Sucesos vulgares
'Sucesos vulgares' es una narración encontrada entre los papeles de trabajo para la tesis sobre Leopoldo Panero que preparaba Esteban Carro Celada. No podemos decir con seguridad completa que su autor fuera Leopoldo Panero, aunque si podemos afirmar que las correcciones son de su puño y letra
![[Img #16962]](upload/img/periodico/img_16962.jpg)
La sala alta de la botillería del café Meridional flotaba blandamente en el humo blanquecino de los cigarros. Don Bernardo al vencer el último peldaño de la escalera respiró a sus anchas. Era como si acabara de coronar la cumbre de un monte, como si se impregnara benignamente de sosiego y de paz. Ceñido por el estrépito de la Puerta del Sol, ensordecido por la afluencia perenne de carruajes, gentes apresuradas, espesas y soñolientas, el sitio donde don Bernardo se acomodaba tenía no sé qué específica virtud, qué olor a tiempo, qué intimidad azarosa y humilde. Posó cuidadosamente su sombrero en lo alto de la percha, sobre el diván, y se sentó a una mesa de juego.
Don Bernardo venía mecánicamente, dulce y mecánicamente, desde hacía quién sabe cuántos años, cuántos domingos iguales, plácidos, transidos por una misma costumbre, a este rincón de penumbra, a esta mesa añosa y desvaída, arrimada al borde del ventanal, a espaldas de todo, a espaldas de su misma vida cotidiana. Hoy es domingo, parecía decir su mirada, mientras plegaba con suavidad su capa y aspiraba parsimoniosamente el humo lento de su puro con el regusto de toda la semana entre los labios.
Casi sin palabras, se saludaban los contertulios, ahorrando minutos, escatimando con posesa avaricia sus segundos de felicidad. Después, a lo largo del juego premioso y tranquilo, cruzaban entre sí las mismas frases banales de siempre, las rituales apostillas a la buena o mala jugada, a la suerte feliz o infeliz. El halo de la espaciosa sala se desvanecía remotamente y allá quedaban solos los cuatro amigos en medio del tumulto efímero de la jornada de fiesta, embebidos en su inocente regocijo, sin acordarse de nada.
Es decir, de nada salvo de la hora exacta de levantar la partida. A las nueve en punto, cada mochuelo a su olivo. El de Don Bernardo estaba allí cerca, a dos pasos en la misma calle de Preciados, desde hacía justamente 48 años. Vivía con su mujer, una anciana como él, arrugadita, hacendosa, tranquila, rebosando la dulzura y la gracia de sus 71 años y llevaban una vida sobria, monótona, melódica. No tenían hijos ni el diablo les había dejado sobrinos. Eran los dos oriundos de la Tierra de Campos. A los 29 años y a los siete de arribar a la Corte, Don Bernardo se había quedado con la sastrería, a la muerte de su patrón, y después de saltar de oficial a dueño, había retornado a su lugar de nacimiento y había contraído nupcias con una prima suya. Don Bernardo llevaba capa todavía. La embozaba cansinamente dejando la felpa verdosa entreabierta a ras de la barba blanca.
-Buenas tardes señores.
Sin que apenas le contestaran, impacientes como estaban de comenzar la partida, se pusieron a jugar.
Lentamente, frotando con suavidad los naipes contra el tapete, recogieron las cartas en silencio, las ordenaron, suputaron su valor.
![[Img #16968]](upload/img/periodico/img_16968.jpg)
-68, habló el mano.
-95.
-Usted habla.
Don Bernardo estaba pensativo, perplejo, sumido en una dulce y cruel indecisión. Podían fallarle el palo de copas. Si tuviera él la mano arrastraría. Se decidió:
-96
-97
Volvió a meditar en silencio, diluida la sonrisa en la tenuidad de su barbita blanca.
-98
Y miró fijamente a su fortuito enemigo, aparentando serenidad, trémulo de un delicioso temor. Pero había que arriesgarse. La emoción le cosquilleaba en el corazón. La espera se hacía inaguantable.
Se quedó por fin con la subasta.
Las cosas salieron mal, diabólicamente mal; le fallaron las copas de salida. No llegó a 70 tantos. Contó resignadamente las bazas y pagó.
Volvió distraídamente la cabeza hacia el ventanal y contempló por un instante la silueta indecisa, asalmonada, del viejo ministerio de la Gobernación. La tarde inverniza derramaba una neblina lenta y tenue sobre las calles domingueras. Lejos, un sol difuso aclaraba suculentamente, a ras de los deslumbres, un montoncito de nubes blancas. Don Bernardo retiró los ojos suavemente y esperó de nuevo.
