La amante salernitana
Antonio Manilla, León, 1967. Historiador, periodista y poeta. Colaborador del Diario de León, con la columna semanal 'Cuerpo a tierra', le han sido otorgados en su faceta como periodista el Premio Nacional de Periodismo Francisco Valdés y el Premio Don Quijote. Su obra poética ha sido distinguida con los premios nacionales de poesía Emilio Prados, José de Espronceda y Ciudad de Salamanca, entre otros.
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La primera y única vez que visité la hermosa ciudad de Salerno fue en el año que muchos recordarán como el de la OTAN. Entonces yo era poco más que un joven recién licenciado y con todo el futuro por delante, abierto ante sus ojos como una fruta dispuesta a ser mordida. Aquel año inaugural de la década de los ochenta, con el primer dinero recién ganado a base de ayudar a mi padre en su negocio durante los fines de semana, sin mochila de pasado a mis espaldas y con un billete de interraíl en el bolsillo, me eché a la aventura por Europa sin un destino prefijado. Con ansias de comerme el mundo y sin compañía, abierto a lo que pudiera surgir durante el trayecto. Eran tiempos de amores extraviados, una época con más libertad y hasta libertinaje de las costumbres, en que los cuerpos se abrazaban sin temores sanitarios y mucho menos al qué dirán, en los que la urgencia cotizaba al alza en el mercado del deseo y la juventud era un valor absoluto. Los felices ochenta, cuando los pistoletazos de un tricornio en el congreso de los diputados impulsaron la Movida, antes de que la carcundia y las enfermedades de transmisión sexual salieran del armario.
Tal y como ansiaba en mi fuero interno, no tardé en emparejarme en Salerno. Almorzando en un local de pizza al corte cercano al museo dedicado a la antigua Scuola Medica, antecedente de todas las universidades europeas, trabé amistad con una delicada aborigen sin un encanto preponderante, pues entre ellos iban empatados los muchos que atesoraba, como suele ocurrirle a las princesas en los relatos que ha acumulado la imaginería cortés y caballeresca. Y algo de princesa debía de tener, pues el alojamiento a disposición de mi amante local resultó ser un antiguo palacete vaciado por dentro en el que se había dispuesto un número indeterminado de pequeños apartamentos para un futuro alquiler. Su aspecto remozado chocaba vehementemente con el ruido que recorría las viejas tuberías, los sonidos que llegaban desde los altos techos de cañizo, la implacable zapa de las termitas sobre los heredados muebles de madera. Nos acostamos en medio de aquel concierto desafinado y gozamos, ajenos a su constante murmullo, de nuestros cuerpos encandilados. El palacio, tuvo a bien a decirme mi bella italiana antes de que traspusiéramos el umbral, sin duda para que no me anduviera con melindres sonoras durante nuestra batalla sobre el campo de plumas, se encontraba completamente vacío, exceptuándonos a nosotros, pues estaba recién terminada la restauración y ni siquiera se había puesto aún en la prensa el anuncio de su inminente disposición a albergar inquilinos. Andrea, que así se llamaba mi acogedora principessa transalpina, disponía de las llaves porque aquel inmueble pertenecía desde hacía siglos a su familia.
Entre aquellos muros —me informó antes de dormirnos abrazados—, concretamente en el espacio privado donde nos hallábamos y que su familia se había reservado, al margen de la reforma, ella, que era estudiante de medicina, podría haber realizado, incluso en la época del príncipe Ferrante Sanseverino, prácticas de anatomía: la escuela de la Ciudad Hipocrática admitía a mujeres como profesoras y alumnas desde su apertura en el siglo noveno y entre las obligaciones académicas figuraba la de practicar al menos una autopsia cada cinco años. Me sorprendió menos la periódica exigencia carnicera que la liberalidad feminista en una época y lugar en que a las mujeres, en el mejor de los casos, se las tenía férreamente sojuzgadas bajo la autoridad del hombre, cuando no tratadas como a animales de carga. Allí mismo, sostenía, había estado durante varias centurias el aula por la que habían pasado todos los miembros de la afamada facultad médica a cumplir con aquella encomienda o deber quinquenal.
