Mercedes Unzeta Gullón
Miércoles, 12 de Octubre de 2016

El Olfato

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“El Olfato es un hechicero poderoso que nos transporta miles de kilómetros y hacia todos los años que hayamos vivido. Con sólo pensar en olores mi nariz se llena de aromas que despiertan dulces recuerdos de veranos antiguos y campos maduros a lo lejos.” (Helen Keller).

 

Nada más memorable que un olor. Puede ser inesperado, momentáneo y fugaz, y aún así tremendamente evocador.

 

Mª José Cordero nos hablaba el otro día de los olores otoñales y su embriaguez de infancia. A mí, un olor que me transporta absolutamente a los veranos de mi infancia en Astorga es el olor a tierra seca mojada por la lluvia de septiembre. Esa tierra que se humedece, exhala sus vapores y respira como un poderoso pulmón. Es un olor que penetra hasta lo más recóndito de mi ser y me conmueve profundamente. Pero ¿cómo llamarlo? Puedo asimilarlo a algo pero no puedo ponerle una palabra exacta a ese olor, un nombre.

 

Es muy difícil ponerle palabras a los olores. Nuestro sentido del olfato puede tener una precisión extravagante, pero es casi imposible describir cómo huele algo a alguien que no lo ha olido. Los olores apelan a nuestra imaginación, y a nuestros deseos. Cuando hablamos de olor a ‘lluvia de otoño’, por ejemplo, o a la lluvia de las vacaciones de la infancia, estamos evocando un mundo idílico y revivimos en nuestro espíritu esas sensaciones de felicidad, pero no es universal ese olor, ni esas sensaciones. El olor no es clasificable ni transmisible, es muy personal. Por ejemplo, para unos el olor a limpio se lo sugiere ese penetrante olor a lejía, lo que para otros es a lavanda el olor que les transmite la sensación de limpieza.

 

El sentido del olfato está íntimamente relacionado con el sentido del gusto. Perder el sentido del olfato conlleva perder el sentido del gusto. Y esto, que puede parecer algo trivial, es tremendamente fastidioso. Alguien que perdió el olfato se lamentaba “Damos por sentado del rico aroma del café y del sabor dulce de las naranjas pero cuando no podemos degustarlos es como si nos hubiéramos olvidado de cómo se respira”, “me siento vacio, como en una especie de limbo”. Había perdido la posibilidad de que los aromas y olores le proporcionaran recuerdos y asociaciones conmovedoras. Había perdido parte de su pasado. No poder respirar los diez mil olores diferentes ni disfrutar de los miles de sabores es perder mucha vida.

 

Hace poco me contaron una curiosa e ilustrativa anécdota sobre el poder del aroma. La Nestlé quería ampliar mercado con la producción de su café y se le ocurrió poner sus ojos en el país del sol naciente, en el Japón. Una sociedad virgen en el consumo de ese producto. Durante varios años, y a pesar de una gran inversión económica en publicidad que se gastó la multinacional, no había manera de introducir la bebida en esa sorprendente población. Pero como el imperio económico es muy empeñoso decidieron emplear una estratégica olorífica para conseguir sus fines. Se supone que el occidental asocia el olor del café, del primer café de la mañana, a bienestar, a rico, a ambiente amable. Los niños heredan esa asociación desde pequeños en sus casas; crecen oliendo a café a esa hora dulce del desayuno en familia y, cuando crecen, siguen con la tradición del café mañanero porque, aunque el sabor es amargo y no les agrade excesivamente, el olor les transporta al bienestar y felicidad de la infancia.  Para llegar a ese punto de transmisión de olores, que los japoneses no tenían, a la Nestlé se le ocurrió la feliz idea de hacer papillas infantiles con olor a café para que el niño japonés se iniciara en los olores del bienestar mañanero. Ese niño iniciado, cuando fue mayor, asimiló el café del desayuno a los olores de su infancia. Y así, después de un margen de quince años, la rueda del olor a café se puso en marcha para los nipones y la Nestlé comenzó a vender su producto como churros en aquella sociedad hostil. Eh aquí una gran muestra del deseo asociado al olfato.

 

A diferencia de otros sentidos el olfato no necesita intérprete. El efecto es inmediato, y no es diluido por el lenguaje, el pensamiento o la traducción. Un olor puede ser abrumadoramente nostálgico porque desencadena poderosas imágenes y emociones antes de que tengamos tiempo de precisarlas.

 

Es posible que no necesitemos el olfato para sobrevivir, pero sin él nos sentiríamos tremendamente perdidos y desconectados. Todos tenemos nuestro filón de recuerdos aromáticos.

 

“Los olores son más seguros que las visiones y los sonidos para hacer sonar las cuerdas del corazón”, decía Kipling.

 

O tempora, O mores.

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