Redacción
Jueves, 14 de Abril de 2016

Un relato en el aniversario de la instauración de la Segunda República

Hoy, 14 de abril, se cumplen 85 años de la instauración de la Segunda República en España, república que había sido votada por la mayoría de los españoles que en aquel momento hacerlo, dos días antes. Comenzaba así, en España, una etapa de cambios en los que se avanzaría como nunca en la adquisición de derechos básicos para todos: educación, sanidad, trabajo, cultura…Un rayo de esperanza hacia una sociedad más justa y más  igualitaria. Pero esta nueva situación política duraría poco.

 

Apenas  cinco años después un golpe de estado contra el gobierno legítimamente establecido daría al traste con el aquel sueño que llenó de escuelas los pueblos más recónditos de la geografía española y que comenzaba a llevarles la cultura (como instrumento de cambio), que dio el voto a la mujer y que comenzaba a mejorar las condiciones laborales de la población, entre otras cosas. Fruto de aquella situación, una cruenta guerra de tres años que obligó a enfrentar a hermanos contra hermanos, en la que muchos volvieron a aprovecharse de su posición privilegiada. Luego cuarenta años de dictadura, de silencio y de terror para quienes compartían las ideas que perdieron la batalla. Hoy, ochenta y cinco años después, hay quien sigue hablando en las aulas de  “los nuestros”, refiriéndose a quienes ganaron la guerra por el poder de las armas y el dinero, o pasando de puntillas por una larga época que hizo a España perder posiciones en el mundo y retroceder en el camino avanzado. Se han reconocido “mártires” de la causa a quienes perdieron la vida de ese lado. Pero, del otro, las cunetas siguen llenas de víctimas inocentes condenadas al olvido, sin un lugar donde sus familiares puedan llorarles dignamente, con su honra manchada como si fueran delincuentes. A veces ni eso si quiera.

 

Hay quien cree haber olvidado, o que se ha obligado a hacerlo,  mirando aún con la vergüenza que le inculcaron durante años hacia otro lado. Pero aún quedan personas que recuerdan lo que les pasó a los suyos, a pesar de que durante tantos años no pudieran contarlo o tuvieran que hacerlo muy bajito, por miedo a ser oídos. A veces hablan para liberarlo por fin y que su recuerdo no se pierda para siempre.

 

Yo he conocido a alguna de esas personas que me han dado a conocer su historia. Qué han decidido ser, antes de que el tiempo de la muerte se las lleve también a ellas acallando para siempre sus recuerdos, valientes para abrir su memoria y salvar con ello la existencia de aquellas otras personas que murieron sin pelear en las batallas. Fruto del encuentro con una de ellas es el relato que hoy, en recuerdo de aquella República que para tantas personas  supuso un sueño y un rayo de esperanza, comparto. El hecho central fue, por tanto, un hecho real.

 

 

EL GRITO DE UNA MANO

 

A F. que me contó un pedacito de Historia, de esa que no muestran los libros.

 

                Una fría lluvia azota con fuerza los cristales. Tras la ventana del salón, Felicidad la ve caer con la mirada perdida y el cuerpo dolorido. El mal tiempo ha llegado de repente tras un otoño, casi completo, excesivamente cálido y seco para estas latitudes. Por eso ha pillado a su cuerpo por sorpresa, distraído aún en temperaturas veraniegas, para  retorcerlo con los dolores que los cambios climatológicos producen en aquellos que se encuentran magullados por la edad y por la vida.

 

                El suyo es uno de esos cuerpos remendados tras duras batallas que se empeña en recordarle sus achaques cada vez que cambia la meteorología. Y cuando el cambio es tan brusco como ahora el recordatorio se hace más violento y más profundo. Felicidad, hoy, siente todo su organismo resentido de las múltiples operaciones y caídas sufridas. A veces lo siente como un cuerpo lleno de remiendos, pronto a romperse nuevamente por cualquier otro lado, incluso por los que ya han sido anteriormente remendados. Y entre los dolores e incomodidades que hoy la atenazan por doquier, siente, principalmente, su mano derecha. La mira con tristeza notándola aún medio dormida por la operación. Le dijeron que era la única esperanza para que no le quedase inútil para siempre, aunque a veces duda de su recuperación porque esta mano no termina de responderle tal como le gustaría.  Hoy le molesta especialmente con unos agudos pinchazos que le impiden, incluso, hacer el esfuerzo de manejar el ratón del ordenador. Aunque sea torpemente. Y vuelve a contemplarla con una infinita tristeza.

 

                 En los dos últimos años todo se ha precipitado en su vida: la muerte de su fiel compañero, la operación de cadera, la posterior caída que la tuvo inmovilizada más de seis meses… Y ahora… esta mano. A veces le dan tentaciones de tirar la toalla, de tirarlo todo por la borda y dejarse morir lentamente como hacen tantas personas de su edad. Y eso a pesar de que habitualmente  no suele ser demasiado pesimista, mucho menos si se tienen en cuenta los duros reveses que desde niña le ha dado la vida.  Pero también en ocasiones –momentos como hoy - siente que esa misma vida la ahoga sin darle tregua, apretando poco a poco el nudo en torno a su cuello hasta casi dejarla sin respiración. Solo a veces.

