Textos: José Miguel López Astilleros y Bruno Marcos. Ilustración: Juan Carlos Larsen
Sábado, 01 de Septiembre de 2018

Pessoadas. Vuelta de los heterónimos a Lisboa

Porque a estas alturas del verano la fresquera sigue siendo necesaria, y aunque sea fuera de formato, publicamos dos cuentos que reviven, como ya hiciera Saramago en 'El año de la muerte de Ricardo Reis', heterónimos de Pessoa. De ahí 'Pessoadas', dos narraciones breves de Bruno Marcos y José Miguel López-Astilleros con ilustraciones de Juan Carlos Larsen. Los heterónimos de Fernando Pessoa, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos, regresan, después de casi cien años muertos, a pisar las calles de Lisboa.

 

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P E S S O A D A S

Vuelta de los heterónimos a Lisboa

 

Por

José Miguel López-Astilleros

&

Bruno Marcos

 

 

Con

 Ilustraciones

de

Juan Carlos Carbajo Larsen

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Los heterónimos de Fernando Pessoa, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos, regresan, después de casi cien años muertos, a pisar las calles de Lisboa.

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VIAJE DE ÁLVARO DE CAMPOS DESPUÉS DE MUERTO A LISBOA

Por

Bruno Marcos

 

 

No soy nada, no seré nada, no puedo esperar ser nada; aparte de eso albergo todos los sueños del mundo; como este de hoy en el que vuelvo a la Baixa a sentir en mis pies y en mis ojos las piedras blancas, toda la piel de Lisboa en su suelo de fragmentos que han durado más que yo… También estuve yo fragmentado, fui yo trozo de algo que quería sentir todas las sensaciones de todas las formas posibles y escapar de la prisión del yo, aunque para eso, como Pessoa, hubiera de fingir el dolor que de verdad sentía o afirmar, como Caeiro, que siendo el Tajo más bello que el río que pasa por mi aldea no lo fuera, porque no pasa por ella…

 

Está claro que la tristeza mía no era mía porque ha estado aquí en mi ausencia y sale a recibirme y se estrella en las olas fluviales en la Praça do Comércio y me sigue hasta Rossio y a Chiado… Tristeza de las cosas que embriaga a los aires y las lluvias y finalmente a las figuras que se saben iguales a millones de otras figuras: genios y nada.

 

Estoy muerto y no sé nada, tan maduro en la muerte ciega como para volver a vivir… Y si no fuera porque pienso como si escribiera esto que pienso no lo estaría pensando, simplemente estaría muerto como están vivas las piedras que no piensan y que no escriben…

 

Fallé en todo de la vida porque nada de la vida estuvo a la altura de mi sueño y fallar era algo elevado, fallar era soñar…

 

La vida no es para los poetas aunque tengan razón, la vida es para los otros, he soñado más aventuras que Napoleón vivió, más filosofías de las que Kant escribió… Todo antes de despertarme… y ahora estar muerto es parecido a soñar.

 

 

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¡Oh vosotros..! Chusma, gentuza que vive como los perros abajo de la moral, para la que no se ha inventado religión alguna ni tiene noticia de arte alguno… seguís aquí sabiendo que moriréis igual que morirán las princesas…

 

¡Eyá, e-yá, jo, jo, jo, joo-oooo, jop, upa, epa, upa, epa, op, jop, jop,.. Z-z-z-z-z-z-z-z-z-z..! Oda triunfal realizada, cómo os amo: electricidad, motores, máquinas, cemento, la maravillosa belleza de las corrupciones políticas, futuro materializado de mi pasado…

 

Soy un fantasma: bien. Invención de otro fantasma. No obstante todo ocurre, sigue ocurriendo para demostrar que lo real es tan estúpido como lo imposible.

 

 

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LA QUIMERA DE ALBERTO CAEIRO

Por

José Miguel López-Astilleros

 

 

Solo soy unos versos, a quienes una burla del tiempo y la fantasía ha permitido regresar a Lisboa. Versos sin un andamiaje de cenizas al que aferrarse cuando sopla el vendaval de los tiempos. Versos, solo versos, nada sino palabras de tinta sobre papel, una realidad sin apenas materia, donde existir. De ahí mi regreso, como decía, en pos de las vísceras calientes de las cosas, con el fin de hacerlas mías, y tenerlas como se tiene la sangre circulando por ellas, en secreto, al margen de toda poesía. Para dicho cometido estos versos —yo— necesitan un cuerpo, unos ojos, para así percibir las sensaciones del mundo, porque ser es percibir con las limitaciones impuestas por la naturaleza.

 

Alberto Caeiro transita por el Chiado, el Barrio Alto, la Alfama. Se cansa, pero no cede, aun como el sabueso sin olfato, en su huroneo alucinado. Todavía no sabe que busca a su creador, si para partirle la cara por las carencias que adornan a su criatura, o exigirle una fisonomía y unos sentidos de verdad, tangibles, lejos de aquellos con los que fue caracterizado como idea para no perderlo entre la multitud.

 

Quiero ser al menos una brizna de ser, verme, ¿me oyes? Verme, tocarme, experimentar la sensación de mi propio ser, porque no se puede percibir la existencia de las cosas sin ser una de ellas. Quiero ser yo, y no tu Alberto Caeiro. Y dejar de ser, por fin, estos versos, para convertirme en ese yo que me restituya a la existencia, a la única posible, la de la realidad inmediata.

 

El alma de Caeiro ha llegado a la conclusión de que no tiene más interlocutor que Pessoa, de la imposibilidad de concretarse en piel y huesos sin su concurso, pues nada sabe de dioses fuera del concepto dibujado en unas hojas, adquirido por mediación ajena. Ahí lo tenemos, con toda la inocencia de quien vive envuelto en la placenta virtual de un embrión todavía no alumbrado. Continúa por la Baixa, donde contempla un grafiti con el rostro de Pessoa. En el número 16 de la Rua Coelho da Rocha divisa su nombre en una banderola roja frente a la casa que habitó los últimos quince años. En el Café Martinho da Arcada la mesa donde solía sentarse siempre está libre. Pronto cae en la cuenta de que hay vestigios de su progenitor por doquier, y sin embargo todo apunta a que esos accidentes pertenecen al pasado, al no ser. Entonces, se pregunta, cómo desde la inexistencia engendrará su carne. Siente vértigo, porque él solo quiere ser sin pensar, ser presente en la inmediatez del tránsito.

 

Consternado por el descubrimiento, callejea por la Rua dos Douradores, sube hasta la plaza del Rossio, y con las primeras luces en su errático vagabundeo vislumbra la estatua de Fernando Pessoa frene al café A Brasileira. Dos figuras humanas la golpean, la arañan, la muerden como perros hambrientos. En ellas reconoce a Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Se percata entonces de que no está solo en la quimera de robarle un pedazo de presencia al dios Pessoa. Existir, ser, aunque sea en la ciega materialidad del bronce.

 

La luz del Tajo se eleva poderosa sobre la ciudad sumergida y los devuelve a las palabras de donde se fugan cada anochecer.

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