Manuel Casal
Lunes, 28 de Febrero de 2022

Si gritas, me voy

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En aquel tiempo, la abuela María le dijo una vez más a los nietos, mientras esperaban en la mesa de la cocina a que estuviera todo preparado para cenar:

 

—Cuando el abuelo habla, los niños se quedan callados. Que no os lo tenga que repetir más veces.

 

Yo, como en algunas otras ocasiones, estaba allí de invitado. Vivíamos en la casa de al lado y, cuando mis padres tenían que salir, me dejaban al cuidado de los vecinos. Me trataban como a uno más de la familia y yo me sentía a gusto con ellos.

 

Los niños solíamos tener hambre, esa hambre que tienen los niños y que casi siempre es una necesidad imperiosa de comer. Aquella orden, por tanto, era de obligado cumplimiento, porque la posible desobediencia podía significar quedarse sin cenar.

 

Los nietos, como cualquier grupo de personas, eran de caracteres muy variados. Los había rebeldes, dóciles, olvidadizos y obedientes. Yo procuraba portarme bien, lo cual entonces no me costaba demasiado trabajo. Generalmente el mensaje prendía con claridad en las mentes de todos. Seguramente tenía mucha culpa el olorcito que producía la abuela María cocinando en la sartén una tortilla de patatas o unos filetes de asadura, que era como ella llamaba al hígado de ternera, con ajo y perejil picados. A los mayores no era un plato que les resultara muy atractivo, sino, más bien, lo contrario, pero entre los niños hacía furor.

 

A la hora esperada volvía de trabajar el abuelo Pedro. Abría el amplio portón de entrada, pasaba por el paragüero, en donde dejaba el sombrero y se ponía la boina, entraba en el dormitorio para cambiarse la chaqueta y los zapatos, y enfilaba el largo pasillo que llegaba hasta la cocina. A medio camino hacía estación en el cuarto de baño.

 

Cuando al fin llegaba, los nietos se le acercaban y le daban un beso. Yo me sumaba al ritual. Nos habían dicho a todos que a los mayores había que saludarlos con un beso. La orden se nos presentaba como una norma de buena educación y la cumplíamos desde esa situación que mezcla el respeto, el cariño y la obligación. Pasada la ceremonia, el abuelo se encaminaba a la cabecera de la mesa y los demás, a sus sitios respectivos.

 

El abuelo Pedro era un poco peculiar en todo, también comiendo. Le gustaba empezar cualquier comida con un par de tajaditas de pescado frito, cosa que la abuela le hacía, tanto a mediodía como por la noche. Él se las comía con gusto evidente. Tenía una manera curiosa, aunque fuera poco ortodoxa, de depositar en el plato las espinas que le llegaban a la boca. Cerraba los dedos contra la palma de la mano formando una especie de receptáculo. Con las partes medias de los dedos pulgar e índice hacía una pinza con la que prendía las espinas, acercaba la mano al plato y abría un poco los dedos, de forma que las espinas caían sin ser vistas, pues los dedos ocultaban su trayectoria.

 

Yo tenía la costumbre de tomar un vaso de agua antes de comer. Me gustaba hacerlo y aún ahora lo hago, pero el abuelo no entendía que aquello fuera una buena medida. Siempre que me veía bebiendo el vaso decía:

 

—Pero ¿cómo dejáis que este niño se llene el estómago de agua antes de comer? Se le va a quitar así el hambre.

 

Y alguien le contestaba siempre:

 

—¡Pero si come muy bien! Déjalo. Si lo hace, es porque le sentará bien.

 

El abuelo hablaba poco, pero cuando lo hacía, le gustaba que hubiera suficiente silencio para que fuera escuchado y para poder escuchar a los demás. Los mayores hablaban con él en conversaciones pausadas, sin subir el volumen de la voz y sin que las palabras de unos pisaran las de los otros. Al menos, en las veces que estuve allí, ocurrió así. Los nietos, mientras tanto, estaban muy ocupados con la comida y sólo contestaban cuando se les preguntaba. Sin embargo, en alguna ocasión, en cuanto habían evitado la posibilidad del castigo sin cenar, aparecían episodios sonoros, llorosos o gritones, de difícil arreglo. El abuelo, entonces, se callaba, ponía cara de contrariedad, se concentraba en lo que comía y, en cuanto terminaba, se levantaba y se iba.

 

Yo contemplaba todo aquello en silencio, disfrutando de la tortilla o del filete de asadura, que olía y sabía a gloria. No perdía detalle de la actitud de mis vecinos pequeños, atrevida y desobediente unas veces y tranquila otras, de las nulas ganas de guerra que mostraba el abuelo, de los mecanismos de las madres para restaurar la paz y de la cara de resignación de la abuela, a la que en los días ruidosos se le notaba la frustración de sentir la inutilidad de sus palabras.

 

No creo que ella lo supiera nunca. Yo, al menos, no se lo dije jamás. El caso es que sus palabras quedaron prendidas en mi mente en la forma “Cuando alguien habla, los demás deben callarse”. Más tarde intenté justificar esa idea para transformar aquella orden en una norma racional de comportamiento. Descubrí la importancia del respeto a las palabras del otro, que es lo mismo que respetar a la persona del otro, la elegancia de no interrumpir a quien habla, la conveniencia de escuchar para aprender y la belleza de una conversación sosegada, en la que todos hablan y todos se escuchan, que huye del ruido y valora la atención, las palabras y los silencios.

 

No hace mucho vi por la calle a uno de aquellos nietos. Estaba sentado a media tarde en una terraza hablando a gritos con quienes le acompañaban. Supongo que cuatro o cinco whiskys más tarde -como diría mi amigo Pepe-, cuando ya era de noche, lo volví a ver sentado en el mismo lugar, hablando igualmente a gritos con unos que estaban sentados y otros que estaban de pié. Todos vociferaban y él decía: 

 

—¡Escucha! ¡Escúchame, joder!

No debieron de atender su deseo porque en seguida le oí gritar: 

—¡Iros todos al carajo ya, joder!

y se quedó callado, aunque imagino que por poco tiempo. 

 

La belleza y la elegancia de una buena conversación chocan hoy de frente con su escasez y con esas actitudes tan abundantes, en las que las continuas interrupciones y el ruido de las palabras atropelladas matan el buen gusto de la charla y se comen los silencios y el sosiego. ¡Cómo comprendo a aquel abuelo al que el griterío lo levantaba de la mesa y, en cuanto podía, se iba!

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