazo; la vi caer, pero no llegar a su destino. Porque entonces fui arrebatado.
Seguiré hablando de ‘yo’, pues si bien tengo conciencia de ser otro, no me siento desvinculado de Rogelio, ya que mi memoria alberga otras memorias y el camino a todas ellas pasa por la de Rogelio Felipe. Querría aclarar esto un poco: cuando digo que tengo su memoria, no quiero decir que me acuerdo de él como si dispusiera de una descripción pormenorizada ni que supiese de su boca lo que le hubiere sucedido o pensado; tengo su memoria tal como él la tendría, con todas sus cualidades e imprecisiones. Soy él y algo más que él; eso que a cada instante me pasa conmigo mismo.
Como una ‘matrioska’ mi conciencia alberga los recuerdos y pensamientos de Rogelio Felipe, y es curioso que entre esos recuerdos estén también los de Inés Franco, de la misma manera y con la misma intensidad que los tengo yo de Rogelio. Y no me he atrevido a abrir la caja de Pandora de las memorias y hurgar en los recuerdos de Inés Franco, de los que tiene y que no le pertenecen, que en su caso son al menos de otras tres personas.
![[Img #16792]](upload/img/periodico/img_16792.jpg)
De Inés rescato su dolor permanente por la muerte de sus hijos, la mayoría de fiebres puerperales; pero sobre todo por la de su hija ya núbil María Luisa, que se la llevó la tisis, pese al saludable viento secano del Teleno, tan del gusto de Marañón.
Rogelio Felipe fue mi tenaz y último enmascaramiento, un ser campechano, agricultor con algún ganado y escasos problemas, sin demasiadas ambiciones ni deseos; ser poeta no era ambición suya. Era su manera de estar solo.
Inés guardaba la calavera de su hija adolescente muerta de tisis en el mismo húmedo huerto donde había enterrado las placentas primero y los cuerpecillos breves de sus otros hijos después. La estampa de San Ramón Nonato no desaparecía de su alcoba entre parto y parto.
Un buen día Eloy Ares, esposo de Inés, marchó harto de tanta miseria al nuevo mundo. Nunca más se supo de él, dejando a su mujer en la soledad más completa.
Esa soledad permanece bien viva en la memoria de Rogelio y ahí la he sentido yo cantada y contada en uno de sus poemas de ‘guardador de rebaños’, el que finaliza de esta manera: “Sentir la vida correr por mí como un río por su lecho, / Y allá fuera un gran silencio como un dios que duerme”.
A menudo me pregunto con Schopenhauer por lo que yo fui antes de mi nacimiento y su respuesta me aporta como un don toda la claridad que puede llegar del firmamento y que no acabará jamás de apagar mi noche: “Yo siempre he sido yo, es decir cuántos dijeron yo durante ese tiempo no eran otros que yo”. Es decir, nada; una estupidez, un yo sin figura, un yo cualquiera y sustituto.
Pues en mi caso yo he sido siempre, y lo que podríamos llamar un ‘corte identitario’ es tan solo una emergencia; la continuidad se asegura por esa memoria que posee los recuerdos de los otros y que me liga a los antepasados. "Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez", leo en la Historia de la eternidad de Jorge Luis Borges. Así que la mía comporta la de todas las generaciones; podría haber continuado mi indagación, haber ido más allá de Inés, pero su dolor me dio miedo y hube de pararme con temor ante esas tres negras bocas de tiempo que albergaba.
![[Img #16794]](upload/img/periodico/img_16794.jpg)
Al caer de mi estado ensimismado he oído aún como la moneda de dos euros golpeaba el papel doblado al fondo de la lata. El escrito continuaba con la siguiente nota añadida al reverso: “Quizá con el transcurso de los años la moneda adjunta tenga el valor necesario para recompensar la obra que solicito y este es el motivo por el cual la meto en esta cajita para satisfacción del que la encuentre”.
Rogelio, no te ha de faltar esa oración que pides y una misa anual cada 30 de diciembre, día de tu santo. No olvidaré la recomendación de Jonh Donne de que “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque –y a través de ti- estoy ligado a la humanidad”. (Este 'cualquiera' es el de Schopenhauer, pero solo mientras humanice, no en cuanto se pierde en la insignificancia.)
Por de pronto, con estos dos tintineantes euros que todavía he llegado a tiempo de oír cantar, voy a tomarme una cervecita a mí salud, Rogelio y a la de todos. ¡Mis muertitos!
Con estas mimbres Eloy Rubio Carro crea una historia fantástica en la que la memoria será vínculo con los antepasados y principal instrumento de humanización.
Yo había oído decir que el Abad Virila se había ensimismado en el gorjeo de un ruiseñor, y que a su regreso al mundo habían transcurrido cien años. Yo también sabía que el profeta Mahoma había sido arrebatado hasta el séptimo cielo por la resplandeciente yegua Alburak, cuyo casco, al dejar la tierra, volcó una jarra llena de agua; a su regreso, el profeta la levantó antes de haberse derramado ni gota.
Por ello, aunque hasta entonces no viera yo en esto más que una fábula, una manera sencilla de mostrar la inconmensurabilidad del tiempo divino con el humano, ya estaba en cierta manera preparado para la experiencia de la eternidad, del eterno retornar, o lo que fuere.
Este sentimiento de rapto, de ser llevado ante los dioses ocurriría en el instante en que iba a introducir junto a la nota, los veinticinco céntimos de real de 1855, con la efigie de Isabel 2ª, en una preciosa cajita de betún de la casa A. Blanchard.
