La soledad es un tema de cuento
La editorial, Manual de Ultramarinos, ha vuelto a recaer con el otoño y saca nuevo libro: ‘Los Esquinados’ (cuentos de solitarios). El libro lleva un prólogo de Miguel Martínez Panero y participan los escritores.; José Miguel López–Astilleros, Nacho Abad, Mario Paz González, Bruno Marcos, Antonio Toribios y Manuel A. Rodríguez. Además, en el lote de esta entrega 'autumnal', se incorporan La Volandera nº 4 de Manual de Ultramarinos: ‘Librastrófilos’( epistolario de la sociedad secreta de traperos del tiempo); 'Los Cuentos Estrambóticos', compuestos por los relatos y los dibujos del niño Darío Marcos, y el nº 1 de ‘Cuadernos del Astillero’, que contiene las 11 recomendaciones de Juan Carlos Onetti para los escritores principiantes.
"Un ángulo me basta"
Andrés Fernández de Andrada
![[Img #12572]](upload/img/periodico/img_12572.jpg)
La célebre Epístola Moral a Fabio fue atribuida durante mucho tiempo a un desconocido 'anónimo sevillano' hasta que Dámaso Alonso, con impecable método filológico, resolvió la cuestión de su autoría. Descubrió que el poema se debía a cierto capitán Fernández de Andrada, quien, tras ganar algún renombre en España, hubo de morir solo y olvidado en América, donde se perdía la pista de su peripecia vital. Al leer en su día el estudio preliminar a dicha obra, que documentaba estos clarificadores datos, se desplegó ante mí toda una historia de exilio interior: la de un personaje esquinado, elusivo, ageneracional y sin epígonos, de una soledad señera y una identidad desvaída ante la autosuficiencia de su legado espiritual.
Porque -reconozcámoslo- la soledad, aparte de ser materia de infinidad de libros de autoayuda, es un buen motivo literario. En novela, me vienen inmediatamente a la memoria algunos títulos que la tienen por tema: Robinson Crusoe de Defoe (al menos hasta la aparición de Viernes); La Soledad del Corredor de Fondo del joven airado Sillitoe; Un hombre soltero del cosmopolita Isherwood; El Miedo del Portero al Penalti de Handke;... Aunque, en realidad, los tres últimos libros (que cuentan, por cierto, con buenas versiones cinematográficas) están más cerca de la nouvelle que del roman; o sea, se podrían considerar más propiamente novelas cortas.
Adonde quiero llegar es a que, en su modestia, el cuento se presta mejor que obras de mayor envergadura al tratamiento de la soledad como fuerza temática. Por ejemplo, el monólogo interior, que sería su cauce narrativo natural, no se sostiene en novelones de corte decimonónico. Lo pudo constatar Dostoievski cuando empezó a redactar Crimen y Castigo en primera persona. Tras unos balbucientes capítulos, tuvo que abandonar el plan inicial y obrar como autor omnisciente para dar auténtico aliento al arisco Raskolnikov. Aunque ello no obsta para que, consciente del potencial de la narrativa breve, el exconvicto de Siberia volviera a dar vida a personajes solitarios (con innegable fondo autobiográfico) en relatos como Memorias del Subsuelo y La Mansa.
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Y por si fueran necesarias más pruebas de la afinidad de la soledad con el cuento, ahí va una curiosa coincidencia: tanto el Quijote como Pickwick fueron concebidos inicialmente como obras breves, en las que sus protagonistas se desenvolvían en solitario. Así, la primera salida de Don Quijote, aún sin escudero, habría sido ideada por Cervantes como una más de sus Novelas Ejemplares; y las primeras correrías del expansivo Pickwick corresponderían en sus comienzos a comentarios historiados por Dickens a los grabados del dibujante Seymour. Pero al ganar entidad ambas obras, a sus autores se les hizo necesario acompañar a los protagonistas con los impagables Sancho Panza y Sam Weller, respectivamente; gracias a lo cual disfrutamos de sus regocijantes diálogos.
