El escritor
Maga li, vinculada al mundo cultural leonés, es la encargada de ofrecernos este relato para refrescar el verano de Astorga Redacción. Colabora con el colectivo 'Manual de Ultramarinos', fue miembro del Club Leteo. Actualmente pertenece al grupo 'Hors Lits León' y prepara el arranque de la editorial 'LINEA Insurgentes' con carácter internacional.
![[Img #38650]](upload/img/periodico/img_38650.jpg)
El desaliento lo había hecho suyo.
Miguel L. Valenzuela, el escritor de moda, el maestro de la pluma, dejó caer los hombros y se quedó parado en el centro de la habitación sin hacer el mínimo esfuerzo por mantenerse erguido. Estaba allí, como estaba la noche y como estaban el silencio y la derrota.
Miguel L. Valenzuela lo abandonó todo. Durante muchos años escribió libros. Desde la adolescencia hizo de su máquina de escribir, a la que llamó "Amapola", su compañera inseparable; desde la juventud pulió el estilo con vanidad ansiosa y hoy, en la madurez, al examinar los resultados de trabajo tan prolongado, se encontraba con una larguísima fila de títulos.
Extendió la mano. O más bien, pensó extenderla. Y tocó o pensó que había tocado, los libros que había escrito durante su vida. Títulos que nada le decían. Eran como notas musicales puestas al azar sobre el pentagrama, pero sin formar una tonadilla siquiera. Pensó en canturrearlos, susurrarlos o dejarlos caer de su boca como un rosario. Pero no tenía caso volver a leer aquella palabrería insulsa. Centenares de frases elegantes, hermosas, surgirían de las páginas. Lo sabía, pero ni una sola expresaba lo que su autor quería decir; ni una reflejaba el perfil más modesto de su espíritu.
De pueblo en pueblo, con el terrible anhelo de encontrar un sitio donde nadie conociera su esfuerzo inútil, su existencia vacía. De pueblo en pueblo iba, buscando uno en donde no conocieran sus libros, ni sus frases huecas. Pero en todas partes se las repetían, por doquier le mostraban su obra literaria. Surgían los títulos, las citas; él había traicionado a la palabra, y la palabra lo caricaturizaba en venganza.
Buscó entonces un pueblo donde no supieran leer, un pueblo donde nadie comprendiera los signos que él había trazado. Allí estaría a salvo, la burla de la palabra no lo perseguiría más. Caminó lentamente por la única calle del pueblo. Su sueño se había realizado, aquí nadie le hablaría de sus libros. Nadie le recordaría los sosos pensamientos con que llenó páginas de apretada letra. Debería sentirse feliz, ágil, rejuvenecido y no obstante, y aunque no lo confesara, no lo estaba. Sobre el polvo de las calles jugueteaban desnudos, flacos niños de vientres hinchados y carnes prietas. En los pórticos de las humildes viviendas había mantas sucias, tendidas, y , sobre ellas, galletas rancias, dulces y montoncitos de verduras. Las moscas ponían puntos suspensivos al tiempo en aquel monótono lugar. Alguien le mostró la última casa de la calle, asegurándole que allí encontraría alojamiento.
Cuando Miguel L. Valenzuela llenó con su figura el hueco de la puerta y miró hacia adentro: ante una mesa burdamente fabricada, un anciano deletreaba sílabas a dos muchachos.
-¡Mintieron! ¡Me habían dicho que aquí nadie sabía leer!-
El anciano se levantó y con gesto de cortesía contestó: -Soy el único que sabe leer. Hace tiempo que quería enseñar a los muchachos del pueblo, pero no hallaba como... hasta que encontré este libro de un tal Miguel L. Valenzuela- Un suave cosquilleo recorrió la nuca del escritor. Se aflojaron sus músculos, tensos por la amargura, y la sangre inició una loca carrera. Por unos segundos algo en sus ojos le impidió ver con precisión el rostro del anciano y las caras afiladas de los muchachos.
