El Viaje
Un nuevo cuento para ir completando el puzzle con los ya publicados en Astorga Redacción por Inés Abellaneda, la escritora de Carrizo de la Ribera.
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El tren, estacionado en la vía 2, acogía en su vientre a los viajeros. Cuando entró el último viajero, se cerraron sus puertas y enseguida comenzó a moverse, a avanzar, deslizándose por la vía cada vez más rápido. Marchaba siseando, sin apenas hacer ruido, por entre los últimos edificios. Pasaba al lado de las paredes grises y sucias de las fábricas, rozaba casi las tapias de los huertos y en poco tiempo alcanzaba el campo abierto, ondulante y dorado. Atrás quedaba la estación, el puente del río, la ciudad. Todo.
El tren iba medio vacío. No era un día de vacaciones ni de fin de semana; tampoco era festivo. Era un día normal, un día laborable, un martes. En uno de los coches, los viajeros, no más de ocho o diez, se hallaban dispersos, distantes entre sí. Nadie iba sentado al lado de otro. Todos, casi todos, estaban concentrados en las pantallas de sus móviles o de sus ‘tablets’. Era como si para ellos no hubiera más realidad que la realidad de esas pantallas.
Ella, que, también sola, se había acomodado al lado de la ventanilla, tenía desplegado sobre su falda un libro y leía. Por fin se había decidido a leer ese libro, a penetrar en sus páginas y conocer su historia, tantas veces mencionada por él. Intentaba leer despacio, pasando lentamente de una palabra a otra, deteniéndose en aquellas palabras que le eran desconocidas o que simplemente le parecían hermosas, sin prisa por conocer la trama de la historia. Pretendía leer como él leía y como ella nunca había leído ni había querido leer. Pero no podía. Su pensamiento, frenético, corría, disparado, por encima de las palabras sin apenas rozarlas; saltaba vertiginosamente de una línea a otra; enseguida terminaba un párrafo, una página. Después de algún tiempo leyendo, cinco o seis minutos, no mucho más, se daba cuenta de que no se estaba enterado de nada y volvía al principio, a la primera página, y otra vez de nuevo comenzaba a leer.
Estaba leyendo la primera página por enésima vez, cuando una voz le hizo apartar la vista del libro y levantar la cabeza. Era el revisor, que le pedía amablemente que le enseñara el billete. Cuando se fue el revisor, un hombre perfectamente uniformado, agradable, cerró el libro y lo estrechó contra su pecho. Así, abrazada al libro, se quedó mirando por la ventanilla.
Entró en el ascensor y con el índice presionó levemente el cero. Mientras el ascensor descendía, no se miró en el espejo, como hacía siempre que iba sola. No quería ver su cara: si le había salido otra arruga más o si el maquillaje que llevaba era excesivo. Tampoco quería ver su pelo, cómo le había quedado de brillante. No quería ver si iba bien conjuntada: si la blusa roja pegaba con la falda negra, o con los zapatos, o con el bolso, o incluso con las gafas de sol, que llevaba encima de la cabeza, encajadas, como si fueran una diadema. No quería ver lo que ya sabía. Seguramente, tendría alguna arruga más que el año pasado, que hace un mes, que ayer, que hace apenas un instante. Sin duda, se habría pasado con el maquillaje, pues las arrugas, que desde hace unos años no dejaban de salir, cada vez costaba más disimularlas. Su pelo, por muy bien lavado que estuviera, tampoco brillaría como brillaba en su día, cuando tenía unos cuantos años menos. Es cierto, aún no era vieja y fea, pues todavía a veces atraía algunas miradas, pero tampoco era joven ni tan guapa como fue. Y lo sabía. ¿Y qué? Ella en ese momento no estaba para banalidades.
