Una habitación llena de libros
![[Img #29959]](upload/img/periodico/img_29959.jpg)
De pequeña siempre deseé tener una habitación 'llena de libros'. Lo cierto es que mi idea cuando lo pensaba era poseer una biblioteca antigua, de imagen casi victoriana, abarrotada de libros-tesoros delicadamente ordenados y protegidos en las dos alturas que tendría. Me parece que hubo unos años en los que leí demasiado a Agatha Christie... Bueno, al menos por una vez he conseguido no sólo un sueño, sino más allá de un sueño porque realmente no tengo una habitación llena de libros, sino una casa llena de libros. Bueno, y dos y tres, porque además de abarrotar los treinta y siete metros habitables de mi pisito en Barcelona y ocupar parte de los otros cuatro que el contrato contempla como “otras zonas” (terraza, altillos, etc.) abarrotan también mi antigua habitación de adolescente, la “habitación trece” del piso de mi abuela, cajas en un garaje, más cajas en varias habitaciones de un piso bajo y algunas estanterías de la casa de mi madre. Si cuento, además, aquellos libros que me sacan de quicio, esto es, los 'libros prestados y nunca devueltos', resulta que hasta tengo sucursales en bastantes provincias españolas y parte del extranjero, que diría mi abuelo. ¡Vamos, casi, casi como una sucursal bancaria de letras! [Risas]
Perdón. Estoy escribiendo esto y me siento casi poderosa ¡Soy una okupa en casas que ni siquiera imagino! Ostras, pues casi me apetece ponerme a hacer un listado de los lugares conocidos y hasta de aquellos que, desconocidos, intuyo, albergarán a alguno de ellos. Sí, porque también me han robado libros. Recuerdo, concretamente uno que me quitaron de la maleta junto a un neceser profesional de maquillaje ¡menuda combinación! Volaba a Sevilla para un trabajo en Córdoba, y me sustrajeron 'Tazón de hierro' de Félix Novales, que, por cierto, no he podido volver a conseguir. Me queda el consuelo de pensar que quién roba libros será porque los ama, porque rentable precisamente no creo que sea. De hecho, es una broma recurrente que hago en las formaciones de seguridad: “Imagínate que tienes un servicio en una biblioteca, ¿qué vigilarías?” Primera respuesta, ejemplo de nuestra estupenda habilidad para hablar sin pensar: '¡Los libros!' Mi silencio. “Que no hablen”, dice otro. Silencio. Y así hasta que al final les interpelo: “A ver, piensa como un delincuente profesional (en la diferencia entre criminal organizado y desorganizado radica muchas veces el éxito de su hazaña. Hay muchas anécdotas profesionales que ilustrarían casos tipo Atraco a las tres) y dime: ¿tú que te llevarías que pudieses rentabilizar? ¿Realmente crees que alguien se llevaría libros, que podría sacarse una pasta de ellos, si no se tratase de un incunable?” Ahora los quedan en silencio son ellos.
Es esa manía de querer compartir precisamente los libros que más te han emocionado y que son difíciles de encontrar la que te acaba dejando sin ellos. Hay esa frase que pulula por ahí y que debe ser cierta “los libros son gente orgullosa, si los prestan no regresan jamás”. Tengo una amiga de la que aprendí una buena lección. Ella, en vez de dejar un libro que le gusta a alguien, lo compra y se lo regala. Dice que, al fin y al cabo, si no tendrá que terminar haciéndolo igual, porque lo normal es que no te los devuelvan, y que así ni se pasa mal rato ni flaquea su amistad, antes al contrario. El problema es que muchos de los que uno deja son únicos. 'El país de la infancia' de Poldy Bird que me regaló una vendedora ambulante de un mercado cuando era pequeña, en una edición con hojas intercaladas en blanco por defecto de imprenta, por ejemplo, y que quise recuperar para una performance pero que descansa en otro edificio de la ciudad de esos que tengo que poner en mi lista de okupa literaria. O que los recuperas en un estado, diríamos, lamentable, como 'La muchacha de la cola de caballo' de Herman Raucher, otro de mis disfrutes adolescentes, que regresó dañado y deshojado.
En casa también tengo muchos libros adoptados. Son aquellos que provienen de amistades que se trasladan, que quieren liberar espacio físico para liberar su espacio espiritual, que heredo,…pero también, muchos que encuentro en la calle. No es la primera vez que, yendo para un lugar, termino cargando cajas en un taxi de regreso a mi casa. ¡Cómo dejar esas joyas abandonadas a expensas del servicio de recogida de basuras!
