Andrés Martínez Oria
Sábado, 19 de Septiembre de 2015

Viajeras de paso

Viajeras extranjeras en Castilla la Vieja y León. I Siglo XIX. II 1900-1935. Prólogo de Eva Díaz Pérez. Región Editorial, Palencia, 2008.

 

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Por medio de Pablo Pérez, director de la revista ‘Argutorio’, llega a mis manos un libro muy bien editado, que recoge el testimonio de viajeras por Castilla y León en dos volúmenes, dedicado el primero al siglo XIX y el segundo al período 1900-1935. En él podemos leer las notas de viaje de pintoras, fotógrafas, escritoras, aficionadas a la historia y al arte, que nos dejan su visión sobre estas tierras y en particular, Astorga. El siglo XIX había puesto de moda el viaje romántico y España se convirtió en un destino atractivo por sus contrastes con la Europa más desarrollada, que a menudo nos presentaba como un país atrasado, agreste y hasta peligroso. Lo que les interesaba era Andalucía y Levante, más que las tierras del interior o el Norte, aunque el cansancio del Sur terminaría por abrir las rutas de Castilla a los visitantes, descubriendo así la inmensidad de los llanos cereales antes que los del 98. 

 

El itinerario más frecuente es el que une Madrid con la frontera francesa, pasando por Valladolid y Burgos. De esa manera, quedaba el Noroeste alejado y no solían figurar las tierras de León. Cuando aparece nuestra ciudad, como en el caso de ‘lady’ Louisa Tenison, a mediados del siglo XIX, se reproducen los tópicos frecuentes de las guías sobre los maragatos y sus trajes, la endogamia y los supuestos misterios de su origen. Nada nuevo, pues ‘lady ‘Tenison ni siquiera estuvo físicamente aquí.

 

Otro tanto hace Elizabeth Alice Aubrey Le Blond a principios del siglo XX. Pasa en tren, y no se detiene en Astorga. Habla sin embargo de la ciudad acudiendo al libro de A. M. Huntington ‘A Note-Book in Northern Spain’, que se limita a los tópicos archiconocidos sobre los maragatos. Lo que aporta la viajera se reduce a esto: “Al mirar por la ventanilla del tren en Astorga pude observar a un hombre en el andén con pantalones holgados como los que utilizan los maragatos. Apunté mi cámara hacia su espalda y esperé. En ese momento los pasajeros que me vieron, con la rapidez y amabilidad que he observado en su raza, se ofrecieron a ayudarme. Con una sola palabra que dirigí a mi presa esta se movió y mientras disparaba el obturador tanto él como mis asistentes ofrecieron una gran sonrisa. Tuve apenas un momento para ofrecerle una rápida disculpa, ya que el tren empezaba a alejarse de la estación”. La anotación, como se ve, no puede ser más desmañada. Sí llama la atención lo que escribe luego, al paso del Manzanal: “¡Y España es un país en bancarrota! ¿Cómo consiguen tener estas fantásticas carreteras y red de ferrocarril?” Ante la idea de país atrasado y agreste que propagaban las guías, no puede resultar más chocante.

 