Defiendo, pues, la tesis de que el género cuentístico es, en literatura, el idóneo con la soledad como objeto. Y puedo avalarla sin salir de mi santísima trinidad de cuentistas. Empezando por Chéjov, ahí tenemos Tristeza, donde el cochero Iona, a falta de interlocutor, le acaba confiando la desazón por la muerte de su hijo a su caballo; o Una Apuesta, una narración de influencia tolstoiana en la que el protagonista, a cambio de permanecer toda su juventud recluido en soledad, consigue ganar una gran cantidad de dinero al que, a la postre, renuncia desengañado.
Si los solitarios de Chéjov nos dejan un regusto amargo, los de Maupassant nos muestran la locura cara a cara. Así, en Solo, se nos pregunta a los lectores si el personaje que en un momento dado afirma: “todos nosotros somos como esa piedra...”, está en sus cabales o camino de perder la cordura. Este breve escrito, de poco más de una página, es el preludio al más desarrollado El Horla, trasunto de la propia enajenación de su autor.
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Por último, Bábel: de él no quiero citar nada en concreto. Pero al leer los Cuentos de Odessa, o los póstumos e inéditos de Debes Saberlo Todo, nos queda como arquetipo la figura del judío en su ghetto, objeto de pogroms y siempre aislado cualquiera que sea la actividad desempeñada. Y esa sensación de extrañamiento, de estar fuera de lugar, es aún mayor, si cabe, en Caballería Roja, donde un cronista “con gafas en nariz y otoño en el alma” (el propio escritor), permanece orillado y nunca se llega a integrar en el ejército de caballería del camarada Buddieny.
Esquinados... Cuentos de solitarios, como también lo son los que se recogen a continuación. Acaso sus autores hayan pretendido refugiarse en ellos para salvaguardar así su propia soledad, o bien para conjurarla, sublimándola. Y como quiera que, tal para cual, la lectura se haya vuelto un placer (o vicio) solitario, hago mío el deseo de aquel ciego amante de los prólogos, que llegó a hacer un libro con los de su Biblioteca Personal, precedido de un metaprólogo o prólogo de prólogos, donde apostrofaba:
“Ojalá seas el lector que este libro estaba esperando”.
(*) Miguel martínez Panero es doctor en economía y profesor en la universidad de Valladolid y sabio erudito
"Un ángulo me basta"
Andrés Fernández de Andrada
La célebre Epístola Moral a Fabio fue atribuida durante mucho tiempo a un desconocido 'anónimo sevillano' hasta que Dámaso Alonso, con impecable método filológico, resolvió la cuestión de su autoría. Descubrió que el poema se debía a cierto capitán Fernández de Andrada, quien, tras ganar algún renombre en España, hubo de morir solo y olvidado en América, donde se perdía la pista de su peripecia vital. Al leer en su día el estudio preliminar a dicha obra, que documentaba estos clarificadores datos, se desplegó ante mí toda una historia de exilio interior: la de un personaje esquinado, elusivo, ageneracional y sin epígonos, de una soledad señera y una identidad desvaída ante la autosuficiencia de su legado espiritual.
Porque -reconozcámoslo- la soledad, aparte de ser materia de infinidad de libros de autoayuda, es un buen motivo literario. En novela, me vienen inmediatamente a la memoria algunos títulos que la tienen por tema: Robinson Crusoe de Defoe (al menos hasta la aparición de Viernes); La Soledad del Corredor de Fondo del joven airado Sillitoe; Un hombre soltero del cosmopolita Isherwood; El Miedo del Portero al Penalti de Handke;... Aunque, en realidad, los tres últimos libros (que cuentan, por cierto, con buenas versiones cinematográficas) están más cerca de la nouvelle que del roman; o sea, se podrían considerar más propiamente novelas cortas.