Y aunque “lo estoy dejando”, no puedo entrar en una librería y salir sin adquirir alguno. Y eso que la primera y original ¡ejem! pregunta que me hace cualquier persona que viene a mi casa es “¿Los has leído todos?” Pues no. Ni he leído todos los que están, ni todos los que he leído están. Y es más, creo que ha llegado el momento en que he aceptado que moriré sin ni siquiera leer muchos de ellos. Sí, ya lo he dicho en alguna columna anterior y esto lo confirma: me estoy haciendo vieja. ¡Eh! No hay que olvidar que para mí vieja no tiene mayor significado que el del límite de tiempo para hacer cosas. De pequeña vivía como una responsabilidad acabar cada libro que empezaba, me parecía un desacato al autor no hacerlo. Hoy, lo siento mucho, lo que me parece un desacato a la vida es leer según qué cosas. [¡Vaya, espero no estar dándote una idea ahora mismo y que te despidas!]
Este vicio bibliófilo lo tengo desde la infancia. Recuerdo que el primer libro que me enganchó fue Los cinco y el tesoro de la isla de Enid Blyton, que llegó a mí en un cumpleaños con el secreto de algunos billetes de cien pesetas entre sus hojas. Lo leí más de una docena de veces. Lo que más le tengo que agradecer es aficionarme a la lectura. A partir de ahí me convertí en una voraz devoradora sin criterio literario. Tenía la fortuna de que mi tío José Luís estaba pluriempleado como bibliotecario en aquella maravillosa 'casa de doña Josefina' que albergaba la biblioteca municipal y hoy es el Museo de las Alhajas en La Bañeza. Aquella biblioteca sí que era especial. Las salas pequeñas, oscuras y silenciosas, con olor a polvo, albergaban los tesoros de miles de historias. Yo llegaba a la biblioteca y subía aquella imponente escalera que se abría a ambos lados jugando al pasado. Una vez, mi tío nos enseñó las entrañas de aquella casa, nunca habitada. En una cocina con azulejos en blanco y negro había unas jaulas con las osamentas de unas palomas. “Mensajeras”, dijo mi tío. Y mi imaginación voló como debían haberlo hecho ellas.
Así pues, atesoraba libros que nadie quería o que retiraban de las casas. Algunos olían a moho y las fechas de las ediciones eran de las primeras décadas del mil novecientos. “Antigüedades”, decía yo. Risas, emitían mis tías, cuando contribuían a mi colección con 'antigüedades'. Bueno, llegué a tener uno de mil setecientos algo que hoy está en la lista de los que me sacan de quicio. Se titulaba 'Secretos raros' y era un pequeño ejemplar encuadernado en piel. Creo que debe andar por Astorga, porque es donde vive el chico que acompañó a un amigo mío a casa y que se lo llevó sin permiso alguno junto con una novela en francés de alrededor de mil ochocientos. Sería genial que, si lee esto, me los restituyera, porque yo no, no lo olvido.
En esa temprana etapa me costaba leer libros que no fueran propios. La inmersión en la lectura de un personaje durante tantas horas era como conocer a una persona nueva, integrarla en mi vida…y luego, me costaba asumir la idea de despedirla para siempre. Necesitaba tener la opción del reencuentro, de tomar un café, de compartir una charla,… y eso era poder tomar el libro de la estantería y releer un capítulo. Con el tiempo ya lo he ido superando.