Terminaba de reparar mi casa y antes de poner la última teja, escribí la siguiente nota: “En el año de mil ‘nuevecientos’ se hizo este techo raso a costa de Don Rogelio Felipe Alonso y hecho por él. Pide al que estas toscas líneas encontrare y leyere, una oración por el eterno descanso de su alma, seguro de que si así lo hace Dios le premiará su meritoria a la vez que desde allí interpondré mis oraciones en su obsequio”.
Firmado en Valdespino de Somoza a 7 de julio de 1900.
La última de las tejas aún hubo de esperar al 4 de mayo del siguiente año para colocarla con mi firma: Rogelio Felipe (Hijo del señor maestro).
Ya estaba todo a punto para el 4 de mayo: quitar la tapa de la cajita sobre la cual una bota enorme y bruñida por la pócima de A. Blanchard refleja con la limpidez de un espejo las figuras de un banquero y de un domador; colocar bien plegada la nota al fondo y poner la moneda de 25 céntimos, todo ello acomodarlo en el hueco de la teja, pegarla bien con barro tapial y esperar que el paso de los años o el derrumbe por la intemperie llevara al descubrimiento del mensaje.
Así el papel ya plegado al fondo y como quien jugando, dejé caer la moneda desde la altura a que me alcanzaba el brazo; la vi caer, pero no llegar a su destino. Porque entonces fui arrebatado.
Seguiré hablando de ‘yo’, pues si bien tengo conciencia de ser otro, no me siento desvinculado de Rogelio, ya que mi memoria alberga otras memorias y el camino a todas ellas pasa por la de Rogelio Felipe. Querría aclarar esto un poco: cuando digo que tengo su memoria, no quiero decir que me acuerdo de él como si dispusiera de una descripción pormenorizada ni que supiese de su boca lo que le hubiere sucedido o pensado; tengo su memoria tal como él la tendría, con todas sus cualidades e imprecisiones. Soy él y algo más que él; eso que a cada instante me pasa conmigo mismo.
Como una ‘matrioska’ mi conciencia alberga los recuerdos y pensamientos de Rogelio Felipe, y es curioso que entre esos recuerdos estén también los de Inés Franco, de la misma manera y con la misma intensidad que los tengo yo de Rogelio. Y no me he atrevido a abrir la caja de Pandora de las memorias y hurgar en los recuerdos de Inés Franco, de los que tiene y que no le pertenecen, que en su caso son al menos de otras tres personas.
De Inés rescato su dolor permanente por la muerte de sus hijos, la mayoría de fiebres puerperales; pero sobre todo por la de su hija ya núbil María Luisa, que se la llevó la tisis, pese al saludable viento secano del Teleno, tan del gusto de Marañón.
Rogelio Felipe fue mi tenaz y último enmascaramiento, un ser campechano, agricultor con algún ganado y escasos problemas, sin demasiadas ambiciones ni deseos; ser poeta no era ambición suya. Era su manera de estar solo.
Inés guardaba la calavera de su hija adolescente muerta de tisis en el mismo húmedo huerto donde había enterrado las placentas primero y los cuerpecillos breves de sus otros hijos después. La estampa de San Ramón Nonato no desaparecía de su alcoba entre parto y parto.
Un buen día Eloy Ares, esposo de Inés, marchó harto de tanta miseria al nuevo mundo. Nunca más se supo de él, dejando a su mujer en la soledad más completa.
Esa soledad permanece bien viva en la memoria de Rogelio y ahí la he sentido yo cantada y contada en uno de sus poemas de ‘guardador de rebaños’, el que finaliza de esta manera: “Sentir la vida correr por mí como un río por su lecho, / Y allá fuera un gran silencio como un dios que duerme”.
A menudo me pregunto con Schopenhauer por lo que yo fui antes de mi nacimiento y su respuesta me aporta como un don toda la claridad que puede llegar del firmamento y que no acabará jamás de apagar mi noche: “Yo siempre he sido yo, es decir cuántos dijeron yo durante ese tiempo no eran otros que yo”. Es decir, nada; una estupidez, un yo sin figura, un yo cualquiera y sustituto.
Pues en mi caso yo he sido siempre, y lo que podríamos llamar un ‘corte identitario’ es tan solo una emergencia; la continuidad se asegura por esa memoria que posee los recuerdos de los otros y que me liga a los antepasados. "Es sabido que la identidad personal reside en la memoria y que la anulación de esa facultad comporta la idiotez", leo en la Historia de la eternidad de Jorge Luis Borges. Así que la mía comporta la de todas las generaciones; podría haber continuado mi indagación, haber ido más allá de Inés, pero su dolor me dio miedo y hube de pararme con temor ante esas tres negras bocas de tiempo que albergaba.
Al caer de mi estado ensimismado he oído aún como la moneda de dos euros golpeaba el papel doblado al fondo de la lata. El escrito continuaba con la siguiente nota añadida al reverso: “Quizá con el transcurso de los años la moneda adjunta tenga el valor necesario para recompensar la obra que solicito y este es el motivo por el cual la meto en esta cajita para satisfacción del que la encuentre”.
Rogelio, no te ha de faltar esa oración que pides y una misa anual cada 30 de diciembre, día de tu santo. No olvidaré la recomendación de Jonh Donne de que “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque –y a través de ti- estoy ligado a la humanidad”. (Este 'cualquiera' es el de Schopenhauer, pero solo mientras humanice, no en cuanto se pierde en la insignificancia.)
Por de pronto, con estos dos tintineantes euros que todavía he llegado a tiempo de oír cantar, voy a tomarme una cervecita a mí salud, Rogelio y a la de todos. ¡Mis muertitos!