José Luis Puerto
Domingo, 14 de Junio de 2015

Latir de Juan Panero

Recientemente se presentó en Astorga La Galerna, la revista de Manual de Ultramarinos, editada con papel de libros de viejo de Juan Panero, Leopoldo Panero, Juan Luis Panero, Lepoldo Mª Panero y otros. El presente artículo de Jose Luis Puerto pretende situar, contextualizar y en cierta medida impedir que se mitifique algo que quedó en ciernes y que no apuntaba tamaña altura, la poesía de Juan Panero.

 

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Subo a la buhardilla de mi casa y –a la hora de abordar la poesía de Juan Panero– busco una antología en la sección en que las tengo alineadas. Y extraigo el ejemplar a partir de la lectura del lomo: La generación de 1936. 

 

Los profesores y los taxidermistas literarios tienen la manía, por propia comodidad, de las clasificaciones. Pero hay algo en esta antología que consulto que disuena del todo. Y, como si fuera un juego infantil de guardias y ladrones, me pongo a distribuir la nómina antologada en dos bandos (bueno, dejemos esta palabra, tan incómoda y peligrosa, tratándose de ese momento histórico, y sustituyámosla), en dos lados, en dos grupos.

 

De los once poetas seleccionados, estarían en un lado, con toda claridad, Germán Bleiberg, Juan Panero, Leopoldo Panero, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales y Luis Felipe Vivanco; y en el otro, con claridad idéntica, Gabriel Celaya, Juan Gil-albert y Miguel Hernández; todavía habría un tercer grupo cuya adscripción o definición sería más ambigua: Ildefonso-Manuel Gil o Arturo Serrano-Plaja.

 

Vaya guirigay el que preparar los antólogos. Juntan churras con merinas, alubias con garbanzos, con tal de acotar un territorio en el que profesores y taxidermistas se sientan cómodos. Menos mal que siempre hay regueros que se escapan y costuras que estallan frente a tanto estrecho cauce y tanto corsé.

 

Y entonces dejo la antología, para devolverla de nuevo a su sueño de la buhardilla, y tiro por otro lado. Manu, como buen bibliófilo que es, puso en mis manos, hace ya semanas, su raro ejemplar de Cantos del ofrecimiento, la única obra poética por Juan Panero publicada.

 

Y aquí me surge una primera reflexión. Juan Panero, pese a su breve vida, tuvo la fortuna de ver editada su única obra poética por un poeta y, sobre todo, editor mítico de nuestra edad de plata: nada menos que por Manuel Altolaguirre (y por Concha Méndez, su esposa y también editora; un ser al que todos debemos algo, por lo cariñosa y acogedora que fuera siempre con Luis Cernuda).

 

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Cantos del ofrecimiento, de Juan Panero, fue editado en Ediciones Héroe, de Madrid, por Manuel Altolaguirre, una mítica aventura editora del momento más crítico de nuestra edad de plata, el republicano e inmediatamente anterior a la desdichada guerra civil. En su colofón de cierre podemos leer en mayúsculas: “Se acabó de imprimir en / los talleres de Manuel / Altolaguirre, Viriato, 73, / Madrid, el 21 de mayo, 1936.” Esto es, estamos ante una obra impresa en la antesala de la guerra.

 

Se trata de un breve poemario de apenas treinta y ocho páginas, estructurado diríamos que en dos grandes partes: una primera, sin título, en la que se incluyen cinco sonetos y tres poemas de tipo versicular atenuado (“Más allá de la mar…”, “Ángel de agua y de luz” y “Consagración de la sangre”); y una segunda, ya titulada (“La paz del campo”, título que nos lleva a ese otro, de prosa poética y rememorativa, de Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, este sí poeta del 36, pese a no aparecer en la antología de la que echamos mano para devolverla a su sueño), que incluye dos relativamente largos poemas en versículo: “Paisaje de la luna” y “Paisaje del alba”.

 

Y nos surge inmediatamente una pregunta, al ir leyendo los poemas del libro: ¿este libro supera la época en que fue escrito y publicado, o se queda meramente en un libro de época? Esta sería la prueba del nueve de la vigencia de una obra.

 

Nos encontramos con dos procedimientos expresivos muy del tiempo en el que el libro fue escrito y publicado, y, a la vez, muy contradictorios: la utilización del versículo, procedente del surrealismo, muy cultivado en aquel momento por distintos poetas del 27 y por Pablo Neruda, y que es, por tanto, un procedimiento renovador, al haber surgido en las estéticas vanguardistas; y la del soneto, una estructura métrica clásica que, sin embargo, es un procedimiento estético no de renovación, sino de involución, que, en muy poco tiempo, cuando el franquismo con su triunfo aniquile todo lo que fuera nuestra edad de plata, nos lleva a esa poética escapista y sonetil del garcilasismo.

 

Estas paradojas y contradicciones están en los Cantos del ofrecimiento de Juan Panero, un libro que, hoy, nos parece “antiguo”, arqueológico, de época. Hay, sí, un cierto aliento romántico, pasado por el tamiz del surrealismo (“temblor de su carne”, “pasión de la sangre”…), que nos evocan, en ocasiones, a un cierto Aleixandre, por ejemplo.

 

 

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Hay también un cierto lenguaje religioso, eucarístico casi, que conectan el poemario con lo que Dámaso Alonso llamaría “poesía arraigada”, que va a cultivar, en la primera postguerra todo el primer grupo del 36 que indicábamos al principio. Así, por aquí y por allá, en Cantos del ofrecimiento, aparecen términos y expresiones como: “Vigilia”, “Custodia”, “Oración”, “Novicia”, “anunciación”, “bienaventuranza”, “Resurrección”, “salvación”…

 

Naturaleza, amor, tiempo, dolor, muerte… sí, son presencias y temas que aletean y palpitan de continuo por Cantos del ofrecimiento; pero ¿plasma Juan Panero en el libro un mundo propio?, ¿habla desde su ser, desde su vida psíquica? Cuando lo leemos, advertimos por el contrario en el libro mucha retórica de época, de la vanguardista a veces (en el decir versicular –siempre muy atenuado en Juan Panero, por una tendencia a regularizarlo en el alejandrino– con términos, expresiones e imágenes que le deben mucho a una lectura del romanticismo y de Bécquer incluso que hicieran los del 27) y de la tradicional otras (adherida al funesto sonetismo).

 

Juan Panero vivió poco; murió joven, sin llegar a cumplir los treinta años; pero, pese a ello, no encarna la figura del genio precoz que, fugaz, pasa por el mundo como un meteoro; gloria que le cabe a otros poetas contemporáneos.

 

Cantos del ofrecimiento es un libro de formación, no de madurez. El poeta estaba buscando en él, a partir de esas contradictorias estéticas tan en boga en su tiempo, una voz propia que, en la poesía que nos ha dejado, no alcanzamos aún a percibir plenamente, pese a que escuchemos algún latir (“el alma es sangre”, nos dice) de la misma en sus versos.

 

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