Un recuerdo especial va para el libro de me permitió vivir una obsesión, 'It' de Stephen King. Mil veintiséis páginas que me ocuparon día y noche durante unas semanas de mi adolescencia. Leía en la cama, fingía apagar la luz para dormir cuando mi madre se cansaba de insistir, pero sólo esperaba a que ella se durmiese y la casa quedase en silencio para volver a la lectura. Pasaba leyendo la noche y apagaba la luz poco antes de que ella se levantase para ir a trabajar. Dormía apenas una hora pues me levantaba cuando ella salía de casa y me vestía y preparaba como para ir al instituto, pero no lo hacía. Me quedaba en casa leyendo hasta que llegaba la hora de regresar de las clases, coincidente con la de mi madre del trabajo, y salía a la calle para hacer como que llegaba. Comíamos y volvía a mi habitación, supuestamente a hacer los deberes. Y otra vez a leer y a repetir acción hasta que lo acabé. Esa lectura intensiva me permitió hacer un 'viajazo' impresionante durante la lectura. Creo que entendí a Don Quijote. Realidad y ficción tienen una línea de separación demasiado frágil. Lo disfruté tanto…
Y esos títulos que te recuerdan a las personas que estaban en tu vida cuando los leías, al viaje en que te acompañaron, a quién te hizo el regalo de darte a conocer a ese autor, a la vivencia que te ayudaron a comprender o superar, a la libertad de vivir en tercera persona lo que no te das permiso en vida propia,…
Los que más me han gustado siempre han sido los libros de segunda mano. Tendría unos quince años cuando decidí emplear las cien pesetas que me daba mi madre cada día en otros fines diferentes a los estipulados. El autobús que me dejaba cerca de la catedral para ir a la Escuela de Idiomas costaba veintinueve pesetas ida y otras tantas vuelta, y con lo restante se supone que yo debía merendar. Pues no hacía ni una cosa ni la otra, sino ir y regresar caminando y por el medio entrar en ese paraíso de las sorpresas que era la librería de viejo 'La trastienda'. Me entusiasmaba, y aún lo hace, encontrar la vida de los anteriores poseedores de un libro entre sus páginas. Una nota manuscrita, entradas de cine o teatro, recortes de periódico, estampitas de comuniones, una dedicatoria que desvela un secreto, resultados de pruebas médicas, anotaciones al margen,… de todo. También las novelas por fascículos y otros encuadernados: algunos cosidos un tanto chapuceramente, otros agrupados con tapas de cartón en un alarde de manualidad,… Imaginar y degustar la vida de los otros, latente aún después de tanto tiempo, en objetos 'aparentemente' inertes. Mis queridos y admirados 'Ultramarinos', al contrario, les dan otras vidas. De las tripas de los libros antiguos resurgen, como Ave Fénix, vidas nuevas.
Hoy acepto que tengo un síndrome de Diógenes selectivo. Me cuesta mucho, muchísimo, desprenderme de algún ejemplar…aunque ya he tenido que hacerlo. He donado a amigos con el mismo vicio que yo pero más sitio, a algún centro de distrito, a algún hospital,… A veces temo que mi modesto piso se venga abajo bajo el peso de tantas letras. Terminarán por echarme de la casa por exceso de equipaje, como en los aviones. [¡Ay! No quiero dar ideas]. Hoy, acepto también que yo misma acabaré siendo pasto de esas librerías de segunda mano, que compran, a cero veinte por ejemplar, bibliotecas enteras creadas en paralelo a otras tantas vidas, construidas con mimo y con deseos de más caminos, de otros tantos coleccionistas. Sólo espero que a quien le lleguen los disfrute tanto como yo.
De pequeña siempre deseé tener una habitación 'llena de libros'. Lo cierto es que mi idea cuando lo pensaba era poseer una biblioteca antigua, de imagen casi victoriana, abarrotada de libros-tesoros delicadamente ordenados y protegidos en las dos alturas que tendría. Me parece que hubo unos años en los que leí demasiado a Agatha Christie... Bueno, al menos por una vez he conseguido no sólo un sueño, sino más allá de un sueño porque realmente no tengo una habitación llena de libros, sino una casa llena de libros. Bueno, y dos y tres, porque además de abarrotar los treinta y siete metros habitables de mi pisito en Barcelona y ocupar parte de los otros cuatro que el contrato contempla como “otras zonas” (terraza, altillos, etc.) abarrotan también mi antigua habitación de adolescente, la “habitación trece” del piso de mi abuela, cajas en un garaje, más cajas en varias habitaciones de un piso bajo y algunas estanterías de la casa de mi madre. Si cuento, además, aquellos libros que me sacan de quicio, esto es, los 'libros prestados y nunca devueltos', resulta que hasta tengo sucursales en bastantes provincias españolas y parte del extranjero, que diría mi abuelo. ¡Vamos, casi, casi como una sucursal bancaria de letras! [Risas]
Perdón. Estoy escribiendo esto y me siento casi poderosa ¡Soy una okupa en casas que ni siquiera imagino! Ostras, pues casi me apetece ponerme a hacer un listado de los lugares conocidos y hasta de aquellos que, desconocidos, intuyo, albergarán a alguno de ellos. Sí, porque también me han robado libros. Recuerdo, concretamente uno que me quitaron de la maleta junto a un neceser profesional de maquillaje ¡menuda combinación! Volaba a Sevilla para un trabajo en Córdoba, y me sustrajeron 'Tazón de hierro' de Félix Novales, que, por cierto, no he podido volver a conseguir. Me queda el consuelo de pensar que quién roba libros será porque los ama, porque rentable precisamente no creo que sea. De hecho, es una broma recurrente que hago en las formaciones de seguridad: “Imagínate que tienes un servicio en una biblioteca, ¿qué vigilarías?” Primera respuesta, ejemplo de nuestra estupenda habilidad para hablar sin pensar: '¡Los libros!' Mi silencio. “Que no hablen”, dice otro. Silencio. Y así hasta que al final les interpelo: “A ver, piensa como un delincuente profesional (en la diferencia entre criminal organizado y desorganizado radica muchas veces el éxito de su hazaña. Hay muchas anécdotas profesionales que ilustrarían casos tipo Atraco a las tres) y dime: ¿tú que te llevarías que pudieses rentabilizar? ¿Realmente crees que alguien se llevaría libros, que podría sacarse una pasta de ellos, si no se tratase de un incunable?” Ahora los quedan en silencio son ellos.