![[Img #16969]](upload/img/periodico/img_16969.jpg)
Ahora la mano le correspondía a él. Entrecogió los naipes, disimulando su avidez, sofrenando su impaciencia. Antes de pronunciarse llamó al camarero y pidió una copa de coñac. Se sentía optimista; a céntimo y todo, aquella subasta le valdría arriba del duro. Habló:
-115
Paseó triunfalmente la mirada en torno suyo. Los ojillos menudos le rebrillaban de delicia. En aquel momento no se hubiera cambiado por nadie.
La sala alta de la botillería del café Meridional flotaba blandamente en el humo blanquecino de los cigarros. Don Bernardo al vencer el último peldaño de la escalera respiró a sus anchas. Era como si acabara de coronar la cumbre de un monte, como si se impregnara benignamente de sosiego y de paz. Ceñido por el estrépito de la Puerta del Sol, ensordecido por la afluencia perenne de carruajes, gentes apresuradas, espesas y soñolientas, el sitio donde don Bernardo se acomodaba tenía no sé qué específica virtud, qué olor a tiempo, qué intimidad azarosa y humilde. Posó cuidadosamente su sombrero en lo alto de la percha, sobre el diván, y se sentó a una mesa de juego.
Don Bernardo venía mecánicamente, dulce y mecánicamente, desde hacía quién sabe cuántos años, cuántos domingos iguales, plácidos, transidos por una misma costumbre, a este rincón de penumbra, a esta mesa añosa y desvaída, arrimada al borde del ventanal, a espaldas de todo, a espaldas de su misma vida cotidiana. Hoy es domingo, parecía decir su mirada, mientras plegaba con suavidad su capa y aspiraba parsimoniosamente el humo lento de su puro con el regusto de toda la semana entre los labios.
Casi sin palabras, se saludaban los contertulios, ahorrando minutos, escatimando con posesa avaricia sus segundos de felicidad. Después, a lo largo del juego premioso y tranquilo, cruzaban entre sí las mismas frases banales de siempre, las rituales apostillas a la buena o mala jugada, a la suerte feliz o infeliz. El halo de la espaciosa sala se desvanecía remotamente y allá quedaban solos los cuatro amigos en medio del tumulto efímero de la jornada de fiesta, embebidos en su inocente regocijo, sin acordarse de nada.
Es decir, de nada salvo de la hora exacta de levantar la partida. A las nueve en punto, cada mochuelo a su olivo. El de Don Bernardo estaba allí cerca, a dos pasos en la misma calle de Preciados, desde hacía justamente 48 años. Vivía con su mujer, una anciana como él, arrugadita, hacendosa, tranquila, rebosando la dulzura y la gracia de sus 71 años y llevaban una vida sobria, monótona, melódica. No tenían hijos ni el diablo les había dejado sobrinos. Eran los dos oriundos de la Tierra de Campos. A los 29 años y a los siete de arribar a la Corte, Don Bernardo se había quedado con la sastrería, a la muerte de su patrón, y después de saltar de oficial a dueño, había retornado a su lugar de nacimiento y había contraído nupcias con una prima suya. Don Bernardo llevaba capa todavía. La embozaba cansinamente dejando la felpa verdosa entreabierta a ras de la barba blanca.
-Buenas tardes señores.
Sin que apenas le contestaran, impacientes como estaban de comenzar la partida, se pusieron a jugar.
Lentamente, frotando con suavidad los naipes contra el tapete, recogieron las cartas en silencio, las ordenaron, suputaron su valor.
-68, habló el mano.
-95.
-Usted habla.
Don Bernardo estaba pensativo, perplejo, sumido en una dulce y cruel indecisión. Podían fallarle el palo de copas. Si tuviera él la mano arrastraría. Se decidió:
-96
-97
Volvió a meditar en silencio, diluida la sonrisa en la tenuidad de su barbita blanca.
-98
Y miró fijamente a su fortuito enemigo, aparentando serenidad, trémulo de un delicioso temor. Pero había que arriesgarse. La emoción le cosquilleaba en el corazón. La espera se hacía inaguantable.
Se quedó por fin con la subasta.
Las cosas salieron mal, diabólicamente mal; le fallaron las copas de salida. No llegó a 70 tantos. Contó resignadamente las bazas y pagó.
Volvió distraídamente la cabeza hacia el ventanal y contempló por un instante la silueta indecisa, asalmonada, del viejo ministerio de la Gobernación. La tarde inverniza derramaba una neblina lenta y tenue sobre las calles domingueras. Lejos, un sol difuso aclaraba suculentamente, a ras de los deslumbres, un montoncito de nubes blancas. Don Bernardo retiró los ojos suavemente y esperó de nuevo.
Ahora la mano le correspondía a él. Entrecogió los naipes, disimulando su avidez, sofrenando su impaciencia. Antes de pronunciarse llamó al camarero y pidió una copa de coñac. Se sentía optimista; a céntimo y todo, aquella subasta le valdría arriba del duro. Habló:
-115
Paseó triunfalmente la mirada en torno suyo. Los ojillos menudos le rebrillaban de delicia. En aquel momento no se hubiera cambiado por nadie.