Una musiquilla le cantaba en el corazón; se sentía humilde y pequeño. -Yo también sé leer- dijo, -y si Usted me lo permite, me quedaré a enseñar aquí-
El desaliento lo había hecho suyo.
Miguel L. Valenzuela, el escritor de moda, el maestro de la pluma, dejó caer los hombros y se quedó parado en el centro de la habitación sin hacer el mínimo esfuerzo por mantenerse erguido. Estaba allí, como estaba la noche y como estaban el silencio y la derrota.
Miguel L. Valenzuela lo abandonó todo. Durante muchos años escribió libros. Desde la adolescencia hizo de su máquina de escribir, a la que llamó "Amapola", su compañera inseparable; desde la juventud pulió el estilo con vanidad ansiosa y hoy, en la madurez, al examinar los resultados de trabajo tan prolongado, se encontraba con una larguísima fila de títulos.
Extendió la mano. O más bien, pensó extenderla. Y tocó o pensó que había tocado, los libros que había escrito durante su vida. Títulos que nada le decían. Eran como notas musicales puestas al azar sobre el pentagrama, pero sin formar una tonadilla siquiera. Pensó en canturrearlos, susurrarlos o dejarlos caer de su boca como un rosario. Pero no tenía caso volver a leer aquella palabrería insulsa. Centenares de frases elegantes, hermosas, surgirían de las páginas. Lo sabía, pero ni una sola expresaba lo que su autor quería decir; ni una reflejaba el perfil más modesto de su espíritu.
De pueblo en pueblo, con el terrible anhelo de encontrar un sitio donde nadie conociera su esfuerzo inútil, su existencia vacía. De pueblo en pueblo iba, buscando uno en donde no conocieran sus libros, ni sus frases huecas. Pero en todas partes se las repetían, por doquier le mostraban su obra literaria. Surgían los títulos, las citas; él había traicionado a la palabra, y la palabra lo caricaturizaba en venganza.
Buscó entonces un pueblo donde no supieran leer, un pueblo donde nadie comprendiera los signos que él había trazado. Allí estaría a salvo, la burla de la palabra no lo perseguiría más. Caminó lentamente por la única calle del pueblo. Su sueño se había realizado, aquí nadie le hablaría de sus libros. Nadie le recordaría los sosos pensamientos con que llenó páginas de apretada letra. Debería sentirse feliz, ágil, rejuvenecido y no obstante, y aunque no lo confesara, no lo estaba. Sobre el polvo de las calles jugueteaban desnudos, flacos niños de vientres hinchados y carnes prietas. En los pórticos de las humildes viviendas había mantas sucias, tendidas, y , sobre ellas, galletas rancias, dulces y montoncitos de verduras. Las moscas ponían puntos suspensivos al tiempo en aquel monótono lugar. Alguien le mostró la última casa de la calle, asegurándole que allí encontraría alojamiento.
Cuando Miguel L. Valenzuela llenó con su figura el hueco de la puerta y miró hacia adentro: ante una mesa burdamente fabricada, un anciano deletreaba sílabas a dos muchachos.
-¡Mintieron! ¡Me habían dicho que aquí nadie sabía leer!-
El anciano se levantó y con gesto de cortesía contestó: -Soy el único que sabe leer. Hace tiempo que quería enseñar a los muchachos del pueblo, pero no hallaba como... hasta que encontré este libro de un tal Miguel L. Valenzuela- Un suave cosquilleo recorrió la nuca del escritor. Se aflojaron sus músculos, tensos por la amargura, y la sangre inició una loca carrera. Por unos segundos algo en sus ojos le impidió ver con precisión el rostro del anciano y las caras afiladas de los muchachos.
Una musiquilla le cantaba en el corazón; se sentía humilde y pequeño. -Yo también sé leer- dijo, -y si Usted me lo permite, me quedaré a enseñar aquí-