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Salió del ascensor y se encaminó directamente hacia la puerta tirando enérgicamente del ‘trolley’. Al abrir la puerta, un torrente de luz y de calor, de puro fuego, le dio en la cara, quedando por un momento medio aturdida. Aún así, su determinación de partir se mantuvo intacta y, bajándose las gafas a los ojos, se lazó a la calle, casi temerariamente. Caminaba por la acera, buscando la exigua sombra que proyectaban los edificios. La luz reverberaba en el negro asfalto de la rotonda. Ningún coche rodaba a esa hora. Nadie se atrevía a salir. Solo ella. Y solo ella descendía a esa hora de la siesta por la calle de la estación. Descendía penosamente: no había una triste sombra donde cobijarse y el adoquinado de la acera era un peligro para sus zapatos rojos de tacón que podían quedarse enganchados en una de las grietas. Una luxación en el tobillo pondría fin a todo. Por eso, iba con cuidado. Solo había otra cosa, en la que acababa de caer en la cuenta, casi tan mala como la luxación: no encontrar billete. Era improbable, pero podía ser. Pudo haberlo sacado por internet cuando consultó la hora de la salida del tren, pero se le pasó. El impacto de la noticia bloqueó su pensamiento y no vio más. Aún así, en el caso de que ya no hubiera billete, miraría otro medio: un taxi incluso, si fuera necesario.
Pero nada la detendría. Hoy mismo se había propuesto llegar y llegaría. Llegaría como fuera. Tenía que verlo, que tocarlo, estar a su lado.
Por suerte, quedaban billetes. Guardó el billete en la cartera y pasó al andén. Se sentó en uno de los bancos que estaban a la sombra. Se notó cansada y triste, sobre todo triste.
Algunos viajeros, nerviosos, iban de un extremo a otro del andén, a veces por el sol. En cambio, había otros que permanecían de pie al lado de sus bolsos o maletas reconcentrados en sí mismos. Todos, a su manera, esperaban.
El campo, cubierto de cereal maduro, se extendía por todas partes, a veces llano, a veces ondulante, hasta la línea del horizonte, donde la tierra y el cielo se tocan. Parecía un océano amarillo. Solo por el este, de cuando en cuando, un cerro le cortaba el paso y le hacía detenerse. Ya eran muchas las espigas que, cargadas de granos gruesos y maduros, vencían sus cañas y quedaban a unos centímetros del suelo. Pronto –un día de estos– llegarían las cosechadoras, enormes monstruos metálicos, y comenzarían a devorar todo este pan y el campo en poco tiempo quedaría convertido en un inmenso rastrojo, un verdadero erial. Cada cierto tiempo, aparecían pequeños pueblos –unos aquí cerca, otros allá, más lejos– perfectamente mimetizados con el paisaje.
De pronto, en la lejanía, divisó una franja verde –un elemento discordante– que cruzaba el campo de este a oeste, rompiendo toda esa monotonía amarilla, esa monotonía que a cualquiera volvía melancólico. Supuso que esa franja marcaba el curso de un río. Antes de llegar al río, solo unos kilómetros antes, surgió un pueblo a muy poca distancia de la vía. Se distinguían perfectamente sus casas, apretadas las unas contra las otras, como defendiéndose, y, por encima de ellas, la torre de la iglesia, un prisma de piedra sosteniendo sobre su tejado varios nidos de cigüeña. Detrás de esta masa compacta de casas, se elevaba un enorme cerro pelado, en cuya cima se veía una ermita. Un sendero blanco, semejante a una cinta, unía el pueblo con la ermita.
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En pueblos como este –recordó– le gustaba a él detenerse y entrar dentro de ellos: recorrer sus calles, llegar a la plaza, junto a la iglesia, y medir con la mirada la altura de la torre. Sabía que cuando iba por la calle o se detenía en la plaza estaba siendo espiado. Seguramente, alguna mujer, alguna anciana, por la ventana de una habitación, detrás de un visillo, lo estuvieran observando. Pasaba en todos los pueblos cuando llegaba un forastero. Estos pueblos le recordaban a su pueblo, ese pueblo en el que pasó su infancia y al que solo ha vuelto de visita pero nunca para quedarse.
