Eloy Rubio Carro
Sábado, 25 de Diciembre de 2021

'Diario para perder el tiempo': La poesía está en otra parte

'Diario para perder el tiempo' es el número 5 de la colección de 'Libros… a cuentagotas' (Eolas Ediciones & Concejalía de Juventud-es.pabila). La colección ‘A cuentagotas’ está auspiciada por la Concejalía de Juventud del Ayuntamiento de León, a través del programa de ocio alternativo 'es.pabila', al cuidado de Eloísa Otero, con diseño exterior y portadas de Rocío Álvarez Cuevas y publicación a cargo de Eolas Ediciones.

 

Luis Martínez Campo. Diario para perder el tiempo; EOLAS ediciones, 2021

 

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Lo primero que puede recordar el título es al famoso libro, hoy novela autoficticia, de Marcel Proust. Eran otros tiempos donde el tiempo perdido suponía un revulsivo de búsqueda para reencontrarlo, cuando, desde el dulzor y el aroma de una magdalena, se reconstruía una sofisticada memoria de afectos y acuidades.

 

Entonces, ahora, ‘Diario para perder el tiempo’, donde el personaje ¿autoficticio? pretende perder el tiempo y que lo perdamos. No sé si también matar el tiempo, con las descripciones elementales, mínimas, de ruidos, de imágenes que apenas evocan nada. Sucesos de los que ya ni recuerda, ni parece intentarlo, la emoción originaria. Lo cierto es que la emoción actual está ausente; un libro ‘desemocionado’, el peripatos de un zombi o en hábito de depresión, signo de los tiempos. 

 

Perdámonos un poco en el tempo de estos cuadernos de un músico, aunque más bien se dirían de un oidor. Qué sensibilidad la del cazador de pájaros, la curruca capirotada, el petirrojo, el zorzal, solo que aquí principalmente son pájaros urbanos. Un libro de apuntes tal vez con el fin de elaborar una partitura de ‘música concreta’. Pues no es todavía música, sino una figuración de apuntes para una música futura. Unos apuntes con aires de objetividad, sin detalle en las descripciones, y si las hay, parecen los apuntes de un filósofo empirista inglés, a expensas de una posterior elaboración de hipótesis.

 

El 'leitmotiv' de cada texto, en este texto andariego, es el descanso en un banco tras un paseo. Lo que sucede ahí es un ‘apenas’, un pasar, evocaciones leves de superficie que no llevan a indagar el tiempo, lo que no evita en ocasiones reencontrarlo en otro tiempo y mucho menos perderlo: "Los coches pasan por delante y por detrás en direcciones diferentes. / Una bicicleta salta un bordillo, un patinete eléctrico frena en seco y un monopatín pasa en dirección contraria a la habitual. No necesariamente en ese orden pero sí en esas direcciones. / De repente el tiempo se para. // Cae una hoja. / Otra hoja. / El viento sopla levemente y mueve las hojas / que cayeron hace unos minutos. / Yo me levanto y dejo el banco. / El viento mueve lo que estaba. / El viento mueve el pasado."

 

El tiempo no desaparece en ningún momento. A golpe de metrónomo es cronometrado, pero el pasado que mueve es insustancial, el de las hojas que recientemente cayeron. Las tempestades que consigue provocar son de aguaceros, de tormentas eléctricas. Apenas hay remoción en la mente que las toca.

 

Igual que los ruidos y los rugidos son homófonos el recurso a la anáfora es lo más frecuente, no solo a nivel fónico sino también a nivel semántico. Muy apropiado a una pieza rítmica.

 

El misterio que a veces habita en esas sensaciones mínimas es su pasar desapercibidas, menos que ecos de pisadas en la memoria, apenas datos más allá de lo sensible. Incluso cuando se sabe que algo tiene significado para el personaje, no sabemos de qué. No lo sabemos. Seamos postmodernos, el personaje se abstiene de interpretar.

 

Una escritura sonora, de una concepción minimalista que rechaza la trascendencia. De pronto un ruido no es más que un ruido, pero no es así, no es ni un ruido, es más. Incluso una visión física de la naturaleza detecta aerolitos mentales. Aunque visto de otra manera, es la vaciedad pandémica de la ausencia del contacto humano que se manifiesta en los ruidos que provocan sus intervenciones en la naturaleza, pues el viento es el viento en las velas, en el ulular de una farola tricéfala o en el traqueteo de los adoquines cuando los pisa una bici, el gloglogló es el de una alcantarilla etc. Un ejemplo escogido, entre otros, es el apunte del diario 30/12. 20:11 La parada es "En un bordillo de una calle recordada cerca de una alcantarilla que susurra." Enseguida "Una casa solitaria con huerto en el límite de la ciudad (…) A su lado una parcela imaginaria que en su día albergó una chabola mágica (...) Salen dos personas de una casa solitaria. Una de ellas tose. Retrocede hacia la casa. La otra persona avanza con la cabeza baja por el frío, mirando levemente hacia atrás, (...)"

