Eloy Rubio
Domingo, 14 de Abril de 2019

"Hombres que se purificaban bajo las andas de la imagen de la Virgen Dolorosa"

En la tarde de este Domingo de Ramos, la Virgen de los Dolores ha salido en procesión desde la iglesia de San Bartolomé, como recordaba en su pregón del año 1992 el periodista Arturo Tejerina. La crónica de la procesión se complementa con un fragmento del libro 'Rey Jesús' de Robert Graves.

 

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Fragmento del pregón de la Semana Santa 1992 de Arturo Tejerina

 

El mismo domingo por la tarde salía la Virgen de los Dolores de San Bartolomé, y esto quería decir que yo trabajaba. Empecé agarrando la capa de D. Ramón, aunque no crecí mucho, el siguiente paso fue un cirial, hasta que me dejaron llevar la Cruz en la procesión. La Virgen de los Dolores pesaba mucho, iba sobre los hombros de gente sencilla y humilde que eran braceros, hombres que se purificaban bajo las andas de la imagen de la Virgen Dolorosa que “terminada la Salve en la Plaza de San Bartolomé entrará en el templo, mirando al pueblo”, recordaba D. Marcelo en su Directorio para la Semana Santa en Astorga de 1965.

 

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Fragmento del libro 'Rey Jesús' de Robert Graves

 

Los hizo formar en columna fuera del cuartel, donde se había reunido una gran multitud silenciosa, formada sobre todo por mujeres; luego envió a algunos hombres al mando de un sargento a traer en un carro tres cruces del depósito. Mientras tanto, hizo sacar de sus celdas a Dysmas y Gestas que, con Jesús, debían enca­bezar la columna. Los dos fanáticos habían sido maltra­tados de modo repugnante: Dysmas había perdido va­rios dientes y Gestas la visión de un ojo.

 

El capitán colgó del cuello de los tres prisioneros las correspondientes declaraciones de crimen, y les hizo cargar al hombro los travesaños horizontales de sus cru­ces. El travesaño de una cruz es un madero de dos me­tros de largo que se ajusta a un rebajo hecho en la parte superior del pesado poste vertical; este último se lleva al lugar de la crucifixión en un carro, pero según una an­tigua costumbre el criminal debe transportar el madero horizontal. Jesús reconoció la madera: era terebinto, que ningún carpintero de Galilea usa jamás porque se con­sidera de mal augurio, así como ocurre en Italia con la madera de álamo negro, por su conexión con la diosa de la muerte.

 

Se dio la orden de marcha. La procesión avanzó y llegó sin incidentes a la cercana puerta de Joppa. Jesús se apoyaba en un palo, pero como necesitaba ambas manos para mantener el travesaño en equilibrio sobre sus hom­bros, no podía seguir el paso. Cuando un sargento lo empujó para que se apresurara, perdió el equilibrio y cayó pesadamente; los soldados aullaron de risa. A causa de los latigazos estaba sin aliento y se incorporó con dificultad. Después de una segunda caída, el capitán in­tervino: detuvo a un vigoroso peregrino que estaba a punto de entrar en la ciudad y le ordenó que llevara el madero de Jesús.

 

 

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Era un judío de Libia que había oído predicar a Je­sús en Cafarnaum el año anterior y que hizo de necesi­dad virtud, diciendo al pueblo:

 

-Gentes de Jerusalén, me alegro de llevar la carga de este profeta verdadero. Que esto sirva para lavar el re­proche que pronunció Nahum contra mi tierra nativa. Porque cuando llamó a Nínive ramera y reina de la bru­jería, dijo: «La tierra de Punt y los libios te han ayuda­do.» Aunque Punt sea mi madre y los libios mis herma­nos, yo no soy un hombre indigno: no alabaré a una nueva Nínive que entrega a sus profetas para que sean crucificados por los inmundos infieles.

 

Como el capitán no entendía el arameo, nada dijo.

 

La procesión rodeó las murallas de la ciudad y giró hacia el noroeste, por el camino a nivel a la gruta de Je­remías, situada a unos tres cuartos de milla. Era un día caluroso y el camino estaba cubierto de polvo. Un gru­po de peregrinos pascuales, conocidos como los Perezo­sos porque el cuerpo principal había llegado tres días antes, se acercaba desde el norte; cantaban de júbilo ante la vista de las torres y las murallas de Jerusalén, pero el salmo murió en sus labios cuando vieron la triste pro­cesión. Todos guardaron silencio, volviendo el rostro mientras reos y soldados pasaban también silenciosa­mente a su lado.

 

Cuando aparecieron a la vista la gruta y la alta pal­mera de Jeremías, se oyó, atrás, un brusco llanto feme­nino. Las noticias del arresto de Jesús habían corrido velozmente por la ciudad; y aunque pocos de sus segui­dores varones habían osado unirse a la procesión, allí estaban Juana y Susana, y María, la madre de Jesús, apo­yada en el brazo de Shelom, la partera; y María, su rei­na, con su hermana Marta y su abuela María, la esposa de Cleofás, y María la Peluquera, con un grupo de mu­jeres rechabitas.

 

 

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Jesús se volvió y dijo, jadeante:

 

-Llorad por vosotras mismas, no por mí. El día de la ira se aproxima; y en él se considerará bendita aque­lla que no haya parido ni amamantado hijos que perez­can bajo la furia del cielo; y con una sola voz las hijas de Jerusalén clamarán porque las montañas caigan y las sepulten. Porque, si se despoja al árbol verde, ¿qué se le hará al seco?

 

Este proverbio evoca la veneración religiosa que se tiene en Palestina a ciertos árboles antiguos, por lo ge­neral las palmeras y los terebintos, a cuya sombra des­cansaban los patriarcas y los profetas. Aunque de todos los demás se cortan ramas para leña, a éstos la gente no los toca. Sus copas son altas y verdes, aun en el desier­to, al lado de los caminos más transitados, en tanto que los demás árboles están secos y despojados de hojas y ramas. Jesús quería decir: "Si se crucifica incluso a los profetas, ¿qué destino puede guardar a la gente común?"

 

 

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Más allá de la gruta se erguía la pequeña elevación en forma de cráneo llamada Gólgota, donde en los tiempos antiguos se cumplían las sentencias de lapidación y don­de ahora los romanos crucificaban a los prisioneros po­líticos en una plataforma situada en la cumbre. Domina­ba el camino principal del norte hacia Jerusalén, y no sólo debía su nombre de sierra de la Calavera a su con­figuración, sino a una leyenda: cuando el rey David tras­ladó su capital de Hebrón a Jerusalén, sacó la calavera de Adán de la caverna de Machpelah y la sepultó en el Gólgota como un talismán protector de la ciudad. Esta leyenda no debe tomarse a la ligera, porque la cabeza del rey Euristeo, brazo derecho de Hércules, estaba enterra­da en un paso, cerca de Atenas, para proteger al Ática contra las invasiones; y se hallan muchos otros ejemplos de la misma costumbre en la historia de Grecia y Roma. Jesús había profetizado la verdad cuando dijo a Tomás que su viaje terminaría donde había terminado el de Adán.

 

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