Tuvo la completa seguridad de que, si hubieran llegado a este pueblo, él habría tratado de convencerla para subir a la ermita, y ella, a pesar del cansancio del viaje, finalmente, habría cedido a sus ruegos. Él iría delante, como abriendo camino, y de cuando en cuando extendería su brazo hacia atrás, y ella se agarraría a su mano y, exhausta, se dejaría arrastrar. Por fin, llegarían arriba –ella jadeando, con las mejillas encendidas, hermosa– y entrarían en el templo. Después de recorrerlo, admirando su arquitectura, agradeciendo el frescor y la penumbra, se sentarían en un banco. Es seguro que ella rezaría, que rezaría por los dos, por los niños. Tal vez él también rezara. Ya en el exterior de la ermita, volverían a sentarse. Ahora se sentaría en el suelo, con la espalda contra la pared de piedra, y desde allí arriba contemplarían el paisaje. Verían, abajo, el pueblo, agazapado al pie del montículo, como un animal asustado. Un poco más allá, el río, flanqueado por dos ringlas de chopos que taparían la corriente de agua. Verían venir el tren, cruzando veloz, como un misil, la llanura, y ella pensaría en los viajeros que llevaba y se preguntaría tontamente por sus vidas: ¿qué cosas iría pensando y sintiendo cada uno de esos viajeros en su corazón? Y él, como adivinando en parte su pensamiento, comenzaría a hablarle de la vida comparándola con un viaje en tren. Lo haría con afectación, y eso a ella la irritaría un punto. Pero no le diría nada, comprendía que él era así y que no podía evitarlo. Lo dejaría acabar. Luego, cogidos de la mano, callados, reflexivos, descenderían. El sol se estaría poniendo.
El tren había rebasado el río y ella no había mirado el agua. No había visto reflejado en el agua oscura del río el cielo azul, ni las pequeñas nubes que empezaban a mancharlo, ni la luna de gasa, ciega, que se había quedado, como una huella, adherida a su cristal. No se había dado cuenta. Para otra vez. Quizá para la vuelta.
Dejó el móvil sobre la mesilla y se sentó en el borde de la cama. Las palabras de su hijo, breves y precisas, cargadas de tristeza, resonaron en su cabeza como un eco lejano, como si le llegaran de un mal sueño y no fueran verdad. Como si nunca se hubieran dicho. Pero eran verdad, su hijo se las había dicho. Otra vez la suerte saliéndole al encuentro, cerrándole el paso y golpeándola fuerte. Golpeándola ahí, donde más daño hace, donde más duele, justo en este momento, que parecía que por fin se había puesto de su parte. Golpeándola de manera traicionera. La suerte maldita. Y otra vez a levantarse y a seguir. Otra vez más.
Se incorporó. Sacó del altillo del armario el ‘trolley’ y lo puso encima de la cama. Una vez que lo tuvo desplegado, empezó a abrir cajones y a sacar ropa. Con rabia la iba colocando dentro del ‘trolley’. Con rabia también se quitó los zapatos, los pantalones y el resto de la ropa. Tal vez la ducha la calmara un poco. Enseguida estuvo vestida y maquillada. Acabó de hacer algunas cosas –pequeñas, pero ineludibles– y estuvo lista para irse. Antes de tomar la puerta de salida, respiró hondo, como si le faltara el aire. Salió.
En la habitación, las puertas del altillo del armario habían quedado abiertas, mostrando un hueco vacío y profundo; el edredón de la cama no estaba perfectamente estirado, tenía algunos pliegues, y sobre él yacían unos vaqueros, hechos un gurruño, y la almohada ligeramente descolocada; el joyero, que se reflejaba en el espejo de la cómoda, tenía la tapa levantada y de uno de sus bordes colgaba una pulsera de plata, esa que él le había regalado de novios por su cumpleaños; bajo el galán, los zapatos: uno de ellos estaba volcado; la lamparita de noche tenía el pie al borde de la mesilla, a punto de caerse; y a través de las rendijas de la persiana entraban varios rayos de sol que se proyectaban sobre la pared dibujando círculos amarillos. En el pasillo había un calcetín tirado en el suelo. El vaho de la ducha no se había disipado del todo en el baño y el espejo aún permanecía empañado; la tapa del inodoro estaba levantada; la toalla, caída; y el grifo de la ducha goteaba. La cocina quedaba recogida; la vitrocerámica, limpia, impecable, como siempre; y sobre la mesa, el ticket de compra de un libro con una nota de despedida en el reverso.
