Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 22 de Octubre de 2022

La doblez de la memoria

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Si me toca decidir, no lo dudo. Memoria es la palabra del año, del lustro, de la década. No por la fluidez caprichosa de las modas, más bien por el  peso adquirido en la historia.  En el pequeño relato de las personas y en el extenso de las naciones y las épocas.

 

Memoria es palabra ambigua. Guarda conceptos sugeridos de bondad en las evocaciones y de maldad en los revanchismos. ¿Con cuál nos quedamos?  Nos encajan los dos, y en esa doblez, esconde emociones difíciles de domar, como todo lo que sale de la víscera. Los recuerdos tienen vetada la neutralidad.

 

La filosofía y la historia previenen. Los tratadistas del saber zarandean las conciencias acerca de los daños del olvido como salvoconducto para la reiteración de las miserias personales y colectivas. Los panegiristas de la bondad abogan por el perdón, imposible sin la postergación de los agravios. ¿Quién tiene razón?

 

Sobre la memoria se ha anclado en este país un debate con multitud de aristas afiladas como bisturís. Pueden cortar y sajar tumores, a la vez que inferir heridas mortales. Maldita dualidad ésta que envida en una espiral infinita. Si no llega, no cierra las ofensas, y si se pasa, las abre cual hemorragia. ¿Habrá posibilidad para cantar las siete y media en este juego de exactitudes por la satisfacción de afrentas?

 

Pésimas son las memorias que emponzoñan la convivencia ciudadana con origen en una guerra civil. Estos conflictos nunca cierran los traumas con la capitulación de las armas. Se necesitan generaciones para coser las heridas de las banderías en lucha. Pero si la derrota de y rendición del enemigo es un paso para seguir las hostilidades con la  impunidad del vencedor, la contienda no tendrá fin en siglos. Quedarán para mucho tiempo los rescoldos anímicos de los descendientes en su pleno derecho a saber qué fue de sus antepasados, doblemente ejecutados en el olvido inherente a la muerte y en  la incógnita irresuelta de sus restos diseminados por paredones y cunetas.

 

Este es un problema sin resolver por la cruel soberbia de los vencedores, extendida durante cuatro décadas en una mal llamada posguerra, porque cada año de la llamada victoria fue la continuación de una crueldad sin justificación. Cautivo y desarmado, así empezaba el último parte de guerra. Proseguir en el acoso a un ejército o a un enemigo en esas condiciones, poco o nada puede decir del honor militar (y civil) hacia el derrotado ya inerme. Es la barbarie de la aniquilación.

 

La solución pudo estar en un periodo de transición, donde los viejos políticos que hicieron la guerra en uno y otro bando sabían de primera mano los horrores vividos. Aquella dramática historia era también conocida por políticos de nuevo cuño que pilotaron esa etapa histórica. Un proceso lleno de buenas intenciones, pero con fecha de caducidad. Los consensos acordados no fueron suficientes para borrar el ADN cainita de un pueblo hecho a dirimir sus polémicas a garrotazos. Goya, al final uno de tantos exiliados, pintó y fotografió con total realismo nuestro temperamento.

 

El candado a nuestra guerra no lo pondrán los políticos. Ellos fueron el origen de la contienda, más de un siglo antes, con sus intransigencias, condenando a matarse a tiros a una sociedad civil, presa ya de un contagio histérico y secular. Difícilmente una causalidad tan nítida puede ejercer la pacificación. Son juez y parte más que evidentes.

 

La superación de este proceso en pro de una memoria feliz debe ponerse en manos de la sociedad civil. Ella ha sido la víctima de un cúmulo de desatinos que ha tenido a este país en el alambre del permanente conflicto la barbaridad de doscientos años. Las dos Españas escenificaron su desencuentro con un rey al que la historia, con todo el sarcasmo, llamó El Deseado, y que se ganó el descrédito con el pedigrí de felón.

 

La sede política del Parlamento profundizará, con esta cuestión, aún más en sus  divergencias de toda índole. El contexto tiene que ser un marco donde la sociedad civil pueda dialogar sin las ataduras de las estrategias partidistas que, no poco, han agitado  los fantasmas de la guerra civil, bien como arma arrojadiza, bien como agitación y propaganda, según turnos. La superación de esta memoria atascada en humillaciones y ultrajes sin resolver, tiene que llevar la firma legible de una ciudadanía que, en su inmensa mayoría, no vivió la tragedia que todavía colea.

 

Nuestra memoria histórica será unívoca, sin las dobleces enunciadas al principio, cuando ese pacto cívico sea sancionado, ahora sí, por los poderes públicos, como mandato de toda una nación y acatado por los herederos de quiénes pusieron la mecha al barril de pólvora.

 

España necesita la conjugación de su verbo en futuro. Tiene que enterrar de una vez para siempre todos los cadáveres de su guerra (in)civil. Es la hora de mirar al frente y no de girar los cuellos al pasado, para no ser damnificados por una doliente e inmovilizadora tortícolis. El porvenir lo construyen los vivos, jamás los muertos. A éstos se les debe la paz del descanso y de una memoria sin rencores.

                                                                                                              

     

  

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