Simón Rabanal Celada
Domingo, 31 de Octubre de 2021

Las luces de Oita, las cicatrices de la soledad

Luis Ferrero Litrán. Las luces de Oita; Marciano Sonoro Editores, San Román de la Vega; 2021

 

 

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Epicuro, uno de los filósofos más conocidos, proclamó que el placer es el principio y el fin de la vida y explica que el hombre, por su naturaleza inteligente y emotiva, huye del dolor y del miedo a todo aquello que no puede controlar, como la muerte o los dioses. Él mismo sufrió largos momentos de soledad y padeció víctima de la enfermedad. Por ello aconsejaba la filosofía y la amistad como fármacos contra esos dolores del alma que, al fin y al cabo, afectan también a los del cuerpo.

 

Las Luces de Oita es una novela que trata del dolor, del abandono, de la soledad, enfermedades que, fructificando en el suelo nutricio del inconformismo y la lucha por llegar a tener una personalidad definida, se ramifican en otro tipo de padecimientos emocionales que van mermando la voluntad y el deseo de los personajes.

 

La trama se inicia en torno a Arito, un joven pintor que anhela descubrirse a sí mismo en el proceso creativo, proceso que va siendo el remedio contra el dolor. El personaje abre la novela en una primera y extensa parte donde se presentan el resto de los personajes principales con los que el relato se va tejiendo con un ir y venir de sentimientos. Por un lado, Kurumi, una arquitecta que persigue igualmente la excelencia, pero que además posee la cualidad inusual de ver lo que los demás sienten y esto la descoloca, porque se debate entre no saber, pero a la vez, no puede ocultarlo. Por otro lado, Natsuki, experta comunicadora y transmisora de sentimientos, que ha triunfado hasta el día en que se va hundiendo en una espiral de fracasos, un naufragio que le hace perder la referencia, hasta que encuentra un atajo, un desvío en que  por momentos sueña con  la salvación.

 

Natsuki, Kurumi y Yoshio empiezan a asistir a la terapia ‘on line’ de Saya, una experta psicóloga, que aconseja, escucha, detrás de la pantalla como si la vida de los cuatro estuviese retenida en un espacio virtual, espejo de su mundo interior, cuatro sujetos como las mónadas de Leibniz, sin ventanas y en armonía entre sí.

 

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La novela nos acerca a ese precipicio en el que viven agarrados los personajes y el lector comienza a darse cuenta de que el anuncio de suicidio que aparece en el periódico de Oita, que dirige Takeshi Tanaka, y con el que se inicia la obra, va a ser el hilo conductor que relacione las diversas partes y añada un ingrediente de intriga sobre el misterioso suicida. La investigación artística deja paso a la crónica de un suceso luctuoso, que está por llegar. Aquí, como en el regreso de Ulises a Itaca, tan nombrada en la novela, Tanaka asiste al reconocimiento de su propia frustración y se abandona a una resignada tristeza.

 

La historia que abarca los capítulos dos al siete crece bajo la forma de una confesión elegíaca, donde el acontecimiento de la muerte, el desgarro y la caída son reverenciados sin aspereza, sin llantos, como lo haría un filósofo epicúreo.

El espacio exterior de Oita va poco a poco cerrándose para los personajes, que vagan por un espacio interior que los mutila; recuerda ese paisaje de Aokigahara, el conocido Bosque de los suicidios, situado en el monte Fuji. El espacio virtual va desdibujándose y la historia nos lleva camino de la cascada de Bungoono, un espacio real con el que termina la novela, un final abierto que dará paso a una segunda entrega.

 

Las Luces de Oita muestra las cicatrices que quedan en el alma por efecto del amor, el placer de vivir bajo la creencia de que la soledad es el remedio. En todo caso, es una novela en la que la vida del individuo importa más que nada, aunque la lucha por ser uno mismo no redunde más que en sufrimiento. Al menos en esta primera parte.

 

                                

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