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El tren estaba llegando a la ciudad y ella todavía no se había hecho del todo a la idea de lo que su hijo le había dicho. No podía, no quería, imaginárselo en el hospital, tumbado en la cama, inmóvil, callado, sin otra señal de vida que la que daba una máquina en su pantalla. Quería creer que cuando llegara lo encontraría con apenas unos rasguños sentado en la silla de la habitación o caminando por el pasillo, sonriente, contento, porque después de todo no había sido nada, porque ella había acudido rauda a visitarlo, y esa misma tarde se lo imaginaba saliendo con ella del hospital y regresando a casa. Contentos los dos.
Pero las palabras de su hijo volvían de nuevo a resonar, nítidas, tan nítidas como cuando se las dijo, y la realidad se hizo brutalmente patente. Se acercaba el momento, y aquel primer deseo de llegar cuanto antes ahora, que el tren ya penetraba por entre los primeros edificios, se tornaba miedo, por momentos angustia, y lo que deseó fue volver atrás: a la habitación, a la ducha, a la estación. Aquello ahora no parecía tan terrible.
El tren, ya lento, estaba moviéndose por entre la red intrincada de vías, ya se veían los andenes, la gente esperando. Pronto estacionaría. Separó el libro del pecho y miró la portada y, una vez más, leyó el título. Luego, con los ojos vidriosos, lo metió con cuidado en el bolso. Aunque sintió ganas de llorar, no lloró. Se mordió los labios, pero no lloró.
Mientras el tren estacionaba, a
través de la ventanilla vio a su hijo. ¡Cómo se parecía a su padre! Por un instante, pequeño, pequeñísimo, apenas una fracción de segundo, creyó que era él que la estaba esperando para llevarla a casa con los niños. Como antes.
El tren, estacionado en la vía 2, acogía en su vientre a los viajeros. Cuando entró el último viajero, se cerraron sus puertas y enseguida comenzó a moverse, a avanzar, deslizándose por la vía cada vez más rápido. Marchaba siseando, sin apenas hacer ruido, por entre los últimos edificios. Pasaba al lado de las paredes grises y sucias de las fábricas, rozaba casi las tapias de los huertos y en poco tiempo alcanzaba el campo abierto, ondulante y dorado. Atrás quedaba la estación, el puente del río, la ciudad. Todo.
El tren iba medio vacío. No era un día de vacaciones ni de fin de semana; tampoco era festivo. Era un día normal, un día laborable, un martes. En uno de los coches, los viajeros, no más de ocho o diez, se hallaban dispersos, distantes entre sí. Nadie iba sentado al lado de otro. Todos, casi todos, estaban concentrados en las pantallas de sus móviles o de sus ‘tablets’. Era como si para ellos no hubiera más realidad que la realidad de esas pantallas.
Ella, que, también sola, se había acomodado al lado de la ventanilla, tenía desplegado sobre su falda un libro y leía. Por fin se había decidido a leer ese libro, a penetrar en sus páginas y conocer su historia, tantas veces mencionada por él. Intentaba leer despacio, pasando lentamente de una palabra a otra, deteniéndose en aquellas palabras que le eran desconocidas o que simplemente le parecían hermosas, sin prisa por conocer la trama de la historia. Pretendía leer como él leía y como ella nunca había leído ni había querido leer. Pero no podía. Su pensamiento, frenético, corría, disparado, por encima de las palabras sin apenas rozarlas; saltaba vertiginosamente de una línea a otra; enseguida terminaba un párrafo, una página. Después de algún tiempo leyendo, cinco o seis minutos, no mucho más, se daba cuenta de que no se estaba enterado de nada y volvía al principio, a la primera página, y otra vez de nuevo comenzaba a leer.