 

                Aunque, por suerte, ha sabido encontrar un buen refugio en la escritura. Desde siempre le ha gustado expresar sus sentimientos escribiendo, contar cosas a través de la pluma. También le gusta mucho pintar. Y en los últimos tiempos se ha aficionado a la informática. Con el ordenador le resulta más fácil escribir, componer sus propios libros. Además, con el devenir de su recién estrenada soledad  se ha aficionado a chatear por la red, a participar en foros de literatura. Cualquiera lo diría a sus setenta años. Pero esta afición la ha ayudado a superar los primeros momentos de su viudedad. Mas ahora, con esta mano que apenas le responde, casi no puede apretar las teclas del ordenador, ni manejar un pincel con soltura, ni tan siquiera escribir. Y la desolación la va invadiendo poco a poco.

 

                Mira de nuevo  como llueve tras los cristales, como caen las gotas azotadas por el viento… Seguro que allá, en las montañas que rodean su tierra natal, estarán cayendo las primeras nieves, vistiéndolas de blanco como a una novia ilusionada.  Con añoranza recuerda las aguas de los arroyos, los puentes, los bosques, cada elemento de la naturaleza con los que de niña establecía imaginarios diálogos, hasta el punto de que muchos de sus amigos pensaban que estaba un poco loca. Pero en esos momentos era feliz mientras sentía que esa feroz naturaleza que la rodeaba la comprendía como nadie y que sólo a ella podía confiarle sus más íntimos secretos, sus más profundas angustias. Contempla otra vez esta mano que le duele intensamente. Y le viene a la mente el recuerdo de su madre. Muerta a manos de los fascistas por el solo delito de querer a un hombre con ideas opuestas a las suyas, dejando huérfanas dos niñas de corta edad. Felicidad era la pequeña. No recuerda ya su rostro. Solo la constatación de quienes la conocieron y la recuerdan como una mujer muy guapa. Su recuerdo,  y el sentimiento de la injusticia sufrida por ella, le asalta una y otra vez en los últimos años.

 

                Un nuevo pinchazo de dolor en sus dedos adormecidos, sin apenas sensibilidad. Quizá el mismo recuerdo de su madre a quien pudieron localizar mal enterrada en una fosa común. Su blanca mano, con la alianza de boda aún en ella- cosa rara en aquellas salvajes prácticas-, asomando entre la tierra removida, delató su cruel destino a la gente de la zona. Así pudieron constatar su muerte y su identidad. No fue una ejecución. Fue un asesinato. Dicen que sufrió tortura. Dicen que le faltaba un pecho que le habrían cortado por negarse a los carnales deseos de sus opresores, perros salvajes movidos únicamente por oscuros deseos de venganza. Dicen…

 

                Felicidad lanza un profundo suspiro mientras recuerda las blancas y suaves manos de su madre peinando su rebelde melena infantil. Y ante la suya, casi inutilizada,  siente la certeza de que aún le queda por delante una ardua tarea. Contar la historia de su familia. Reivindicar el nombre de su padre que luchó por sus ideales y por los de todos aquellos compañeros a los que como sindicalista representaba. Era un buen hombre que no cometió más delito que ir contracorriente de la gente poderosa de la zona, que encontró en la guerra la disculpa perfecta para vengarse de quienes no se doblegaban ante sus intereses.

 

                Mira de nuevo esa mano adormecida y sabe a ciencia cierta que no puede conformarse con perderla. La suya tiene que ser la voz de aquella otra blanca mano de su joven madre que imagina asomando entre la tierra para contar al mundo las atrocidades que ella y otras como ella sufrieron.

 

                Se asfixia entre el silencio de los gritos ignorados, ahogados tras la puerta cerrada a cal y canto por el miedo y la vergüenza; de la vergüenza asentada por esos actuales discursos que quieren seguir echando tierra sobre tantas muertes injustas e innecesarias; de esa profunda vergüenza del pasado instalada en algunos de aquellos hijos y nietos, que han llegado a pensar que tal vez fue verdad que hubo algo delictivo en los afanes de los muertos de entonces. Mientras, Felicidad piensa que, aunque así hubiera sido, todo muerto tiene derecho  a morir y a descansar con dignidad para siempre. Por eso hoy se ha empeñado  en reivindicar el nombre de sus padres, un hombre y una mujer que no cometieron más delito que defender con sus ideas un gobierno legal en el que creían y por el que habían votado.

 

                Y para que nunca más manos inocentes se aferren a la vida desde el frío abandono de una fosa común.

 

Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,

ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,

lo dicen, pero no es cierto,… (Rosalía de Castro)

 

(Relato incluido en el libro “Días impares”)

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