Eloy Rubio Carro
Domingo, 25 de Octubre de 2015

Yo no me llamo Vincennes (Y IV)

En una palabra, confusión de los tres personajes que al hablar a un tiempo dicen: Yo.

 

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Los materiales que usted me envía van adquiriendo el orden que yo propongo, el orden definitivo es mi escritura. Un diálogo fallido entre los amigos de Vincennes completaría el relato que habría de corregirle. Esos amigos son aquellos de su juventud, los de su ciudad natal. Ni siquiera se molesta en cambiarles de nombre. Por el diálogo sabemos que la pesadilla recurrente de Vincennes, la muerte de un niño a mordiscos de su perro, ha sido real. Observamos comprensión y explicación. Algo así como un “ya decía yo que ese modo de vivir no llevaba a buen destino”. No obstante, los amigos disculpan el suceso y lo atribuyen al estado de deterioro y de descontrol.

 

También usted se aislaba y enredaba en esa droga más cada día, en ese malestar con la gente, la gente sí la gente, pero piensa que también tú eras la gente… Rompiste una antigua amistad de estudios. Una molestia para las nuevas relaciones. Yo era un snob y decidí cambiar por un momento de lado, un momento y al volver la mirada ya no estaba allí y tenía cincuenta años y temía ya morirme ¿Qué me hubiera dicho de tener la posibilidad de hablarme ahora? ¿Qué, que pudiera convencerte del error? Siempre pienso en todo lo que podría decirme, pero concluyo que nada hubiera sido efectivo sin la experiencia que siguió. Una pose que nos hizo tanto daño. Y ¿Cómo se revierte un daño así? El arrepentimiento es algo que viene siempre cuando eso ya ha pasado. Volver a ser sería ir a la casilla de salida.

 


Las nuevas amistades eran todas foráneas, de lengua inglesa, en todas ellas era importante el alcohol.


La botella que todavía busca a Sophy emana de aquella botella. Tal vez un casco sobrante de un festejo de luna a la que las ménades acudían como a un útero sideral desde la linterna del portal de la casa modernista que habían alquilado. Allí Sophy al inicio de una Güija muestra esa fotografía ante la que lanzas un grito que suspende tu borrachera y le dices: Ten cuidado de esos juegos…

 

 

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El bien, el mal; la fantasía inmensa del juego enredándolo todo sin conciencia de su valor, pero sin temer nada en ello; tal vez movilizando las improbables fuerzas de la magia que entonces se cumplirían. En la foto las ménades, tras la linterna del portalón, con fanales incendiados por el sol de la puesta, parecían dos brujas del Sabbath a punto de incendiarse: “Una lágrima y tu aullido es lo que de ti permanece”.

 

La narración la llevo ahora a la primera persona y Vincennes dice yo. Usted entonces diría él, pero la familiaridad termina por imponerle también el yo. Yo ahora debería de decir lo mismo que usted dice y lo mismo decir de usted: yo. Tan solo me lo impide la difícil identificación con Vincennes, cuando ya pudiera acercarme a él con franqueza, ahora que tan bien pudiéramos entendernos. Reconozco su total error y lo creo sin remedio, trágico como una vida de locura que se adentra en su fin con la conciencia de no haber sido. Tantas veces que repitiera su posición sucedería eso mismo. ¡Mata!. Solo el retorno varíaría en algo si pudiera ser recordado.

 


Poco después del suceso de la jeringuilla; le decía Isabel: Ya lo sabe todo dios que abusas del porro y que ahí no tienes voluntad. Tu ley es la incertidumbre. Tu ser está marcado por la relación de inestabilidad que mantienes sin cesar contigo mismo...Pero, en última instancia no escoges entre ninguna de tus posibilidades, te las niegas todas. Sucumbes.

 

Comienzo de la nueva vida con el mastín, nos cuenta: “El perro era un regalo de los dioses, pero era una bendición sólo parcial....Acabó con el miedo físico a la agresión, a la patada, al encuentro inesperado con el obstáculo. Pero quedaba aquel temblor difuso y sin objeto aparente, mucho más manifiesto ante los conocidos y  los amigos...¡Ah!, qué difícil resultaba tener que componer un gesto de normalidad. Decir las frases que había que decir, rematándolas en una despedida súbita, silenciosa, contra la satisfacción o la amabilidad que venían a atestiguar. Estrechar las manos, besos en cada encuentro. Decir entonces sin saber muy bien qué se dice: ¿qué hay de nuevo? Añadir algo sin saber qué, luego del ‘¿qué hay de nuevo?’. Eso era temblar, eso el frío, rehacer el edificio del día desde la nada, sin materiales”.

 

 

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Aquí decae la narración;  pues Samuel nos dice que esta historia se leería con ánimo de conocer un final aún por escribir, de porvenir abierto. Quién supiera el final tendría una explicación de lo acaecido, pero otros finales posibles llevarían a diversas lecturas de esa misma vida. Existe para ‘Vincen’ una cesura en la suya, una ausencia de recuerdos, y esto es inalienable. Pesadillas e insomnios proponen un final que es el del olvido, pero el olvido es la repetición y condena a lo mismo, siendo lo suyo algo que repudia. Además el tiempo ha llevado el final todavía más lejos, lo dilata alargándolo. Alguna cosa se decía en aquella carta transcrita del principio: “Yo que actué en defensa propia y dije: ¡mata! Eso dije, lo sé. Eso no lo he soñado, dije ‘mata’. Fue una horrible tragedia”.

 

También tú lo supiste y eso es tu pesadilla, tener que escribir este fastidioso cuento con ánimo de conjuro. Como un intento de salvación para quien seguia siendo niño. Tal vez hubieras ya constatado que iba a ser inevitable de querer escapar al marasmo de tu vida que muriese aquel niño.

 

Yo no me llamo Vincennes (III)

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