Estaba leyendo la primera página por enésima vez, cuando una voz le hizo apartar la vista del libro y levantar la cabeza. Era el revisor, que le pedía amablemente que le enseñara el billete. Cuando se fue el revisor, un hombre perfectamente uniformado, agradable, cerró el libro y lo estrechó contra su pecho. Así, abrazada al libro, se quedó mirando por la ventanilla.
Entró en el ascensor y con el índice presionó levemente el cero. Mientras el ascensor descendía, no se miró en el espejo, como hacía siempre que iba sola. No quería ver su cara: si le había salido otra arruga más o si el maquillaje que llevaba era excesivo. Tampoco quería ver su pelo, cómo le había quedado de brillante. No quería ver si iba bien conjuntada: si la blusa roja pegaba con la falda negra, o con los zapatos, o con el bolso, o incluso con las gafas de sol, que llevaba encima de la cabeza, encajadas, como si fueran una diadema. No quería ver lo que ya sabía. Seguramente, tendría alguna arruga más que el año pasado, que hace un mes, que ayer, que hace apenas un instante. Sin duda, se habría pasado con el maquillaje, pues las arrugas, que desde hace unos años no dejaban de salir, cada vez costaba más disimularlas. Su pelo, por muy bien lavado que estuviera, tampoco brillaría como brillaba en su día, cuando tenía unos cuantos años menos. Es cierto, aún no era vieja y fea, pues todavía a veces atraía algunas miradas, pero tampoco era joven ni tan guapa como fue. Y lo sabía. ¿Y qué? Ella en ese momento no estaba para banalidades.
Salió del ascensor y se encaminó directamente hacia la puerta tirando enérgicamente del ‘trolley’. Al abrir la puerta, un torrente de luz y de calor, de puro fuego, le dio en la cara, quedando por un momento medio aturdida. Aún así, su determinación de partir se mantuvo intacta y, bajándose las gafas a los ojos, se lazó a la calle, casi temerariamente. Caminaba por la acera, buscando la exigua sombra que proyectaban los edificios. La luz reverberaba en el negro asfalto de la rotonda. Ningún coche rodaba a esa hora. Nadie se atrevía a salir. Solo ella. Y solo ella descendía a esa hora de la siesta por la calle de la estación. Descendía penosamente: no había una triste sombra donde cobijarse y el adoquinado de la acera era un peligro para sus zapatos rojos de tacón que podían quedarse enganchados en una de las grietas. Una luxación en el tobillo pondría fin a todo. Por eso, iba con cuidado. Solo había otra cosa, en la que acababa de caer en la cuenta, casi tan mala como la luxación: no encontrar billete. Era improbable, pero podía ser. Pudo haberlo sacado por internet cuando consultó la hora de la salida del tren, pero se le pasó. El impacto de la noticia bloqueó su pensamiento y no vio más. Aún así, en el caso de que ya no hubiera billete, miraría otro medio: un taxi incluso, si fuera necesario.
Pero nada la detendría. Hoy mismo se había propuesto llegar y llegaría. Llegaría como fuera. Tenía que verlo, que tocarlo, estar a su lado.
Por suerte, quedaban billetes. Guardó el billete en la cartera y pasó al andén. Se sentó en uno de los bancos que estaban a la sombra. Se notó cansada y triste, sobre todo triste.
Algunos viajeros, nerviosos, iban de un extremo a otro del andén, a veces por el sol. En cambio, había otros que permanecían de pie al lado de sus bolsos o maletas reconcentrados en sí mismos. Todos, a su manera, esperaban.
El campo, cubierto de cereal maduro, se extendía por todas partes, a veces llano, a veces ondulante, hasta la línea del horizonte, donde la tierra y el cielo se tocan. Parecía un océano amarillo. Solo por el este, de cuando en cuando, un cerro le cortaba el paso y le hacía detenerse. Ya eran muchas las espigas que, cargadas de granos gruesos y maduros, vencían sus cañas y quedaban a unos centímetros del suelo. Pronto –un día de estos– llegarían las cosechadoras, enormes monstruos metálicos, y comenzarían a devorar todo este pan y el campo en poco tiempo quedaría convertido en un inmenso rastrojo, un verdadero erial. Cada cierto tiempo, aparecían pequeños pueblos –unos aquí cerca, otros allá, más lejos– perfectamente mimetizados con el paisaje.