Acaso porque cogiera el sueño imbuido por pensamientos nacidos al hilo de aquella historiada conversación de sobrecama o postcoital, tuve un dormir más ligero de lo corriente que acabó desembocando en un súbito desvelo. Despertarme en una estancia desconocida, en la alta madrugada, a esa hora de la noche en que el silencio se ha tensado como los hilos de la tela de una araña preparada para el salto, no me inquietó tanto como descubrir que me hallaba solo en el lecho y que a través de la puerta entreabierta llegaban una tenue luz y un apagado murmullo. Alerta y encogido, por el encuentro del frío mármol con los pies descalzos, recorrí con sigilo el pasillo al fondo del cual estaba la habitación de la que procedían los muelles signos que comenzaban a alentar en mí un oscuro presagio.
Lo que mis ojos contemplaron no resultó tranquilizador. Cuatro mujeres de parecida edad, entre las que llevaba la voz cantante mi amante salernitana, conversaban en apagados bisbiseos. En el italiano que se me alcanzaba, creí captar retazos suficientes de alocuciones en las que se hablaba de realizar una autopsia. El mobiliario alrededor de ellas era lo que más me descorazonó: una mesa de operaciones con correajes, instrumentos quirúrgicos cuyos filos emitían acerados brillos pese a la mortecina iluminación, una alta mesa supletoria de madera con ruedas en cuya superficie desiguales manchas bermellones evocaban sucesivas sangres resecas. «Nada más les falta el cadáver», pensé, justo antes de escuchar esto de los labios de mi artera anfitriona:
—Es un cuerpo joven. Ahí está —y Andrea señaló hacia el umbral desde donde yo las espiaba, inequívocamente apuntando a la alcoba donde debía estar durmiendo.
Ni que decir tiene que salí pitando de aquel vetusto palacio salernitano, medio desnudo como estaba, y que corrí sin mirar atrás hasta el límite de mis fuerzas, que en aquella edad feliz no eran pocas, aunque estuvieran menguadas por una noche de pasión regalada acaso como si de la última voluntad de un condenado se tratase.
Considerado desde el hoy, cabe la posibilidad de que todo fuera una aprensión mía; una sugestión alimentada por las películas de terror o una paranoia trenzada a partir de frases sueltas; un malentendido juvenil sin más; pero me he mantenido fiel a la decisión que entonces tomé: jamás he regresado ni voy a volver a pisar nunca más en la vida las risueñas, fragantes y saladas calles de Salerno.
La primera y única vez que visité la hermosa ciudad de Salerno fue en el año que muchos recordarán como el de la OTAN. Entonces yo era poco más que un joven recién licenciado y con todo el futuro por delante, abierto ante sus ojos como una fruta dispuesta a ser mordida. Aquel año inaugural de la década de los ochenta, con el primer dinero recién ganado a base de ayudar a mi padre en su negocio durante los fines de semana, sin mochila de pasado a mis espaldas y con un billete de interraíl en el bolsillo, me eché a la aventura por Europa sin un destino prefijado. Con ansias de comerme el mundo y sin compañía, abierto a lo que pudiera surgir durante el trayecto. Eran tiempos de amores extraviados, una época con más libertad y hasta libertinaje de las costumbres, en que los cuerpos se abrazaban sin temores sanitarios y mucho menos al qué dirán, en los que la urgencia cotizaba al alza en el mercado del deseo y la juventud era un valor absoluto. Los felices ochenta, cuando los pistoletazos de un tricornio en el congreso de los diputados impulsaron la Movida, antes de que la carcundia y las enfermedades de transmisión sexual salieran del armario.