Adonde quiero llegar es a que, en su modestia, el cuento se presta mejor que obras de mayor envergadura al tratamiento de la soledad como fuerza temática. Por ejemplo, el monólogo interior, que sería su cauce narrativo natural, no se sostiene en novelones de corte decimonónico. Lo pudo constatar Dostoievski cuando empezó a redactar Crimen y Castigo en primera persona. Tras unos balbucientes capítulos, tuvo que abandonar el plan inicial y obrar como autor omnisciente para dar auténtico aliento al arisco Raskolnikov. Aunque ello no obsta para que, consciente del potencial de la narrativa breve, el exconvicto de Siberia volviera a dar vida a personajes solitarios (con innegable fondo autobiográfico) en relatos como Memorias del Subsuelo y La Mansa.
Y por si fueran necesarias más pruebas de la afinidad de la soledad con el cuento, ahí va una curiosa coincidencia: tanto el Quijote como Pickwick fueron concebidos inicialmente como obras breves, en las que sus protagonistas se desenvolvían en solitario. Así, la primera salida de Don Quijote, aún sin escudero, habría sido ideada por Cervantes como una más de sus Novelas Ejemplares; y las primeras correrías del expansivo Pickwick corresponderían en sus comienzos a comentarios historiados por Dickens a los grabados del dibujante Seymour. Pero al ganar entidad ambas obras, a sus autores se les hizo necesario acompañar a los protagonistas con los impagables Sancho Panza y Sam Weller, respectivamente; gracias a lo cual disfrutamos de sus regocijantes diálogos.
Defiendo, pues, la tesis de que el género cuentístico es, en literatura, el idóneo con la soledad como objeto. Y puedo avalarla sin salir de mi santísima trinidad de cuentistas. Empezando por Chéjov, ahí tenemos Tristeza, donde el cochero Iona, a falta de interlocutor, le acaba confiando la desazón por la muerte de su hijo a su caballo; o Una Apuesta, una narración de influencia tolstoiana en la que el protagonista, a cambio de permanecer toda su juventud recluido en soledad, consigue ganar una gran cantidad de dinero al que, a la postre, renuncia desengañado.
Si los solitarios de Chéjov nos dejan un regusto amargo, los de Maupassant nos muestran la locura cara a cara. Así, en Solo, se nos pregunta a los lectores si el personaje que en un momento dado afirma: “todos nosotros somos como esa piedra...”, está en sus cabales o camino de perder la cordura. Este breve escrito, de poco más de una página, es el preludio al más desarrollado El Horla, trasunto de la propia enajenación de su autor.
Por último, Bábel: de él no quiero citar nada en concreto. Pero al leer los Cuentos de Odessa, o los póstumos e inéditos de Debes Saberlo Todo, nos queda como arquetipo la figura del judío en su ghetto, objeto de pogroms y siempre aislado cualquiera que sea la actividad desempeñada. Y esa sensación de extrañamiento, de estar fuera de lugar, es aún mayor, si cabe, en Caballería Roja, donde un cronista “con gafas en nariz y otoño en el alma” (el propio escritor), permanece orillado y nunca se llega a integrar en el ejército de caballería del camarada Buddieny.
Esquinados... Cuentos de solitarios, como también lo son los que se recogen a continuación. Acaso sus autores hayan pretendido refugiarse en ellos para salvaguardar así su propia soledad, o bien para conjurarla, sublimándola. Y como quiera que, tal para cual, la lectura se haya vuelto un placer (o vicio) solitario, hago mío el deseo de aquel ciego amante de los prólogos, que llegó a hacer un libro con los de su Biblioteca Personal, precedido de un metaprólogo o prólogo de prólogos, donde apostrofaba:
“Ojalá seas el lector que este libro estaba esperando”.
(*) Miguel martínez Panero es doctor en economía y profesor en la universidad de Valladolid y sabio erudito