De pronto, en la lejanía, divisó una franja verde –un elemento discordante– que cruzaba el campo de este a oeste, rompiendo toda esa monotonía amarilla, esa monotonía que a cualquiera volvía melancólico. Supuso que esa franja marcaba el curso de un río. Antes de llegar al río, solo unos kilómetros antes, surgió un pueblo a muy poca distancia de la vía. Se distinguían perfectamente sus casas, apretadas las unas contra las otras, como defendiéndose, y, por encima de ellas, la torre de la iglesia, un prisma de piedra sosteniendo sobre su tejado varios nidos de cigüeña. Detrás de esta masa compacta de casas, se elevaba un enorme cerro pelado, en cuya cima se veía una ermita. Un sendero blanco, semejante a una cinta, unía el pueblo con la ermita.
En pueblos como este –recordó– le gustaba a él detenerse y entrar dentro de ellos: recorrer sus calles, llegar a la plaza, junto a la iglesia, y medir con la mirada la altura de la torre. Sabía que cuando iba por la calle o se detenía en la plaza estaba siendo espiado. Seguramente, alguna mujer, alguna anciana, por la ventana de una habitación, detrás de un visillo, lo estuvieran observando. Pasaba en todos los pueblos cuando llegaba un forastero. Estos pueblos le recordaban a su pueblo, ese pueblo en el que pasó su infancia y al que solo ha vuelto de visita pero nunca para quedarse.
Tuvo la completa seguridad de que, si hubieran llegado a este pueblo, él habría tratado de convencerla para subir a la ermita, y ella, a pesar del cansancio del viaje, finalmente, habría cedido a sus ruegos. Él iría delante, como abriendo camino, y de cuando en cuando extendería su brazo hacia atrás, y ella se agarraría a su mano y, exhausta, se dejaría arrastrar. Por fin, llegarían arriba –ella jadeando, con las mejillas encendidas, hermosa– y entrarían en el templo. Después de recorrerlo, admirando su arquitectura, agradeciendo el frescor y la penumbra, se sentarían en un banco. Es seguro que ella rezaría, que rezaría por los dos, por los niños. Tal vez él también rezara. Ya en el exterior de la ermita, volverían a sentarse. Ahora se sentaría en el suelo, con la espalda contra la pared de piedra, y desde allí arriba contemplarían el paisaje. Verían, abajo, el pueblo, agazapado al pie del montículo, como un animal asustado. Un poco más allá, el río, flanqueado por dos ringlas de chopos que taparían la corriente de agua. Verían venir el tren, cruzando veloz, como un misil, la llanura, y ella pensaría en los viajeros que llevaba y se preguntaría tontamente por sus vidas: ¿qué cosas iría pensando y sintiendo cada uno de esos viajeros en su corazón? Y él, como adivinando en parte su pensamiento, comenzaría a hablarle de la vida comparándola con un viaje en tren. Lo haría con afectación, y eso a ella la irritaría un punto. Pero no le diría nada, comprendía que él era así y que no podía evitarlo. Lo dejaría acabar. Luego, cogidos de la mano, callados, reflexivos, descenderían. El sol se estaría poniendo.
El tren había rebasado el río y ella no había mirado el agua. No había visto reflejado en el agua oscura del río el cielo azul, ni las pequeñas nubes que empezaban a mancharlo, ni la luna de gasa, ciega, que se había quedado, como una huella, adherida a su cristal. No se había dado cuenta. Para otra vez. Quizá para la vuelta.