Tal y como ansiaba en mi fuero interno, no tardé en emparejarme en Salerno. Almorzando en un local de pizza al corte cercano al museo dedicado a la antigua Scuola Medica, antecedente de todas las universidades europeas, trabé amistad con una delicada aborigen sin un encanto preponderante, pues entre ellos iban empatados los muchos que atesoraba, como suele ocurrirle a las princesas en los relatos que ha acumulado la imaginería cortés y caballeresca. Y algo de princesa debía de tener, pues el alojamiento a disposición de mi amante local resultó ser un antiguo palacete vaciado por dentro en el que se había dispuesto un número indeterminado de pequeños apartamentos para un futuro alquiler. Su aspecto remozado chocaba vehementemente con el ruido que recorría las viejas tuberías, los sonidos que llegaban desde los altos techos de cañizo, la implacable zapa de las termitas sobre los heredados muebles de madera. Nos acostamos en medio de aquel concierto desafinado y gozamos, ajenos a su constante murmullo, de nuestros cuerpos encandilados. El palacio, tuvo a bien a decirme mi bella italiana antes de que traspusiéramos el umbral, sin duda para que no me anduviera con melindres sonoras durante nuestra batalla sobre el campo de plumas, se encontraba completamente vacío, exceptuándonos a nosotros, pues estaba recién terminada la restauración y ni siquiera se había puesto aún en la prensa el anuncio de su inminente disposición a albergar inquilinos. Andrea, que así se llamaba mi acogedora principessa transalpina, disponía de las llaves porque aquel inmueble pertenecía desde hacía siglos a su familia.
Entre aquellos muros —me informó antes de dormirnos abrazados—, concretamente en el espacio privado donde nos hallábamos y que su familia se había reservado, al margen de la reforma, ella, que era estudiante de medicina, podría haber realizado, incluso en la época del príncipe Ferrante Sanseverino, prácticas de anatomía: la escuela de la Ciudad Hipocrática admitía a mujeres como profesoras y alumnas desde su apertura en el siglo noveno y entre las obligaciones académicas figuraba la de practicar al menos una autopsia cada cinco años. Me sorprendió menos la periódica exigencia carnicera que la liberalidad feminista en una época y lugar en que a las mujeres, en el mejor de los casos, se las tenía férreamente sojuzgadas bajo la autoridad del hombre, cuando no tratadas como a animales de carga. Allí mismo, sostenía, había estado durante varias centurias el aula por la que habían pasado todos los miembros de la afamada facultad médica a cumplir con aquella encomienda o deber quinquenal.
Acaso porque cogiera el sueño imbuido por pensamientos nacidos al hilo de aquella historiada conversación de sobrecama o postcoital, tuve un dormir más ligero de lo corriente que acabó desembocando en un súbito desvelo. Despertarme en una estancia desconocida, en la alta madrugada, a esa hora de la noche en que el silencio se ha tensado como los hilos de la tela de una araña preparada para el salto, no me inquietó tanto como descubrir que me hallaba solo en el lecho y que a través de la puerta entreabierta llegaban una tenue luz y un apagado murmullo. Alerta y encogido, por el encuentro del frío mármol con los pies descalzos, recorrí con sigilo el pasillo al fondo del cual estaba la habitación de la que procedían los muelles signos que comenzaban a alentar en mí un oscuro presagio.
Lo que mis ojos contemplaron no resultó tranquilizador. Cuatro mujeres de parecida edad, entre las que llevaba la voz cantante mi amante salernitana, conversaban en apagados bisbiseos. En el italiano que se me alcanzaba, creí captar retazos suficientes de alocuciones en las que se hablaba de realizar una autopsia. El mobiliario alrededor de ellas era lo que más me descorazonó: una mesa de operaciones con correajes, instrumentos quirúrgicos cuyos filos emitían acerados brillos pese a la mortecina iluminación, una alta mesa supletoria de madera con ruedas en cuya superficie desiguales manchas bermellones evocaban sucesivas sangres resecas. «Nada más les falta el cadáver», pensé, justo antes de escuchar esto de los labios de mi artera anfitriona:
—Es un cuerpo joven. Ahí está —y Andrea señaló hacia el umbral desde donde yo las espiaba, inequívocamente apuntando a la alcoba donde debía estar durmiendo.
Ni que decir tiene que salí pitando de aquel vetusto palacio salernitano, medio desnudo como estaba, y que corrí sin mirar atrás hasta el límite de mis fuerzas, que en aquella edad feliz no eran pocas, aunque estuvieran menguadas por una noche de pasión regalada acaso como si de la última voluntad de un condenado se tratase.
Considerado desde el hoy, cabe la posibilidad de que todo fuera una aprensión mía; una sugestión alimentada por las películas de terror o una paranoia trenzada a partir de frases sueltas; un malentendido juvenil sin más; pero me he mantenido fiel a la decisión que entonces tomé: jamás he regresado ni voy a volver a pisar nunca más en la vida las risueñas, fragantes y saladas calles de Salerno.