 

Ahí, en ese caminar, mirando hacia atrás y en el enigma de no saber lo que el caminante tuvo con ellos radica el misterio de ese apunte del dietario. Esa cabaña desaparecida debió de ser para el escritor como un anhelo de hacer algo interrumpido en su fin… y que se proyecta a un futuro cuando ya no… Para entonces, cuando ya sí, la ilusión se desinfla: "A veces me imaginaba cómo sería mi vida con él en ella (...)" 

 

"Cuando hoy he llegado, le he visto de pie delante de ella. Erguido, como un faro observando al mar verde. Ha mirado levemente hacia atrás 'no le digas a nadie que me has visto'. He intentado no parpadear, pero se ha ido, mirando levemente hacia atrás, sin dejar de caminar."

 

Entonces, tras este espejismo retornan los ruidos reprimidos del principio de esta entrada de diario. "Se cierran las persianas. La alcantarilla susurra con el viento frío de la, ahora, noche."

 

"No le digas a nadie que me has visto."

 

Hay todavía alguna entrada más fantástica, más enigmática, pero repito son todas por esa distancia que produce la  inmediatez sobre lo otro. La entrada 30/12. 20:11, una de las más humanizadas, pues los deambulantes tienen el nombre propio de un comentario oído al pasar: Iker, Natalia. Pienso en los titiriteros que aún transitan la caverna platónica y sus enigmáticos comentarios que nos empeñamos en interpretar cuando la vida estaba en la otra parte.

 

A parir de esa percepción elemental, casi diríamos sensitiva, según avancemos en el escrito a perder el tiempo, irá retornando el tiempo reprimido, pues si "Las palomas se asustan tras un parpadeo. Emprenden el vuelo atormentadas por el miedo permanente."  Sin salir del instante esa expresión asustadiza no es posible. Contiene un pasadizo a un tiempo anterior que identifica el instante como duradero en el miedo.

 

Nada concreto todavía se recobra: "Hay suspiros que proyectan su vida hacia fuera. A veces saltan a dos tiempos. Es como volver a otro momento."

 

Es de pronto la intuición del instante como diferente aunque igual, pero de una igualdad convenida, arbitraria que aleja de lo real. "¿En qué momento te quedas atrapado en el tiempo? Hoy hace un año era 14 de febrero."

 

Entonces desde esa arbitrariedad de lo uno y lo otro con su distinción, el parloteo, lo sucesivo: "Tres campanadas. Otro suspiro. Sin darme cuenta (...) ¿En qué momento empiezas a pasar el tiempo? ¿Y a perderlo?” Entonces la evocación está lanzada por lo menos dentro del propio escrito y nos puede conducir sin demasiado esfuerzo desde la página 44 al comienzo del libro, a la página 12: "La chica que jugaba a las palas se parece a alguien de espaldas"  y de regreso a la 44: "Tenía la piel oscura y el pelo liso. Nunca volví a verla. Ahora pasaba alguien que se le parecía de lejos. Sin darse cuenta."

 

De pronto, tan de pronto al abrirse el tiempo no lo hemos perdido, se abre la posibilidad de que se recupere, pero también de que definitivamente se nos pase, de que se pierda. Escuchemos cómo se escurre, al menos como conciencia del pasar, ¿entonces se pierde? Todavía no. Y para quién iban ya a cantar los pájaros "y habrá un susurro / de algo / que ya no será humano.”

 

Se suceden esas imágenes de ausencia de conciencia (por haberla recuperado). Una vuelta a la normalidad luego de un tiempo anómalo. Una vuelta a la inconsciencia del consciente que producía la situación anómala, un "Olvidarse de cómo era perder el tiempo, y aun así, intentar sentir que se pierde. // Querer que pase / y a la vez / no. / Porque esto era la vida. Nada más."

 

Un tiempo ya sin esperanzas, sin Godot: "Así es este tiempo. Cambiamos la expectativa por la expectación. Ya no queremos esperar nada."

 

Pasan nubes oscuras con la muerte al hombro, se agitan ramas, gorjea un pájaro, yo era un niño, un perro se pierde, "suenan campanas. Distintas a las de siempre. Aún así, campanas. Las de siempre desde hace un par de horas. Un par de meses. Un par de años." Más adelante, en otro poema reitera en anáfora: "Seguimos adelante. / Seguimos adelante." Así sin nada, como el carro de Alberto Caeiro, sin querer tener esperanzas, mientras que las ruedas traqueteen.

 

Quiero leer el final del escrito como una resolución escéptica, como una aceptación de la vida que comienza tras el periodo pandémico con la hipótesis de vivirla ‘como si’, sabiendo que no. Como si lo que ahora comienza fuera igual a lo de antes, sin creérselo. Una vida de supervivencia que anula el tiempo de antes, el de después, mirando el pasar de las cosas sin entenderlas, "Solo es posible inventar. / Y después, seguir caminando como si no pasará nada. / Como si el mundo no hubiera cambiado”.

 

Así termina la vida y comienza la supervivencia.

 

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