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Más interés presenta el testimonio de otra viajera, Elizabeth Boyle O´Reilly, que en 1908 escribió: “Las murallas romanas de Astorga, vistas desde la vía del tren, tienen una apariencia impresionante: aquí, como en León y Lugo, las habituales torres semicirculares no se elevan por encima de las murallas. Astorga debía de tener exactamente este mismo aspecto cuando los peregrinos pasaban cabalgando rumbo al sepulcro de Santiago. Sin embargo, un examen más cercano echa a perder la ilusión, ya que la orgullosa ciudad que una vez fue incluida entre las nobles de España es ahora un hidalgo hecho jirones y desgastado; en la plaza y muros deteriorados flota un aire triste de desolación. Fuera o no a causa de que nuestra visita era muy de mañana, antes de que los habitantes se hubieran levantado, de todas maneras me llevé una sensación de ciudad despoblada. Había unos pocos devotos bajo los pilares agrupados de la catedral gótica tardía, cuya torre rojiza es el rasgo distintivo desde la lejanía…” Hay que tener en cuenta que la torre vieja, del color verdoso de las canteras, estaba desmochada desde el terremoto de Lisboa de 1755; quizá por eso se habla solo de una torre. La viajera hace a continuación un comentario poco elogioso del retablo de Becerra y la figura de Pedro Mato, desgrana los tópicos sabidos sobre los maragatos y prosigue: “Cuando partimos, Astorga aún dormía, tanto en sentido literal como figurado; paseamos por la parte alta de las murallas contemplando el páramo leonés, lamentándonos de no poder echar un vistazo a la iglesia de San Julián, con su puerta verde desdibujada y el pórtico desmoronado…” Son evidentes las imprecisiones; mal podía ver desde la muralla el páramo leonés, como no fueran los tesos de la Somoza y la vega del Tuerto. Cuatro tópicos de guía es lo que nos deja también la turista Ruth Kedzie Wood en 1913.

 

Algo más se extiende Georgiana Goddard King, que pasó camino de Santiago en 1915-16 y escribió con dudoso acierto: “Antes de alcanzar San Justo de la Vega ya vimos la catedral de Astorga, levantándose en la llanura como un elefante… Astorga es insignificante… Sin embargo pienso en Asturica Augusta cuando era el puesto más importante entre Braga y Burdeos, aunque Plinio la llama ‘urbs magnifica’, y me la imagino semejante al Hotel Charing Cross, que ofrece todo lo necesario para interrumpir un viaje, pero nada por lo que quedarse”. Luego añade un poco de historia, de guía, alude de pasada a iglesias, conventos, capillas y hospitales, y se fija algo más en San Francisco y San Julián. Me detengo en esta, por su interés: “San Julián tiene cuatro buenos capiteles en la puerta occidental, del románico tardío. En uno, un entrelazado; en el siguiente, Cristo ofreciendo un rollo al santo y a su esposa, en los otros dos, formas de hojas y pequeños dragones entre ellas”. Dice que nunca se sintió aquí en casa, como en León, o satisfecha, como en Santiago. Y para terminar, describe en tono sentimental un baile maragato en el jardín de la muralla, al atardecer.

 

En los tópicos acostumbrados insiste Dorothy Giles, que en 1928 pasó en tren rumbo a Santiago y vio como subía en Ponferrada un maragato recién casado. Naturalmente, opina sobre el baile maragato sin haberlo visto y dice con rotundidad, “No cabe duda de que esta danza tiene origen provenzal y no difiere de la sardana catalana”. Agudísimo apunte, como se ve.

 

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Ese mismo año pasaba por aquí Helen Cameron Gordon, procedente de Vigo y con dirección a Salamanca, y de Astorga recoge notas imprecisas sobre su origen y papel durante la Reconquista, y se detiene en la catedral, aludiendo a la torre inconclusa y el retablo de Becerra. Pero lo que le llama la atención es el palacio de Gaudí, ante el que se siente fascinada por su aspecto de castillo medieval; “un juguete mágico, arrancado de un cuento de hadas”, dice, citando palabras de E. Morán. Y el palacio episcopal es todo lo que les recomienda a Phyllis Isabella Gross y su esposo Richard Pearsall un viajante que venía a su lado en el mixto de Salamanca a Astorga; “¡Una preciosidad!”, les dice.

 

En contadas ocasiones vemos la observación personal capaz de ir un poco más allá de la idea una y otra vez repetida, y con frecuencia falsa, pero hay que estar atentos a la pincelada capaz de recoger un instante puntual, de verdadero interés. De cualquier manera, el libro es en sí un hallazgo que merece la pena, entre otras razones por tratarse del testimonio de mujeres en un país que presentaba arduas dificultades de desplazamiento en el pasado, y sobre todo, porque resulta grato ver la silueta de la ciudad emergiendo en la neblina de otro tiempo.

 

 

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