Es esa manía de querer compartir precisamente los libros que más te han emocionado y que son difíciles de encontrar la que te acaba dejando sin ellos. Hay esa frase que pulula por ahí y que debe ser cierta “los libros son gente orgullosa, si los prestan no regresan jamás”. Tengo una amiga de la que aprendí una buena lección. Ella, en vez de dejar un libro que le gusta a alguien, lo compra y se lo regala. Dice que, al fin y al cabo, si no tendrá que terminar haciéndolo igual, porque lo normal es que no te los devuelvan, y que así ni se pasa mal rato ni flaquea su amistad, antes al contrario. El problema es que muchos de los que uno deja son únicos. 'El país de la infancia' de Poldy Bird que me regaló una vendedora ambulante de un mercado cuando era pequeña, en una edición con hojas intercaladas en blanco por defecto de imprenta, por ejemplo, y que quise recuperar para una performance pero que descansa en otro edificio de la ciudad de esos que tengo que poner en mi lista de okupa literaria. O que los recuperas en un estado, diríamos, lamentable, como 'La muchacha de la cola de caballo' de Herman Raucher, otro de mis disfrutes adolescentes, que regresó dañado y deshojado.
En casa también tengo muchos libros adoptados. Son aquellos que provienen de amistades que se trasladan, que quieren liberar espacio físico para liberar su espacio espiritual, que heredo,…pero también, muchos que encuentro en la calle. No es la primera vez que, yendo para un lugar, termino cargando cajas en un taxi de regreso a mi casa. ¡Cómo dejar esas joyas abandonadas a expensas del servicio de recogida de basuras!
Y aunque “lo estoy dejando”, no puedo entrar en una librería y salir sin adquirir alguno. Y eso que la primera y original ¡ejem! pregunta que me hace cualquier persona que viene a mi casa es “¿Los has leído todos?” Pues no. Ni he leído todos los que están, ni todos los que he leído están. Y es más, creo que ha llegado el momento en que he aceptado que moriré sin ni siquiera leer muchos de ellos. Sí, ya lo he dicho en alguna columna anterior y esto lo confirma: me estoy haciendo vieja. ¡Eh! No hay que olvidar que para mí vieja no tiene mayor significado que el del límite de tiempo para hacer cosas. De pequeña vivía como una responsabilidad acabar cada libro que empezaba, me parecía un desacato al autor no hacerlo. Hoy, lo siento mucho, lo que me parece un desacato a la vida es leer según qué cosas. [¡Vaya, espero no estar dándote una idea ahora mismo y que te despidas!]
Este vicio bibliófilo lo tengo desde la infancia. Recuerdo que el primer libro que me enganchó fue Los cinco y el tesoro de la isla de Enid Blyton, que llegó a mí en un cumpleaños con el secreto de algunos billetes de cien pesetas entre sus hojas. Lo leí más de una docena de veces. Lo que más le tengo que agradecer es aficionarme a la lectura. A partir de ahí me convertí en una voraz devoradora sin criterio literario. Tenía la fortuna de que mi tío José Luís estaba pluriempleado como bibliotecario en aquella maravillosa 'casa de doña Josefina' que albergaba la biblioteca municipal y hoy es el Museo de las Alhajas en La Bañeza. Aquella biblioteca sí que era especial. Las salas pequeñas, oscuras y silenciosas, con olor a polvo, albergaban los tesoros de miles de historias. Yo llegaba a la biblioteca y subía aquella imponente escalera que se abría a ambos lados jugando al pasado. Una vez, mi tío nos enseñó las entrañas de aquella casa, nunca habitada. En una cocina con azulejos en blanco y negro había unas jaulas con las osamentas de unas palomas. “Mensajeras”, dijo mi tío. Y mi imaginación voló como debían haberlo hecho ellas.