Dejó el móvil sobre la mesilla y se sentó en el borde de la cama. Las palabras de su hijo, breves y precisas, cargadas de tristeza, resonaron en su cabeza como un eco lejano, como si le llegaran de un mal sueño y no fueran verdad. Como si nunca se hubieran dicho. Pero eran verdad, su hijo se las había dicho. Otra vez la suerte saliéndole al encuentro, cerrándole el paso y golpeándola fuerte. Golpeándola ahí, donde más daño hace, donde más duele, justo en este momento, que parecía que por fin se había puesto de su parte. Golpeándola de manera traicionera. La suerte maldita. Y otra vez a levantarse y a seguir. Otra vez más.
Se incorporó. Sacó del altillo del armario el ‘trolley’ y lo puso encima de la cama. Una vez que lo tuvo desplegado, empezó a abrir cajones y a sacar ropa. Con rabia la iba colocando dentro del ‘trolley’. Con rabia también se quitó los zapatos, los pantalones y el resto de la ropa. Tal vez la ducha la calmara un poco. Enseguida estuvo vestida y maquillada. Acabó de hacer algunas cosas –pequeñas, pero ineludibles– y estuvo lista para irse. Antes de tomar la puerta de salida, respiró hondo, como si le faltara el aire. Salió.
En la habitación, las puertas del altillo del armario habían quedado abiertas, mostrando un hueco vacío y profundo; el edredón de la cama no estaba perfectamente estirado, tenía algunos pliegues, y sobre él yacían unos vaqueros, hechos un gurruño, y la almohada ligeramente descolocada; el joyero, que se reflejaba en el espejo de la cómoda, tenía la tapa levantada y de uno de sus bordes colgaba una pulsera de plata, esa que él le había regalado de novios por su cumpleaños; bajo el galán, los zapatos: uno de ellos estaba volcado; la lamparita de noche tenía el pie al borde de la mesilla, a punto de caerse; y a través de las rendijas de la persiana entraban varios rayos de sol que se proyectaban sobre la pared dibujando círculos amarillos. En el pasillo había un calcetín tirado en el suelo. El vaho de la ducha no se había disipado del todo en el baño y el espejo aún permanecía empañado; la tapa del inodoro estaba levantada; la toalla, caída; y el grifo de la ducha goteaba. La cocina quedaba recogida; la vitrocerámica, limpia, impecable, como siempre; y sobre la mesa, el ticket de compra de un libro con una nota de despedida en el reverso.
El tren estaba llegando a la ciudad y ella todavía no se había hecho del todo a la idea de lo que su hijo le había dicho. No podía, no quería, imaginárselo en el hospital, tumbado en la cama, inmóvil, callado, sin otra señal de vida que la que daba una máquina en su pantalla. Quería creer que cuando llegara lo encontraría con apenas unos rasguños sentado en la silla de la habitación o caminando por el pasillo, sonriente, contento, porque después de todo no había sido nada, porque ella había acudido rauda a visitarlo, y esa misma tarde se lo imaginaba saliendo con ella del hospital y regresando a casa. Contentos los dos.
Pero las palabras de su hijo volvían de nuevo a resonar, nítidas, tan nítidas como cuando se las dijo, y la realidad se hizo brutalmente patente. Se acercaba el momento, y aquel primer deseo de llegar cuanto antes ahora, que el tren ya penetraba por entre los primeros edificios, se tornaba miedo, por momentos angustia, y lo que deseó fue volver atrás: a la habitación, a la ducha, a la estación. Aquello ahora no parecía tan terrible.
El tren, ya lento, estaba moviéndose por entre la red intrincada de vías, ya se veían los andenes, la gente esperando. Pronto estacionaría. Separó el libro del pecho y miró la portada y, una vez más, leyó el título. Luego, con los ojos vidriosos, lo metió con cuidado en el bolso. Aunque sintió ganas de llorar, no lloró. Se mordió los labios, pero no lloró.
Mientras el tren estacionaba, a
través de la ventanilla vio a su hijo. ¡Cómo se parecía a su padre! Por un instante, pequeño, pequeñísimo, apenas una fracción de segundo, creyó que era él que la estaba esperando para llevarla a casa con los niños. Como antes.