Así pues, atesoraba libros que nadie quería o que retiraban de las casas. Algunos olían a moho y las fechas de las ediciones eran de las primeras décadas del mil novecientos. “Antigüedades”, decía yo. Risas, emitían mis tías, cuando contribuían a mi colección con 'antigüedades'. Bueno, llegué a tener uno de mil setecientos algo que hoy está en la lista de los que me sacan de quicio. Se titulaba 'Secretos raros' y era un pequeño ejemplar encuadernado en piel. Creo que debe andar por Astorga, porque es donde vive el chico que acompañó a un amigo mío a casa y que se lo llevó sin permiso alguno junto con una novela en francés de alrededor de mil ochocientos. Sería genial que, si lee esto, me los restituyera, porque yo no, no lo olvido.
En esa temprana etapa me costaba leer libros que no fueran propios. La inmersión en la lectura de un personaje durante tantas horas era como conocer a una persona nueva, integrarla en mi vida…y luego, me costaba asumir la idea de despedirla para siempre. Necesitaba tener la opción del reencuentro, de tomar un café, de compartir una charla,… y eso era poder tomar el libro de la estantería y releer un capítulo. Con el tiempo ya lo he ido superando.
Un recuerdo especial va para el libro de me permitió vivir una obsesión, 'It' de Stephen King. Mil veintiséis páginas que me ocuparon día y noche durante unas semanas de mi adolescencia. Leía en la cama, fingía apagar la luz para dormir cuando mi madre se cansaba de insistir, pero sólo esperaba a que ella se durmiese y la casa quedase en silencio para volver a la lectura. Pasaba leyendo la noche y apagaba la luz poco antes de que ella se levantase para ir a trabajar. Dormía apenas una hora pues me levantaba cuando ella salía de casa y me vestía y preparaba como para ir al instituto, pero no lo hacía. Me quedaba en casa leyendo hasta que llegaba la hora de regresar de las clases, coincidente con la de mi madre del trabajo, y salía a la calle para hacer como que llegaba. Comíamos y volvía a mi habitación, supuestamente a hacer los deberes. Y otra vez a leer y a repetir acción hasta que lo acabé. Esa lectura intensiva me permitió hacer un 'viajazo' impresionante durante la lectura. Creo que entendí a Don Quijote. Realidad y ficción tienen una línea de separación demasiado frágil. Lo disfruté tanto…
Y esos títulos que te recuerdan a las personas que estaban en tu vida cuando los leías, al viaje en que te acompañaron, a quién te hizo el regalo de darte a conocer a ese autor, a la vivencia que te ayudaron a comprender o superar, a la libertad de vivir en tercera persona lo que no te das permiso en vida propia,…
Los que más me han gustado siempre han sido los libros de segunda mano. Tendría unos quince años cuando decidí emplear las cien pesetas que me daba mi madre cada día en otros fines diferentes a los estipulados. El autobús que me dejaba cerca de la catedral para ir a la Escuela de Idiomas costaba veintinueve pesetas ida y otras tantas vuelta, y con lo restante se supone que yo debía merendar. Pues no hacía ni una cosa ni la otra, sino ir y regresar caminando y por el medio entrar en ese paraíso de las sorpresas que era la librería de viejo 'La trastienda'. Me entusiasmaba, y aún lo hace, encontrar la vida de los anteriores poseedores de un libro entre sus páginas. Una nota manuscrita, entradas de cine o teatro, recortes de periódico, estampitas de comuniones, una dedicatoria que desvela un secreto, resultados de pruebas médicas, anotaciones al margen,… de todo. También las novelas por fascículos y otros encuadernados: algunos cosidos un tanto chapuceramente, otros agrupados con tapas de cartón en un alarde de manualidad,… Imaginar y degustar la vida de los otros, latente aún después de tanto tiempo, en objetos 'aparentemente' inertes. Mis queridos y admirados 'Ultramarinos', al contrario, les dan otras vidas. De las tripas de los libros antiguos resurgen, como Ave Fénix, vidas nuevas.
Hoy acepto que tengo un síndrome de Diógenes selectivo. Me cuesta mucho, muchísimo, desprenderme de algún ejemplar…aunque ya he tenido que hacerlo. He donado a amigos con el mismo vicio que yo pero más sitio, a algún centro de distrito, a algún hospital,… A veces temo que mi modesto piso se venga abajo bajo el peso de tantas letras. Terminarán por echarme de la casa por exceso de equipaje, como en los aviones. [¡Ay! No quiero dar ideas]. Hoy, acepto también que yo misma acabaré siendo pasto de esas librerías de segunda mano, que compran, a cero veinte por ejemplar, bibliotecas enteras creadas en paralelo a otras tantas vidas, construidas con mimo y con deseos de más caminos, de otros tantos coleccionistas. Sólo espero que a quien le lleguen los disfrute tanto como yo.